EDITORIAL: UNA NATURALIDAD SIMULADA
El desvirtuamiento del cine de lo cotidiano
Una mujer sentada en un váter se sorprende con fastidio. Es una secuencia de Los pequeños amores (2024), de Celia Rico, una cineasta que retrata lo maternofilial. No entiendes qué ha ocurrido, pero de seguido ves un lavabo con sangre, agua corriendo, una manos frotando y… una copa menstrual: una escena más de la vida, podría decirse. Sin embargo, esta banalidad, esta insistencia en lo cotidiano, no es más que una pose, un guiño al espectador que busca la complicidad en lo supuestamente transgresor. ¿Qué hay detrás de esta escena? ¿Una denuncia social? ¿Una exploración psicológica? ¿Un potente giro de guión? Nada. Solo la vana pretensión de mostrar lo más íntimo, lo más real, sin arriesgar nada, sin ofrecer una mirada profunda ni comprometida.
Y es que una parte del cine español contemporáneo parece haberse rendido a una forma de costumbrismo apático, una suerte de voyeurismo doméstico que disfraza de sensibilidad lo que no es más que una ausencia de ideas. En películas como Los pequeños amores, Alcarrás (Carla Simón, 2022), Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022), Ane (David Pérez Sañudo, 2020) o Josefina (Javier Marco, 2021), se ha instalado una tendencia que eleva la cotidianidad a una categoría casi sagrada, como si las simples rutinas de los personajes tuvieran un valor intrínseco por el hecho de ser filmadas. Pero la verdad es que detrás de ese preciosismo en apariencia honesto, lo que encontramos es una fórmula cómoda que se repite sin cesar, una renuncia a la audacia creativa en favor de un realismo sin ambición. A la nada una vez más.
Hubo un tiempo en que el cine de lo cotidiano tenía un propósito claro: visibilizar lo que se solía ignorar, mostrar las vidas de aquellos que no cabían en las narrativas heroicas o excepcionales. Cineastas como Chantal Akerman o Tsai Ming-Liang utilizaron la cotidianeidad no como un fin en sí mismo, sino como una herramienta para hablar de temas universales como la soledad, el paso del tiempo o la alienación. En sus películas, los gestos simples y las acciones triviales adquirían un peso simbólico que resonaba en la profundidad de sus relatos según estos avanzaban. Lo que diferenciaba a estos cineastas era su capacidad para hacer del silencio y de los tiempos muertos una forma de expresar lo innombrable. Toda una avalancha de pensamientos y emociones concentrada en empanar un filete de pollo o fregar el suelo. La cotidianidad en sus manos no era anodina, sino un vehículo de reflexión crítica.
En cambio, parece que se ha malinterpretado esta lección, convirtiendo la representación de lo cotidiano en una especie de marca autoral que, lejos de profundizar en la realidad, se queda en la superficie. Mientras que Akerman construía un relato de alienación feminista y obrero a través de las tareas domésticas en Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), Cinco lobitos utiliza los quehaceres de la maternidad para generar un simple efecto de reconocimiento en el espectador, sin cuestionar ni complejizar lo que muestra. Esto sin duda puede emocionar, sí, pero no por el relato, sino por lo que en nosotros resuena el mismo. Se nos presenta la vida tal cual es, pero ¿es realmente suficiente mostrar sin más? ¿Dónde está el conflicto? ¿Dónde está la tensión entre lo visible y lo invisible?
El problema de fondo es que la cotidianidad ha pasado de ser un medio a convertirse en un fin en sí mismo, una fórmula que garantiza cierta aceptación crítica y comercial. Esta nueva hornada de cineastas ha encontrado una zona de confort en la que lo pequeño, lo íntimo, se convierte en el centro, y en esa comodidad, han renunciado a la capacidad subversiva del cine. La cuestión aquí no es que el cine de lo cotidiano sea intrínsecamente malo, sino que, en manos de estos directores, se ha vuelto algo predecible y presumiblemente estéril. No se trata de explorar lo trivial, sino de habitarlo sin más, sin esfuerzo, sin ambición más allá de “conectar emocionalmente”, de forzar la proyección de nuestras vivencias sobre la propia película. Porque todos tenemos madre, nos enamoramos, podemos ser tímidos o perder a un ser querido. Porque para verlo basta con existir.
Si observamos películas como Alcarrás, que ha cosechado tanto aplausos como premios, podemos identificar claramente esta tendencia. Carla Simón dirige su mirada hacia una familia rural que lucha por mantener sus tierras agrícolas. Un tema potente, sin duda, pero que en la película se reduce a una sucesión de momentos cotidianos que, lejos de generar tensión o profundidad, se quedan en la mera observación. La belleza de la naturaleza, las conversaciones triviales, las pequeñas luchas del día a día… Todo se nos presenta con una sensibilidad tan calculada que resulta sospechosamente vacía. Y este es precisamente el problema: el cine de Simón y de tantos otros parece haber adoptado una forma de preciosismo emocional que, aunque pretende ser realista, se percibe como artificial. Hay un chirrido sordo.
En este sentido, la comparación con directores como Jaime Rosales resulta inevitable. Aunque Rosales también explora lo cotidiano y lo íntimo, lo hace desde una perspectiva mucho más arriesgada y exigente. Sus películas no buscan la complacencia del espectador, sino que lo desafían constantemente. En La soledad (2007), por ejemplo, Rosales utiliza una puesta en escena fragmentada y una narrativa que se resiste a ofrecer respuestas fáciles. Los personajes viven su cotidianidad, sí, pero esa cotidianeidad está atravesada por un constante malestar, por una tensión soterrada que nunca se resuelve del todo. En Rosales, lo cotidiano es una trampa, un espacio de incomodidad; en Simón y en otros cineastas contemporáneos, lo cotidiano es simplemente un lugar común.
El agotamiento del cine de lo cotidiano no es solo una cuestión temática, sino también formal. Mientras que Akerman o Tsai Ming-Liang lograban hacer de la quietud y del tiempo muerto una herramienta estilística de gran potencia, el cine español contemporáneo se limita a imitar superficialmente estas estéticas sin comprender lo que las hacía realmente efectivas. La fotografía preciosista, la cámara que se demora en los rostros o en los paisajes, los silencios que parecen cargados de significado… Todo ello apunta a una supuesta profundidad que se traiciona rápidamente a sí misma. Los encuadres están obscenamente preparados para cuadrar al personaje que entra, la edición siempre satisface la curiosidad del espectador, los personajes no tienen aristas extraños, no descolocan, no hay sorpresas.
En Cinco lobitos, la historia de una joven madre que vuelve a casa de sus padres tras el nacimiento de su hija, asistimos a una serie de escenas íntimas y minimalistas que, aunque bien rodadas, aportan pocas novedades desde el punto de vista narrativo y estético. Es un cine que juega a ser «de autor», pero que carece del riesgo y la ambición de sus referentes. En lugar de desafiar las convenciones formales, las abraza con una torpeza casi ingenua. Y así, lo que podría haber sido una exploración profunda de la maternidad y las relaciones familiares se convierte en una sucesión de escenas que no logran resonar más allá de lo inmediato. Porque ¿quién se acuerda de una escena memorable, de un rebozado de pollo?
Parte del cine español contemporáneo, en su obsesión por lo cotidiano, ha perdido de vista lo que realmente puede hacer grande a una película: su capacidad para trascender la realidad, para ofrecernos una mirada nueva y crítica sobre lo que creemos conocer. Mientras que el cine de Berlanga o Almodóvar encontraba en lo grotesco y lo excéntrico una forma de hablar de la realidad española con mordacidad e ironía, el cine de lo cotidiano actual se conforma con mostrarnos lo que ya sabemos, sin cuestionarlo ni subvertirlo.
Es necesario que el cine español recupere la ambición y el riesgo. Que deje de lado la complacencia y la comodidad y se atreva a explorar nuevas formas y nuevos relatos. Porque si el cine se limita a reproducir lo cotidiano sin más, corre el riesgo de volverse irrelevante. Como espectadores, no necesitamos más películas sobre la vida diaria de personajes anodinos. Lo que necesitamos es cine que nos desafíe, que nos incomode, que nos ofrezca algo más que la simple representación de lo que ya vemos todos los días.