ALCARRÀS
El desarraigo de lo propio
Los cuatro primeros planos de Alcarràs (2022) son postales en movimiento con las que Carla Simón introduce el espacio al espectador. El marrón de las dunas y el azul deslavado del cielo contrastan con ese intenso verde oscuro propio de los melocotoneros. El rumor seco de las hojas movidas por el viento caliente del verano, en esta rápida sucesión de imágenes, es el presagio de una película frenética. Alcarràs pone su foco en el trajinar de los miembros de la familia Solé, enfrascados en plena temporada de recogida. A las prisas que ello conlleva, por la naturaleza caduca de la fruta, se le suma un ultimátum dado por el dueño de las tierras, quien busca deshacerse de los árboles y llenar el terreno de placas solares.
La actividad incansable de los personajes queda resaltada por el ancho del cuadro que, acotado en ocasiones por dos largas hileras de árboles, alberga en su seno una actividad incansable. Su gran profundidad de campo pone en escena las dinámicas naturales en contraposición a las humanas, creando de forma constante diferentes texturas y sonidos. La visión del campo vivo se enfrenta a la concepción burguesa y cosmopolita de lo rural como lugar bucólico: en Alcarràs se evitan los grandes planos sublimes de la naturaleza y los tiempos dilatados, pues Simón apuesta por ser fiel a la dura realidad de los payeses. Las imágenes nacen para mostrar el mundo que estos ven, y también cómo lo miran; la unicidad del punto de vista en su anterior película, Verano 1993 (2017), deja paso aquí a un compendio de miradas. Las diferentes formas de concebir la realidad revelan ciertas estructuras familiares hegemónicas: la terquedad del pater familias, la rebeldía y responsabilidad de los adolescentes, la sabiduría del anciano, entre otras.
Lo bello en el film, sin embargo, es cómo estos arquetipos funcionan solamente como una estructura que da punto de partida al andar de los personajes, pero que va desmoronándose conforme se tienen que enfrentar a algo más grande que ellos mismos. El trabajo con actores no profesionales llena la pantalla de unos rostros curtidos por la vida en el campo, en el caso de los más mayores, o la libertad del juego casi sin barreras de los pequeños. Su profunda experiencia vital emana de forma sutil en sus actuaciones; parten de dicho arquetipo para acabar negándolo.
En Alcarràs se trasciende el mero drama familiar para dar paso a un diálogo entre ese microcosmos y el macrocosmos contextual dado por la terrible situación que viven los agricultores. La penuria económica y el abandono de las tierras preludian algo mucho más importante: la desaparición de las tradiciones y, por ende, de la identidad cultural. El desarraigo a todos los niveles.
Alcarràs enseña que, ante el arrebato de lo propio, hay que mantenerse unidos. Carla Simón elige una cançó de pandero que suele cantar Rogelio, el miembro más anciano: es una expresión musical propia de los labradores de ciertas zonas de Lleida, usada aquí como nexo intergeneracional que dota de entidad a todo el corpus familiar. En un momento muy hermoso se invierten los roles e Iris, la pequeña, decide cantársela a él, delante del resto de la familia, quienes alzan sus voces para convertir lo coral en coro. Esta secuencia resuena con una posterior, en la que dos miembros de la familia Solé se unen al resto de agricultores para pelear por unos precios dignos. De nuevo, Alcarrás transita de lo pequeño a lo grande, siendo consciente de que ambas se interrelacionan porque son la misma cosa. Como el ser humano y la tierra que trabaja.
Alcarràs (Carla Simón, España, 2022)
Dirección: Carla Simón /Guión: Carla Simón, Arnau Vilaró /Fotografía: Daniela Cajías /Música: Andrea Koch /Intérpretes: Jordi Pujol Dolcet, Anna Otín, Xenia Roset, Albert Bosch, Ainet Jounou, Josep Abad, Montse Oró, Carles Cabós, Berta Pipó
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