FestivalesSitges 2024

CRÓNICA DEL FESTIVAL DE SITGES 2024

Crónica del Festival de Sitges del 5 al 9 de octubre

Crónica Festival de Sitges 2024. Revista Mutaciones

Comienza en el Casino Prado nuestra andadura por la edición 57 del Festival de cine de Sitges con la que posiblemente fuese la película más esperada de todo el festival: La sustancia de Coralie Fargeat, precedida por su gran acogida en Cannes, donde consiguió el premio al Mejor Guion. La sustancia nos contiene algunas de las escenas más bizarras que un servidor recuerda. No sería atrevido comparar la obra de Fargeat con Titane (2021) de Julia Ducournau: las dos triunfaron en La Croisette, están dirigidas por dos mujeres, francesas, proceden del terror –Ducournau con Crudo (2016), Fargeat con Revenge (2017)-, apuestan por una impronta “videoclipera” libre de ataduras -rayana a lo kitsch– y, por último, promueven un discurso rabiosamente actual sustentado en la crítica hacia el paradigma social patriarcal y la urgente necesidad de una igualdad de género efectiva. Por otra parte, no menos importante, ambas realizadoras representan la tiranía del cuerpo femenino, subyugado por la hegemonía de lo masculino. En Crudo a través de la metáfora caníbal, en Titane en virtud de la simbiosis con el motor -en una reformulación de la nueva carne de Cronenberg– y en Revenge, explotado sexualmente al inicio, puesto al servicio de una vendetta clamorosa.

Ahora, Fargeat moviliza de nuevo lo corpóreo para cautivarnos con un relato sobre la presión de la fama, sobre el despotismo del show business, tan descarnado como deliciosamente perverso. Si se quiere, La sustancia podría ser el equivalente a El crepúsculo de los dioses (1950) en los tiempos de TikTok.  Pero al mismo tiempo, navegando por sus provocadoras imágenes, hallaremos paralelismos con Psicosis (1960), El resplandor (1980) o Carretera perdida (1997), entre otras. Bajo ese disfraz de distracción macarra donde la exhibición de todo lo impúdico coloniza la pantalla, bajo esa apariencia de festín gore que cobija los códigos del body horror, emerge un “todo en uno” de infinitas capas, con varios mensajes clarividentes: una salvaje revisitación del mito de Jekyll y Mr. Hyde o del doppelganger, una lección ejemplar en torno a la sororidad, un airado alegato contra el establishment -con ese inmenso clímax final que estira el chicle hasta el paroxismo por aquello del show must go on-, un thriller autoparódico -que Demi Moore, catalogada como una de las “reinas del bisturí”, se preste a protagonizarla es sintomático de ello- y, para colmo, una triste metáfora sobre la enfermiza sumisión a los cánones de belleza que dicta la sociedad contemporánea. El delirante carrusel engendrado por Coralie Fargeat tiene el potencial de convertirse en un clásico de culto instantáneo.

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Merecidamente, A desert se convirtió en la gran revelación de la sección Noves Visions, que la encumbró como la Mejor Película. Joshua Erkman, realizador de videoclips para el rockero Ty Segall, asaltaba la banca con este turbio -y obligatorio- descenso a los infiernos en la América profunda de la era Trump. . Como un cruce bastardo entre El reportero (1975) de Antonioni, Las colinas tienen ojos (1977) de Wes Craven y Hardcore, un mundo oculto (1979) de Paul Schrader, el filme escarba debajo de la superficie con miras a indagar en el germen del mal en tanto que establece un debate pertinente sobre la manipulación tóxica de las imágenes. El desasosiego, la turbación y el desconcierto se apoderan irremediablemente de uno, como un virus letal, a medida que la cinta bucea en lo pantanoso, en lo más recóndito de la psique humana. Una pedrada en la cabeza, de las que duelen, de las que dejan una cicatriz imborrable.     

No obstante, el Premio a la Mejor Película de la Sección Oficial, , fue a parar a El baño del diablo, dirigida por el tándem formado por Veronika Franz -coguionista junto a Ulrich Seidl de Import/Export (2007), Sparta (2022) o Rimini (2022), entre otras- y Severin Fiala, responsables de esa maravillosa sacudida llamada Buenas noches, mamá (2014), una de las muestras de terror más escalofriantes de la pasada década. Tras un intermezzo algo tibio en su filmografía, La cabaña siniestra (2019), los directores volvían a la carga con una historia inspirada en hechos reales, que acontecieron en Austria en el siglo XVIII, desarrollada en un bucólico pueblo, flanqueado por agrestes bosques, en el que una comunidad rural abraza las tradiciones más férreas, siendo azotados por un fervor religioso inclemente. Agnes, recién casada, se sumerge en una grave depresión de la que le será imposible zafarse, llevándola a tomar medidas drásticas. Así pues, El baño del diablo arremete contra el adoctrinamiento católico de ese período, cuando el suicidio era tabú y acarreaba la más firma condena de la Iglesia. Por consiguiente, la alternativa que adoptaban era cometer un crimen fatal, de esa forma obtenían la confesión, la absolución de los pecados y, en última instancia, la muerte -en una ejecución pública celebrada a modo de catarsis-. Razón por la cual la trama prende la mecha con una escena demoledora: la de una mujer en un acantilado que deja caer al vacío a un bebé recién nacido.

Amparándose en la fuerza expresiva de los paisajes, en la belleza insondable de la naturaleza, la dupla Franz-Fiala imparte una clase magistral de cine cuyo propósito ulterior es hacernos partícipes del desmoronamiento mismo del sentido, de colocarnos en ese fino alambre que separa la cordura de la demencia -cruel y hermoso el momento en el que Agnes utiliza un cordel cosido a su cuello, en un método punitivo autoimpuesto, como anclaje simbólico a la realidad-. El baño del diablo es un arriesgado ejercicio de tensión soterrada in crescendo, con puntuales pinceladas de folk horror, en el que las febriles imágenes deambulan por la pantalla con un hipnotismo feroz. Como aquel que observa ensimismado un cuadro de Renoir o de Edwin Church, como aquel que despierta aturdido del letargo, el film economiza el tempo de la narración y propone un ritmo elegíaco, cercano a la ensoñación, con objeto de trasladar al espectador la pesada carga que soporta Agnes, al destapar con precisión quirúrgica el dilema de la salud mental -tan discutido en la actualidad- y su nexo directo con el constreñimiento religioso.

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Tras A desert y El baño del diablo había que aligerar el ánimo con una ración de comedia negra made in La Mancha. Eso es, grosso modo, lo que promete Enrique Buleo con su ópera prima, Bodegón con fantasmas. Buleo es el cineasta de tres exitosos cortometrajes: Decorosa (2016), El infierno y tal (2019) y Las visitantes (2022), todos ellos baluartes de la comedia castiza. Bodegón con fantasmas es una colección de estampas de la España vaciada, de cinco sketches independientes que dialogan acerca de la aceptación -e implantación en la rutina- de lo paranormal como algo ordinario. Cansados de las tribulaciones de la vida y la muerte -económicas, espirituales, de fe, nupciales-, espectros y humanos coexisten en un pequeño pueblo de Cuenca mientras tratan de atajar sus problemas conjurando, para ello, planes descabellados.

Producida por Juan Cavestany, la película rastrea esa estela del absurdo que, precisamente, ha promulgado el propio Cavestany a lo largo de su trayectoria, pero, también, del costumbrismo patrio, tan inconfundible en Amanece que no es poco (José Luis Cuerda, 1989), o del surrealismo mágico de Destello bravío (Ainhoa Rodríguez, 2021) o Espíritu sagrado (Chema García Ibarra, 2021). El “bodegón” que menciona el título es un lienzo en blanco, el pueblo, sobre el que se despliegan el resto de “fantasmas”, que da lugar a  un retablo coral que ennoblece el paradigma del medio rústico, una película sencilla, simpática, que se ve sin desfallecer. Sin restarle ni un ápice de mérito, el film profesa un humor ácido muy particular con el que, tal vez, no todo el mundo conecte, y adolece  de un ligero desequilibrio entre viñetas, que supone únicamente un mal menor del conjunto.

A different man prometía ser el otro plato fuerte del festival. Aaron Schimberg, quien incomprensiblemente había pasado desapercibido para el público europeo, ha perpetrado un milagro con este macabro cuento, la que es su tercera película después de Go down death (2013) y Chained for life (2018). Schimberg recurre a un portentoso elenco liderado por Adam Pearson, Sebastian Stan, y Renate Reinsve para crear en A different man un pasatiempo descomunal y un jeroglífico metatextual que invoca el teatro de Eugène Ionesco o Samuel Beckett, remite a Charlie Kauffman -expresamente en la cerebral Synecdoche, Nueva York (2008)- o bebe del soap opera más puro de la televisión norteamericana.

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Por otra parte, Bartosz M. Kowalski presentaba en Sitges Night Silence, su quinto largometraje, tras su brutal debut en el Festival de San Sebastián, Playground (Patio de recreo), y una serie de encargos menores para Netflix –Nadie duerme en el bosque esta noche (2020) o El abismo del infierno (2022)-. Night silence es un retrato acerca de la soledad en la vejez y la fragilidad mental que describe el internamiento de Lucjan, un octogenario “expulsado” del nido familiar por su hijo y su nuera, en una lúgubre residencia de ancianos. Allí, es recibido con cariño por sus compañeros y por las enfermeras. Sin embargo, el sótano guarda un terrible secreto con el que Lucjan deberá lidiar para impedir que una hueste de viles criaturas irrumpa en el hospicio. A nivel cromático, Kowalski emplea adecuadamente una escala de grises que acentúa el carácter melancólico del conjunto. A fin de cuentas, Lucjan, interpretado con adorable ternura por Maciej Damiecki, mantiene una pelea con sus demonios internos -el deterioro cognitivo- por un motivo que dignifica su misión: salvar el asilo de las sombras de la depresión y la amnesia -simbolizadas por los temibles monstruos subterráneos-. A excepción de su impecable factura, con énfasis en sus deslumbrantes efectos especiales, el problema fundamental de Night silence es que se demora en exceso a la hora de enganchar y cuando lo hace ya no existe consuelo alguno. Una obra un tanto descafeinada que, por desgracia, corre el riesgo de caer en aquello que precisamente denuncia sin disimulo, el olvido categórico.

Buscando otro tipo de estímulos, enfilamos las pronunciadas callejuelas del pueblo hasta llegar al Centre Cultural Escorxador para la proyección de The last sacrifice. Dirigida por Rupert Russell, hijo del mítico Ken Russell -autor de clásicos como la irreverente Los demonios (1971), Tommy (1975) o la lisérgica Un viaje alucinante al fondo de la mente (1980)-, este documental británico aborda varios interrogantes acerca del asesinato en 1945 de Charles Walton, vinculado con la práctica de rituales satánicos, en relación al surgimiento del folk-horror en el Reino Unido. Así, intercalando imágenes de archivo, entrevistas a expertos, otros testimonios y fotogramas con ejemplos del folk-horror inglés de la década de los 70 –Cuando las brujas arden (1968), La garra de Satán (1971) o Penda’s Fen (1974) del maestro Alan Clarke-, Russell confecciona un documento vacuo, algo oportunista, que aprovecha el apogeo actual del true crime  y el repunte del folk-horror gracias a títulos como La bruja (Robert Eggers, 2015), Midsommar (Ari Aster, 2019), Lamb (Valdimar Jóhannsson, 2021) o Enys men (Mark Jenkin, 2022).

Aunque cuenta con una premisa atractiva, aunque se abre de modo magistral, la película se ve lastrada rápidamente por la indeterminación; salta de un tema a otro casi aleatoriamente, sin una planificación minuciosa, dejando así muchas cuestiones en el aire. Tal es el desinterés suscitado, que, irremediablemente, uno opta por desembarazarse de la resolución del enigma(s). Lo curioso es que, por extraño que suene, el producto funciona mejor cuando se centra en el análisis fílmico -en particular de El hombre de mimbre (1973) de Robyn Hardy– y enuncia las claves del advenimiento del famoso subgénero que cuando, en un alarde de erigirse en altavoz crítico, alude a la histeria social colectiva fruto del alarmismo infundado diseminado por la prensa de la época.

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Ahondando en los recovecos de la mente y tomando como punto de partida la idea que ya exponía Wojciech Has en El sanatorio de la Clepsidra (1973) -basada a su vez en el libro del escritor y artista Bruno Schulz-, los Hermanos Quay presentaron en la Sección Oficial a concurso Sanatorium under the sign of the Hourglass 19 años después de El afinador de terremotos (2005), el que era su último largometraje hasta la fecha. Conjugando imagen real en blanco y negro -que nos retrotrae al tétrico universo del canadiense Guy Maddin– con animación stop-motion marca de la casa -de la que son claros referentes-, los Quay componen una obra poliédrica sobre el poder de la imaginación. El film relata la historia de Jozef, quien, por medio de un trayecto en tren a través de una Europa en decadencia tras los estragos de la guerra, se dirige a un aislado sanatorio para visitar  a su padre moribundo. Una vez allí, después de un encuentro con el Doctor Gotard, director del centro, Jozef se percata de que la dimensión de la lúgubre institución no se rige por los parámetros de la realidad, sino que, por contra, es imposible cuantificarla de manera tangible.        

Sanatorium under the sign of the Hourglass reivindica los orígenes del séptimo arte, para congregarnos en un marco espacio/temporal concreto que presagia el nacimiento del cinematógrafo -con Méliès a la cabeza-, para situarnos en el punto en el que la fotografía causa fricción y cobra vida. Para ello, los realizadores estadounidenses se valen de los recursos del expresionismo alemán -de Murnau, pero también El gabinete del Doctor Caligari (1920) de Robert Wiene-, del imaginario tenebroso de Phil Tippett -en especial de Mad God (2021)- o del folclore polaco, entre otros. Los Quay siguen demostrando que el camino de la experimentación, lejos de agotarse, plantea nuevas posibilidades en el tratamiento de la imagen -encapsulada en el tiempo, de naturaleza mutante-. Merece ser concebida como una experiencia subyugante -en el sentido más estricto de la palabra- en la que convergen armoniosamente sueño y vigilia o, incluso, si cabe, un laberíntico recorrido que nos impele al simple éxtasis. De ahí que tanto su apartado visual, plagado de secuencias perdurables, como sonoro sean dignos de elogio.

En la recta final del festival, Strange darling de J.T Mollner, flamante vencedora del Gran Premio del Público y de la Mejor Fotografía, supuso una de las sorpresas más llamativas. Al inicio, un intertítulo nos avisa de que el film está rodado íntegramente en 35 mm, una decisión formal que pretende rendir homenaje al aspecto -tanto a nivel estético como en el ratio de 3:2- del thriller clásico. Unos minutos más tarde, tras esta aclaración que nos introduce en la dinámica visual del film, otro subtítulo -que, en paralelo, hace hincapié en el término “thriller”- nos advierte que la estructura del mismo, novelada, se divide en 6 capítulos -aunque pronto se comprobará que los capítulos no se presentan en orden cronológico, de modo que sea el propio espectador el que vaya recomponiendo las piezas de este maquiavélico puzzle-.

Asimismo, es de reseñar que todas las partes están perfectamente engarzadas en el arco temporal de la historia para que la información que nos llegue sea la justa -y, según progresa la historia, tengamos que completar el rompecabezas a partir de los fragmentos-. Para ello, amén de otros recursos, utiliza un atributo característico de las series: cierra cada capítulo con un cliffhanger modélico que, sumado al conjunto global, hace gala de una oportuna economía narrativa. La cinta arranca con una persecución en coche por una comarcal del suroeste americano, con evidentes ecos a Death proof (2007), deudora del popular juego del gato y el ratón, donde el depredador –The Demon-, un criminal despiadado, persigue incansablemente a su presa –The Lady-, una joven rubia severamente afectada por el shock. Lo que sigue es una inteligente deconstrucción del thriller, con incesantes giros de guion, que arroja al espectador hacia un terreno falsario lleno de trampas.

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El principal acierto de Strange darling consiste en que subvierte las expectativas de género en dos direcciones: desde lo puramente cinematográfico al derribar -y cuestionar- las convenciones del thriller -con los modelos arquetípicos del asesino y la víctima- hasta, por añadidura, la dicotomía entre lo masculino y lo femenino, es decir, desmonta los roles de hombres y mujeres -lo que se presume de ellos en la ficción- con arreglo a la caracterización psicológica de los personajes. Asimismo, Strange Darling examina el amor tóxico y las pulsiones sexuales y mortales intrínsecas al ser humano, ya que The Lady proyecta su imagen especular en The Demon, al que ha conocido en un bar. Sin embargo, atendiendo a la escena del motel, cuando ella observa un reflejo maléfico en el rostro de su alter ego o “aparente” alma gemela aflora un instinto homicida incontrolable que deriva en una cacería enfermiza. The Lady siente la constante necesidad de reafirmar su “cruzada” aniquilando a su Yo siniestro, como si la única vía para reprimir sus impulsos fuese la de exponerse directamente a la muerte -su propia réplica en el ojo ajeno-. La guinda del pastel la pone un desenlace soberbio, revelador, quizás algo prolongado, en el que la “Dama eléctrica” -cuyo apodo es un guiño al espíritu iconoclasta y rompedor del Electric ladyland de Jimi Hendrix– agoniza frente a la cámara durante varios minutos -como Mia Goth en el incómodo final de Pearl (2022)- mientras la imagen pasa del color al blanco y negro -cerrando un ciclo-. Un trance angustioso que coincide, a raíz de su muerte, con la interrupción de la película y, por ende, de la ficción.

Divertimento y un toque de distinción autoral es lo que prometía Cuckoo, segundo largo del alemán Tilman Singer, incluido igualmente en la nómina de candidatos al gran premio. Al ecosistema de Singer ya nos habíamos aproximado con su ópera prima, una Luz (2018) que se sentía extremadamente confusa pese a ofrecer algunos hallazgos. Con Cuckoo sigue empeñado en explorar los cauces del terror sobrenatural, en esta ocasión adentrándose en las simas de la evolución y la antropología animal. Como en Luz, un halo de incertidumbre inunda la pantalla desde el segundo uno. Y lo mismo sucede con el estilo retro que le imprime a sus producciones, con tonalidades ocres y sepia, que recalcan con orgullo su condición autoconsciente de serie B. Además, Cuckoo goza de un enorme aliciente, suficiente por sí solo para atraer a hordas enfebrecidas de fanáticos: la presencia de la emblemática Hunter Schafer, en su primer papel protagonista absoluto tras el boom de Euphoria (2019).

En Cuckoo, Gretchen emprende un viaje desde Estados Unidos a los Alpes bávaros junto a su padre, madrastra y hermanastra. Lo que deberían de haber sido unas vacaciones que sirvieran como bálsamo para reparar el fracturado ego de Gretchen después del fallecimiento de su madre, acaban convirtiéndose en una pesadilla desde el instante en que escucha ruidos inquietantes, tiene alucinaciones y es acosada por una mujer con oscuras intenciones. Pronto descubre que el dueño del balneario donde se hospedan, interpretado con sonrojante mesura por Dan StevensThe guest (2014), Colossal (2016), El hombre perfecto (2021) o Abigail (2024)-, ha urdido un plan para preservar una especie modificada genéticamente mitad pájaro mitad humano, que implica misteriosos experimentos que conciernen a su familia. Combinando ingredientes habituales en la ciencia-ficción y el terror, Cuckoo es una cinta relativamente entretenida que, sin embargo, roza involuntariamente la parodia al tomarse demasiado en serio a sí misma.

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Como colofón, nos decantamos por la opción de contemplar en pantalla al carismático Crispin Glover, cuyas intervenciones son cada vez más esporádicas. Su trayectoria se remonta a principios de los años 80, habiendo trabajado bajo el mando de Robert Zemeckis, David Lynch, Oliver Stone, Gus Van Sant, Jim Jarmusch, Milos Forman o Tim Burton. A lo largo de más de cuatro décadas de carrera, nos ha obsequiado con actuaciones estelares, siendo el culmen el remake de Willard (Glen Morgan, 2003), aquella rareza en la que comandaba un ejército de ratas. Por ello, que Glover se comprometiera con Tallulah Hazekamp Schwab, autora de esta Mr. K que nos ocupa, responde más a un favor personal que a un convencimiento pleno sobre lo que se estaba gestando. En ella, un mago en horas bajas, Mr. K, encarnado por Glover, es contratado para dar un espectáculo en una ciudad indeterminada. A tal efecto, decide reservar una noche en una pensión roída de la que, a la mañana siguiente, no puede escapar. De aquí en adelante, en una suerte de gincana demencial que le obliga a investigar por todo el recinto, su único cometido será salir ileso del hotel.

Mr. K absorbe elementos del surrealismo fantástico -con reminiscencias ostensibles al Delicatessen (1991) de Jean-Pierre Jeunet– y de las distopías desatadas -del tipo High-Rise (2015)- para formular un ensayo sobre la alienación, la apatía, la irracionalidad y el ansia fagocitadora de un planeta, el nuestro, que se nutre de la imbecilidad imperante y lucha por la supervivencia cueste lo que cueste. Si bien al principio apuntaba alto, el film se va diluyendo poco a poco en una amalgama de escenas inconexas, reiterativas y carentes de ritmo. Ni siquiera el auxilio del genial e incombustible Crispin Glover, algo más deslucido que en otras entregas, consigue reflotar este endeble enredo. Solamente la parte final, en la que el personaje de Mr. K penetra en las entrañas de la bestia/edificio para liberarla del sufrimiento, aporta una nota discordante.

Concluía así un Sitges cuya 57ª edición nos ha deparado sustos monumentales y una dosis notable de propuestas a las que habría que tomar en consideración. En líneas generales, la tendencia es positiva y Sitges continúa al alza como demuestran los datos de asistencia proporcionados por el propio portal del festival. Desde el punto de vista cualitativo, ya que cuantitativamente este epígrafe está cubierto debido al más que razonable número de proyecciones. En este sentido, podríamos decir exactamente lo mismo: el certamen sigue apostando por películas solventes -cuyo mayor incentivo radica en el hecho de que muchas de ellas, al competir con antelación en uno de los big three (Berlín, Cannes o Venecia), pasan un filtro de aprobación- que, por lo común, cumplen de sobra con los estándares de calidad. Del mismo modo, por último, es de alabar la voluntad de los organizadores por incorporar iniciativas que no se adscriben necesariamente al fantástico, al terror o a la ciencia ficción como, por ejemplo, A different man o Bodegón con fantasmas.

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