DIAMANTE EN BRUTO
Sueños y frustraciones

Iniciamos con un plano en el que a lo lejos vemos bailar a Liane en la noche y hacer girar su cuerpo alrededor de una barra. Segundos después, mientras viaja en un tren, un adolescente la mira provocativamente haciendo gestos y sonidos de un simio hasta acabar gritándola “puta”. Tal y como nos sugiere Agathe Riedinger, es de esta forma como nuestra protagonista es vista desde fuera por mostrar su pasión por el baile y la importancia de su cuerpo. Así pues, la ópera prima de la directora francesa se fundamenta precisamente en cómo la mirada desde fuera choca fuertemente con la imagen que tenemos de nosotros mismos y en especial con aquella que confeccionamos en esa realidad hermética y paralela que son las redes sociales y la telerrealidad. Estas son el mundo con el que la protagonista de 19 años se obsesiona por lograr la fama, sumergiéndose en un intenso itinerario de sueños y frustraciones. Todo lo que vemos en Diamante en bruto (2024) se construye así sobre la fricción que supone la primera persona y la realidad exterior. Y es precisamente en este aspecto en donde es preciso detenerse a analizar en cómo y desde dónde la puesta en escena habla y significa.
Caminamos con Liane en todo momento, siendo testigos de la difícil realidad que la rodea, ya sea por el piso que su madre no puede pagar o el comportamiento machista que los adolescentes de su barrio mantienen hacia ella. Este entorno hostil, al que Liane contesta con fuerza, es eclipsado cuando la joven queda prendada por los cuerpos que bailan y se mueven entre los neones en una discoteca. La visceral y contundente cámara de Riedinger encuentra aquí, en el artificio de las luces brillantes y de los colores saturados, un momento con el que insuflar las aspiraciones e ideales a su personaje. Si bien entonces Diamante en bruto (2024), en esa idea de escapar de la realidad por medio del encuentro con la emoción y la belleza se acercaría a cierta fórmula del realismo poético, la verdadera cuestión a tener en cuenta es hasta qué punto esta operación desenfoca la distancia crítica y termina siendo un alimentar exclusivamente la imagen de uno mismo en detrimento de la realidad de las cosas que nos rodean. Dicho de otra forma, cómo no caer en la paradoja de dejarse embaucar por la apariencia estética con la que todo ese mundo de las redes sociales y de la telerrealidad nos acaba haciendo prisioneros.

La construcción de la narración pasa entonces por el estrecho vínculo que se crea entre Liane y la cámara de Riedinger evidenciado en el casting del reality show, cuando la mirada y las poses de la joven depositan su confianza ante el encuadre. Así, a lo largo del filme la cámara al hombro se concentra constantemente en rodar a nuestra influencer desde tan cerca que parece empaparse de su carácter violento y contundente. Del mismo modo, igual que ella se maquilla o coloca pequeños diamantes para decorar sus tacones, la imagen cinematográfica también es tratada para conseguir un “look” con grano fotoquímico y colores saturados. Como esos espejos en los que la joven se mira y se recrea constantemente, la cámara es un reflejo más en una relación de pantalla 1:1´37 —precisamente aquella concebida para la composición antropomórfica; un ideal de perfección también expuesto en esas esculturas clásicas con las que se compara el cuerpo de Liane o en el pañuelo de dibujos renacentistas que viste—.
Todo este mundo de belleza ideal que eleva a Liane asemejándola con la figura de una virgen impedida de cualquier entrega al contacto o placer, hace que la ficción la mantenga aislada del resto de personajes sin poder compartir con ellos el mismo encuadre, pues aquello que ella ve como arte para el resto del elenco es una manera indigna de ganarse la vida. Como cuando Dino se ensucia mientras trabaja reparando una moto o con las continuas discusiones que mantiene con su madre y sus amigas, esta constante diferenciación entre Liane y su entorno supone una soledad y ansiedad que desemboca consecuentemente en una obsesión del personaje por su cuerpo, el bótox y la cosmética como ingredientes que engordan su ansiado sueño y calman sus inseguridades.

Hasta aquí Riedinger nos mantiene de forma vacilante en medio del enfermizo dilema que suponen las ambiciones y frustraciones que presenta nuestra sociedad hoy en día cuando nos encerramos en la imagen del “yo”. Es, casualmente, después de una de las escenas más duras en donde Liane baila para unos hombres que le ofrecen dinero y le desvisten mientras ella continúa ingenuamente en su burbuja, cuando las dudas sobre la mirada Riedinger comienzan a resolverse. Después del mencionado momento, la protagonista huye sollozando hasta ser salvada por la ficción, cuando una voz le comunica por llamada que ha sido la elegida para el programa de telerrealidad. Entonces, el viacrucis vivido, el dejar atrás sus amistades, el sacrificar un posible amor, todo parece haber valido la pena por la fe mantenida en su deseoso sueño. En el último plano vemos a Liane en las nubes y un haz de luz entra por la ventanilla del avión coronando el encuadre y tiñendo los cielos de un nuevo amanecer, abrazando así con aires de fuerte paternalismo a un acurrucado personaje que cierra los ojos quedando atrapado en su ingenua mentira. “Vendería mi alma por la belleza” llega a decir en un momento Liane, lo que hace que nos preguntemos hasta qué punto Agathe Riedinger no hace lo mismo con su personaje al condenarle en el refugio de las apariencias en beneficio de un distinguido ejercicio de estilo. Queda en nosotros esa película soñada que podría haber sido y la frustración por las decisiones adoptadas, porque no es oro todo lo que reluce.
Diamante en bruto (Diamant Brut, Francia, 2024)
Directora: Agathe Riedinger / Guion: Agathe Riedinger / Director de fotografía: Noé Bach / Montaje: Lila Desiles / Música: Audrey Ismael / Productoras: Silex Films, France 2 Cinéma, Germaine Films / Reparto: Malou Khebizi, Idir Azougli, Andréa Bescond, Ashley Romano, Alexis Manenti, Kilia Fernane, Léa Gorla, Alexandra Noisier
