PINOCHO
Pinocho en el espejo
Resulta cómodo despreciar Pinocho (Robert Zemeckis, 2022) por lo que tiene de producto hecho a medida de las necesidades crematísticas de su mayor beneficiario, la corporación Walt Disney Company en alianza con las también productoras del filme Depth of Field Studios e Imagemovers. Pero, siendo todo eso cierto, esa es solo una de las facetas de una película que se debate entre el mimetismo respecto a su hoy celebrado modelo, el canónico y segundo largometraje animado impulsado por la hoy todopoderosa Disney, Pinocho (Norman Ferguson, T. Hee, Wilfred Jackson, Jack Kinney, Hamilton Luske, Bill Roberts y Ben Sharpsteen, 1940), y una voluntad de actualización capaz de reformular soterradamente su condición de cuento moral en una fábula sobre la identidad humana y sus límites.
Con todo, que nadie se llame al engaño: poco importa que el filme de Zemeckis se plantee, de forma oficial, como un remake de su predecesor y, también, en la base literaria de aquella: los relatos escritos por Carlo Collodi, antitéticos a la versión Disney en su concepción de la infancia, que fueron compilados y publicados por primera vez en 1883 bajo el título de Las aventuras de Pinocho. A los pocos minutos de metraje resulta imposible no contemplar este Pinocho como una reconstrucción infográfica y espectacular del original cinematográfico (y no del literario), capaz de dotar al filme de una planificación ampulosa, por repleta de planos secuencia e imposibles movimientos de cámara, una lujosa fotografía, cortesía de Don Burgess, y una banda sonora -firmada por el cómplice habitual de Zemeckis en estas lides, Alan Silvestri– destinada a insuflar épica a los momentos más memorables de aquella primera película.
Pero todos estos elementos no son los únicos resortes destinados a despertar y rentabilizar la nostalgia, convertida en el precario motor emocional del filme. El icónico aspecto de Pinocho (aquí doblado por Benjamin Evan Ainsworth), el del zorro John (Keegan Michael-Key) o de Stromboli (Guiseppe Battista), entre otros tantos, retrotraen indefectiblemente al filme de 1940, convertido en un modelo del que Zemeckis se sabe deudor hasta la dependencia más absoluta, pese a algunos pasajes protagonizados por personajes también ausentes en el filme canónico, tales como la gaviota Sofía (personaje doblado por Lorraine Bracco y con diferencia el más accesorio de toda la película) o la marionetista ventrílocua (¿o no?) Fabianna (Kyanne Lamaya) y su títere Sabina (a quien da voz Jaquita Ta’le). Solo en determinados momentos, marcados por un feérico sentido del barroquismo, como la pantagruélica llegada de Pinocho a la Isla del Placer, la película logra alzar el vuelo por encima de una constante sensación de déjà vu tan familiar, y a la vez, tan realista en la reescritura digital de su modelo en dibujos animados, que acaba por resultar siniestra. Pero, sin embargo, y siendo mucho, eso no es todo.
Este elevadísimo grado de autoconciencia corroe la película de cabo a rabo, desvelando que más que un remake, este Pinocho acaba funcionando como una especie de selfi del original: una reconstrucción de un filme cuyo sentido de la sorpresa y la maravilla se diría que Zemeckis asume como imposible de igualar, quedándose en un proceso de reconocimiento vaciado de verdadera emoción. La cuestión, que no es menor en términos dramáticos y convierte muchas de sus escenas en puro trámite, genera en todo caso un inesperado rédito al establecer que todo en la película parece, como de hecho es, la representación de una película animada con números musicales que se ha visto reconvertida en una obra de teatro musical hecha mediante animación digital. Una obra que, desde la interpretación de sus intérpretes (sobreactuadísimos) hasta la frialdad de su puesta en escena, aparece marcada por la distancia.
Muchos elementos se suman en esa misma dirección. Como parte de la narración, Pinocho hace uso y abuso de guiños, no ya al filme original sino al legado cinematográfico de la factoría responsable y sus tentáculos –Toy Story (John Lassetter, 1995) incluido- o a la propia filmografía de Zemeckis a través de la genial ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) en un desarmante momento protagonizado por un arsenal de relojes de cuco; así como referencias a tendencias, profesiones, sensibilidades o ingenios tecnológicos de ecos steampunk completamente anacrónicos respecto a la Italia del siglo XIX en imagen digital en la que transcurre la película. Lejos de funcionar como chistes cómplices para una generación de espectadores supuestamente más resabiados que los de 1940, la acumulación de estas interrupciones de la lógica interna del relato acaba por dinamitar la suspensión de incredulidad del espectador. Más aún, y de un modo extradiegético, el filme se concibe intermitentemente como una narración -hecha en off y desde un momento futuro, por Pepito Grillo- cuyos lugares comunes son cuestionados y discutidos, de viva voz, por los personajes que deambulan por ella. Ni siquiera la condición de narrador de Pepito Grillo garantiza la fiabilidad de lo contado, en cuanto esta “conciencia externalizada” en feliz expresión de la gaviota Sofía, no se encuentra presente en gran parte de lo que ocurre en la película. Todo en el Pinocho de 2022, desde lo que en ella se explica hasta, sobre todo, cómo lo hace, parece falso aun siendo más o menos lo mismo que en el Pinocho de 1940.
Sin dejar de ser el talón de Aquiles de una película aparentemente planteada como un gran espectáculo, este grado de falsedad encuentra su justo reflejo en el que parece el verdadero conflicto del Pinocho del año 2022, y que es uno muy diferente al del filme de 1940. Si aquel se construía como un tétrico cuento moral alrededor de un niño de madera que aspira a ser humano a través del descubrimiento de su bondad, la presente película, desprovista de moraleja, se convierte en una luminosa fábula sobre la identidad. El conflicto del filme para con su referente de 1940 se solapa así con el del propio Pinocho, que no en vano aquí se presenta lo suficientemente avispado como para evolucionar moralmente a la rapidez de rayo y sin la necesidad de demasiada asistencia por parte de sus mayores.
A cambio, tanto el hada madrina (Cynthia Erivo), como Pepito Grillo, el zorro John o el propio Pinocho, entre muchos otros, dudan de la existencia del resto de personajes antes de caer en que son tan imposibles como ellos mismos. Y al contrario que en el filme original, el carpintero y relojero Geppetto (Tom Hanks) es un hombre tan bonachón como consciente de su finitud, próximo a la depresión, obsesionado por la pérdida de su hijo del que Pinocho ejerce, sin saberlo, de sustituto, de simulacro viviente, una vez más. Este cambio respecto al original convierte al filme de Zemeckis en una prolongación de otro de los derivados de los Pinocho de Disney y Collodi: Inteligencia Artificial (Steven Spielberg, 2001). No en vano, ambas películas comparten, además del protagonismo de un niño artificial que aspira a ser real o humano, toda una galería de personajes secundarios marcados por la reconstrucción de sus cuerpos a través de elementos no orgánicos, que difuminan (¿o amplían?) las fronteras de la condición humana tan anhelada por Pinocho, que se mezcla con títeres que, como Sabina, viven en la ilusión del muñeco de pino (y quizás también en la realidad) o asnos que reclaman su humanidad robada sin que nadie entienda sus rebuznos.
Visto así, la decisión de que una actriz afroamericana interprete al hada azul o que otra de la misma raza haga las veces de una maestra infantil en la Italia del siglo XIX va un poco más allá de satisfacer las demandas de una mayor presencia del colectivo afroamericano en el cine; se erige como un apunte narrativo sobre la verdadera actualización ejercida por este Pinocho respecto a su modelo. Al contrario de lo ocurrido en el filme de 1940, donde la identidad de Pinocho dependía de una máxima biológica (ser de piel, carne y hueso perecederos como condición indispensable para ser un niño de verdad), ahora la creación de Geppetto es un niño porqué siente que lo es, liberado de las ataduras del juicio, el paso del tiempo o categorías ajenas a su concepción de sí mismo. Un estadio de autoconciencia, casi ensimismado en su grado de pureza, que podría aplicarse a la propia película como espectáculo que se quiere capaz de sentirse real, de emocionar a su público como hizo y hace su modelo precedente. Pero, desgraciadamente, el gélido trabajo de Zemeckis, más astuto e interesante en sus planteamientos de lo que podría parecer en un primer momento, carece de un elemento imprescindible para alcanzar ese objetivo: un corazón. O, al menos, uno que lata a su propio son.
Pinocho (Pinocchio, Estados Unidos, 2022)
Dirección: Robert Zemeckis /Producción: Andrew Milano, Chris Weitz, Robert Zemeckis y Derek Hogue para Depth of Field Studios, Imagemovers y Walt Disney Company /Guion: Robert Zemeckis y Chris Weitz, basado en Pinocho de Norman Ferguson, T. Hee, Wilfred Jackson, Jack Kinney, Hamilton Luske, Bill Roberts y Ben Sharpsteen y Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi /Fotografía: Don Burgess /Montaje: Jesse Goldsmith y Mick Audsley /Música: Alan Silvestri /Reparto: Tom Hanks, Benjamin Evan Ainsworth, Joseph Gordon-Levitt, Cynthia Erivo, Luke Evans, Sheila Atim, Jamie Demetriou, Giuseppe Battiston, Kyanne Lamaya, Lewin Lloyd, Angus Wright.
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