PINOCHO DE GUILLERMO DEL TORO
Prometeos del cine
Los escasos meses de distancia que separan el estreno de Pinocho (Robert Zemeckis, 2022) del de la pletórica Pinocho, de Guillermo del Toro (Guillermo del Toro y Mark Gustafson, 2022) podrían hacer pensar que ninguna de sus productoras, la Walt Disney Company y Netflix, respectivamente, las consideren otra cosa que activos bursátiles estratégicamente situados en el tablero empresarial desde el que estas y otras plataformas de contenidos se disputan la fidelidad y bolsillos de espectadores propios y ajenos.
Es cierto que el galardonado y hoy celebradísimo cineasta mejicano, cuyo marchamo se convierte aquí en descarado anzuelo comercial en detrimento del mucho más inexperto Mark Gustafson, llevaba acariciando la posibilidad de llevar a la pantalla una versión animada de las aventuras del personaje creado desde el año 2008. Por su parte, Mark Gustafson, bregado como cortometrajista y director de la serie en claymotion (o animación en plastilina) Los PJs (1999) para la reputada compañía Will Vinton Studios (hoy Laika), no se sumó al proyecto hasta 2011. Desde entonces y hasta 2018, la producción entró en barrena. Gris Grimly y Matthew Robbins se erigieron como coproductores, en paralelo con sus funciones como diseñador de personaje por parte de Grimly (cuyas ilustraciones para la reedición de Las aventuras de Pinocho en 2002 habían enamorado a Del Toro) y como coguionista en el caso de Robbins. Pero el proyecto alcanzó tales proporciones que su desarrollo financiero se volvió impracticable… hasta que en el 2018 la todopoderosa Netflix entró en juego y, de paso, en liza con el coetáneo Pinocho de Disney, distribuido en exclusiva por Disney+.
Bajo otra perspectiva, el estreno casi simultáneo de ambas películas también ha confirmado la capacidad del Pinocho original de Carlo Collodi para encarnar y anhelar los diferentes ideales de infancia a lo largo del tiempo, nacionalidades y sensibilidades muy distintas desde su primera publicación entre 1881 y 1883. No es necesario enfangarse en comparar los dos Pinochos para destacar que la versión dirigida por Del Toro y Gustafson no tiene prácticamente nada que ver, ni en su fondo ni en su forma, con la versión de Zemeckis ni, en lógica consonancia, con la clásica Pinocho (Norman Ferguson, T. Hee, Wilfred Jackson, Jack Kinney, Hamilton Luske, Bill Roberts y Ben Sharpsteen, 1940) reconstruida por este.
Lo cierto es que en lo que se refiere a adaptar lo escrito por Collodi hace ciento cuarenta años, la infidelidad de adaptación o, lo que es lo mismo, la libertad creativa, es norma: ni el astuto filme de Zemeckis ni su referente de 1940 tenían nada que ver con la asalvajada creación de Collodi, ni lo tuvieron en un momento mucho más temprano con las correrías de ese Pinocho dócil, afincado en Madrid, aventurero, lector y acreedor de un archienemigo (Chapete, el muñeco de trapo), inventado por el autor e ilustrador, Salvador Bartolozzi para la editorial Saturnino Calleja en 1917. En lo que respecta al cine, ni la primera versión italiana, muda, de 1911, ni el Pinocho acreedor de los valores y principios socialistas de Aleksandr Ptushko de 1939 lograron hacer la más mínima sombra a la repercusión del Pinocho animado de Walt Disney, cuya popularidad fue capaz de eclipsar por completo la visión original de Collodi, convirtiéndose en el molde comparativo para toda adaptación posterior. Y, en consonancia, Pinocho sería a partir de entonces un personaje inseparable de una moraleja más o menos dibujada en la historia original pero de un peso narrativo fundamental en la versión Disney: la que reza que para ser un niño de carne y hueso, el muñeco de madera deberá obedecer a quien le quiere bien.
Por el contrario, Gustafson y Del Toro marcan distancias con esta moraleja desde una visión de la infancia y/o la fantasía ya ensayada, desde una perspectiva política, en El laberinto del fauno (2006) y, de forma más lúdica, en Hellboy II (2008). Sin ánimo de desmerecer la eficacia de Gustafson, la película se erige como un combinado del cine pretérito de Del Toro para convertirse en uno de los filmes mejor calibrados de su filmografía. Pinocho, de Guillermo del Toro, aglutina sin ton ni son, gracias a un tono liviano que oculta lo arquetípico de muchas de sus situaciones, géneros ya transitados por el cineasta mejicano, como el cine de horror, el musical, el neorrealismo mágico pasado por el tamiz de algunos cuentos de hadas, sus preocupaciones recurrentes como las relaciones paterno-filiales (no exentas de un cariz crístico, o cuanto menos religioso, que aquí funciona en ambas direcciones), y el enfrentamiento entre la alteridad/la fantasía y el fascismo/la realidad (histórica) que eran parte fundamental de El espinazo del diablo (2001) y la ya mentada El laberinto del fauno.
A hombros de todos estos precedentes históricos y autorales pero sin la aparatosidad de algunas de las últimas propuestas del cineasta mejicano, el elaboradísimo filme de Del Toro y Gustafson arranca con Geppetto (doblado por David Bradley) como centro de gravedad. Ciudadano ejemplar y padre de un niño, Carlo, muerto durante un bombardeo sobre la villa italiana en la que ambos vivían plácidamente, ajenos a los horrores de la Segunda Guerra Mundial, Geppetto se muestra a los pocos minutos de metraje como un hombre roto, aislado de todo y de todos, y entregado al rencor y la bebida hasta que, en una tremebunda noche de tormenta, tala furiosamente el árbol que ha crecido junto a (¿o desde?) el sepulcro de su hijo. Poco antes, ese mismo árbol se ha convertido en el improvisado hogar del narrador de la película, el resabiado grillo Sebastian J. Cricket (espléndidamente doblado por Ewan McGregor) quien contempla espeluznado como el tronco en el que vive desde hace unas pocas horas es reconfigurado en muñeco humanoide e infantil antes de que Geppetto caiga dormido, y que, apiadándose de la tristeza del carpintero, una espectral hada del bosque (Tilda Swinton) decida darle vida de títere. Lleno de vida y en las antípodas de la mansedumbre beata del difunto Carlo, el niño de madera asume su condición de hijo para un espantado Geppetto que lo repudia, convirtiéndolos a ambos en temporales trasuntos del doctor Frankenstein y su criatura en un contexto político y social en el que la obediencia que Geppetto le demanda a Pinocho (Gregory Mann), añorando a Carlo, se ve reflejada por su arbitrariedad en el monstruoso fascismo de Mussolini y la tronada búsqueda de una pureza nacional que se considera perdida.
Un paralelismo afortunado, que apunta sin disimulo a los totalitarismos actuales pasando la demanda responsabilidad de la infancia (representada por Pinocho) a la adultez (encarnada por Geppetto) pero tan grueso en sus formas que acaba siendo un arma de doble filo. Cuando la correlación entre fascismo y obediencia ocupa por completo el centro de la narración dejando de lado el resto de las muchas tramas y personajes que equilibran Pinocho, de Guillermo del Toro, la lógica fabulesca que hasta ese momento convivía sin apenas problemas con la lógica de la realidad gracias a un tono agridulce y ligero, muy beneficiado por la banda sonora de Alexandre Desplat, da paso a una gravedad necesariamente grotesca en su retrato de los efectos del fascismo sobre la infancia y de la industria del espectáculo como propaganda, pero que termina por ser cansina debido a lo obvio de esta moraleja sobre la desobediencia (y, por ende, la alteridad o monstruosidad en sentido estricto) como valor humanista fundamental, que cae paradójicamente en un cierto dogmatismo debido a su falta de desarrollo, y al tiempo que Del Toro y Gustafson le dedican en pantalla a expensas de otros elementos de su florida trama.
Afortunadamente, este bache no logra empañar un conjunto definido por una puesta en escena pletórica, en la que el placer de narrar se demuestra incluso capaz de burlar a la muerte (significativamente, una vez más Tilda Swinton) cuya presencia impregna la película de cabo a rabo. Lo que no deja de ser toda una declaración de principios en una película cuyas marionetas, exquisitamente diseñadas en todas sus imperfecciones, se atrincheran, como este Pinocho, en su desobediencia hacia uno de los principios insoslayables de la vida (la muerte) para a través de la voluntad de Del Toro y, con todas las de la ley, Gustafson y sus colaboradores, poder bailar, reír, sufrir, luchar, morir, pensar y emocionar. En una palabra: para poder vivir en sus propios e inhumanos términos ¿y acaso no es esa la esencia de la animación? Lo es, al menos, en Pinocho, de Guillermo del Toro.
Pinocho de Guillermo del Toro (Guillermo del Toro’s Pinocchio, Estados Unidos, Méjico y Francia, 2022)
Dirección: Guillermo del Toro y Mark Gustafson /Producción: Guillermo del Toro, Lisa Henson, Gary Ungar, Alexander Bulkley y Corey Campodonico, para Netflix Animation The Jim Henson Company, Pathé, ShadowMachine, Double Dare You! Y Productions Necropia Entertainment /Guion: Guillermo del Toro y Patrick McHale, inspirado en Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi /Fotografía: Frank Passingham /Música: Alexandre Desplat /Montaje: Ken Schretzman /Reparto: Gregory Mann, Ewan McGregor, David Bradley, Christoph Waltz, Tilda Swinton, Cate Blanchett, Flinn Wolfhatrd, Ron Perlman.
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