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SOBRE EL MUSICAL CONTEMPORÁNEO

Un recorrido histórico-crítico

Cuando llegaron los años sesenta y arrasaron con el clasicismo cinematográfico en lo formal y en las temáticas, el musical, como género, se vio también bandeado por ese período de la historiografía que se conoce como modernidad. Rotos los moldes del musical clásico la fórmula se expandió dando lugar a hibridaciones que, si bien tomaron el nombre de “musical”, poco o nada tenían que ver con el esquema narrativo en la que la música y las canciones alimentan la estructura formal del género y aportan contenido argumental.

El terremoto histórico, político y cultural que se produjo en la década de los sesenta vendría a cuestionar prácticamente todo un conjunto de ideas que habían conformado una estructura que nació en la era post-industrial y que, casi durante un siglo, fue el entramado que sujetó, con más o menos firmeza, a occidente. En el terreno cultural, tras el escarceo de las vanguardias al iniciarse el siglo XX, el golpe de la primera guerra mundial habría de colocar de nuevo las cosas en su sitio, como cuando a los pintores no se les ocurría emborronar lienzos con extravagancias ni a los poetas escribir con líneas descolocadas cosas que nadie entendía: los sueños de los artistas despertaron con las primeras ráfagas de las ametralladoras. El recién nacido cine tuvo tiempo suficiente para recomponerse muy rápidamente: era un arte joven que día a día ganaba en popularidad; una fuerte musculatura para resistir el embate de un cataclismo mundial. Tan fuerte que fue capaz de soportar otro veinte años después.

El cantor de jazz. Revista Mutaciones

El musical, que precisamente había nacido casi al mismo tiempo que la incorporación del sonido al cine (El cantor de jazz [Alan Crosland, 1927] no deja de ser un protomusical), empezó a ganar fuerza cuando la sociedad necesitó un refugio para su fantasía cuando los tiempos eran duros: crack de la bolsa de Nueva York de 1928, auge de los fascismos, crisis económica… La industria del cine norteamericana despunta y la inversión de productores y magnates va creciendo exponencialmente. Es la época de las vampiresas, las calles cuarenta y dos,… un terreno abonado para el surgimiento de cineastas como Busby Berkeley, Leo McCarey, Mervin LeRoy… y para que el género ganase fuerza y popularidad; todos querían aprovecharse de la incorporación del sonido a la banda del celuloide y ya casi no hubo película que no incluyese un número musical (piénsese en las películas de los hermanos Marx) o una canción en su argumento. Nace en 1934 la categoría, dentro de los premios de la Academia Cinematográfica, del Oscar a la mejor canción cuyo primer galardón recayó en el compositor Con Conrad y en el letrista Herb Magidson, autores de The Contiental, el espectacular número de La alegre divorciada (Mark Sandrich, 1934).

La segunda guerra mundial pasó su brazo de realidad por encima de la mesa y tiró al suelo todo lo que se consideraba innecesario: las fantasías caleidoscópicas de Berkeley, los espejados suelos para las chapas de los zapatos de Fred Astaire, los sombreros de copa, los decorados sin techos… Terminada la contienda, el renacimiento del género alcanzó su época gloriosa. En los años cincuenta se instalan definitivamente sus claves narrativas, separándose del de los años treinta por la incorporación del color y por la invención del formato panorámico para combatir la primera batalla de la domesticidad: la aparición de la televisión. En la época de los grandes estudios hay uno que destaca por su dedicación al género: Metro Goldwyn Mayer. De su factoría surgen títulos como Un americano en París (Vincente Minnelli, 1951), Cantando bajo la lluvia (Gene Kelly, Stanley Donen, 1952),  Siete novias para siete hermanos (Stanley Donen, 1954), Brigadoon (Vincente Minnelli, 1954), Siempre hace buen tiempo (Gene Kelly, Stanley Donen, 1955) o Gigi (Vincente Minnelli, 1958). Un reinado que se prolongaría durante más de una década, hasta que llegaron los años sesenta.

West Side Story (1961). Revista Mutaciones

Esa especie de “limpieza general de la casa” que fue la cultura de los sesenta, derribaría el concepto del musical perfectamente fotografiado, cantado y bailado, y rodado ante decorados suntuosos. Las paredes del estudio se hicieron demasiado estrechas y Robert Wise y Jerome Robbins decidieron sacar el musical a la calle en West Side Story (1961). Las formas cambiaron pero el género se agotaba: cada vez se acudía más a los éxitos de Broadway para proporcionar material a las pantallas, pero las traducciones fílmicas de los escenarios fueron irregulares. Se perdió la uniformidad de los cincuenta. La cultura pop ganaba terreno y el cine estaba buscando un nuevo lenguaje con aires renovados que llegaban principalmente de Francia. La cultura del cine musical fue perdiendo el interés del público en favor de otras novedades que se atrevían a combinar géneros y que derribaban las censuras. Los cineastas de todo el mundo comenzaron a cuestionar las formas canónicas de sus respectivas cinematografías y el musical, un género apegado a tantas convenciones, no fue capaz de resistir el envite de la modernidad, quedándose apartado ante la avalancha de nuevas propuestas y nuevos cineastas. Hasta que llegó Bob Fosse.

Empieza el espectáculo. Revista Mutaciones

Fosse, que ya había hecho una declaración de intenciones en Cabaret (1972) dando un tratamiento cinematográfico al libreto de Broadway dotándolo de una estructura narrativa puramente fílmica, establecería el vademécum de lo que se puede considerar el musical moderno en la visionaria Empieza el espectáculo (All That Jazz, 1979), por medio de tres mecanismos:

  1. Asumiendo las convenciones del género pero revisando sus parámetros fundamentales para darles un nuevo sentido dramático. Coreografías como las de “There’ll be some changes made” o “Everything old is new again” parten de un material previo (canciones preexistentes pero cuyas letras se acomodan al momento dramático propuesto por el guion).
  1. Proponiendo una fragmentación narrativa en la que progresivamente van floreciendo temáticas que se van autoalimentando. Sirva como ejemplo la mencionada secuencia de “There’ll be some changes made” en el que confluyen el número musical dirigido por un estilizado Joe Gideon mientras el Joe Gideon real yace postrado inconsciente en la cama del hospital tras su operación de corazón, todo ello en un mismo set como parte de un sueño o de un delirio del protagonista.
  1. Abordando cuestiones que, en otros tiempos, hubiesen resultado poco adecuadas para ser tratadas en un género aparentemente “ligero” como el musical: el adulterio, la muerte, el sexo, las drogas…

Estas tres estrategias establecerán una serie de líneas de actuación que van a dar una nueva dimensión al género. Así, poco después de la sacudida de Empieza el espectáculo, Herbert Ross dirigirá una película recogiendo el testigo entregado por Fosse: Dinero caído del cielo (Pennies From Heaven, 1981) en la que la excusa del homenaje a los grandes musicales prebélicos y al “film noir” sirve de base para generar un film que comete uno de los grandes pecados para el musical anglosajón: los temas musicales son viejas canciones de los años veinte y treinta en sus versiones originales y los actores se limitan a la técnica del lip-sync (nuestro tristemente habitual y conocido playback) proponiendo así una relectura de esos temas al tiempo que se rendía homenaje a una forma de hacer cine desaparecida, abriendo de esta manera la brecha de la nostalgia que tan buenos réditos generará en el cine de la postmodernidad.

Paralelamente, distintas producciones de Londres y Broadway seguían siendo pasto de los estudios de Hollywood generando productos destinados a un público mayoritario y orillando a compositores y libretistas de cuyas partituras nacían obras más complejas, como en el caso de Stephen Sondheim que vio cómo su fábula gótica Sweeney Todd. The Demon Barber of Fleet Street se convertía en un añadido al muestrario de la imaginería de Tim Burton (Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street, Tim Burton, 2007), o como su complejo y elaborado cuento para adultos Into the Woods se transformaba en un producto Disney (Into the Woods, Rob Marshall, 2014).

Y si hay que dar cuenta de las excepciones que aprovecharon las puertas abiertas por Fosse es necesario mencionar el caso de Bailar en la oscuridad (2000) o cómo Lars Von Trier adapta la fórmula para encajarla en algo parecido al estilo Dogma. Across The Universe (2007) en la que la premiada directora del montaje de El rey león (musical de Broadway) Julie Taymor despliega lo mejor de la obra de The Beatles en una película que agota por exceso la fórmula del musical.  Moulin Rouge! (Baz Luhrmann, 2001) feliz encuentro entre el romanticismo y la nostalgia cuyo planteamiento formal se acerca más a la estética del videoclip que a la del musical.

Al comenzar el siglo XXI, una película musical, basada en un espectáculo de Broadway, pareció reunir el consenso de la crítica y el aplauso del público: Chicago (Rob Marshall, 2002). Adaptando la obra del mismo título (ésa que era la trama principal de, precisamente, All That Jazz) Chicago se desprendía de las aspiraciones de reinventar el cine musical y, de alguna manera, volvía a un planteamiento clásico del género. Y, acogiendo los presupuestos de la narrativa cinematográfica, ofrecía una obra que, adaptando el show, era, al mismo tiempo, distinto a él. Todo lo que Chicago había ofrecido encima de un escenario estaba en la película pero con una entidad propia. Y con unos códigos reconocibles: si Stanley Donen hubiese podido filmar esta película probablemente habría rodado algo muy parecido a lo que hizo Marshall.

Rocketman. Revista Mutaciones

Más recientemente, Rocketman (Dexter Fletcher, 2019) marcó el buen músculo del género para adaptarse o entretejerse con otras opciones. Siendo, en esencia, un biopic, el tratamiento de algunos de los pasajes musicales estaba rodado como para una película musical sin que ninguno de los dos géneros quedase afectado gravemente por la combinación. Más al contrario, la realimentación de ambas propuestas aportaba un plus de originalidad que parecía renovar la etiqueta de “película que cuenta la vida de un famoso músico/grupo” y, de alguna manera, relanzaba las propuestas del cine musical dentro de una industria que constantemente se ve acosada por lenguajes y dinámicas que parecen estar reclamando a voces nuevos planteamientos estéticos (surgidos mayoritariamente del universo de las redes sociales) que, superficialmente, pueden ser brillantes pero que aún está por ver si son capaces de sujetar contenidos artísticos de cierta trascendencia.

Es posible que el musical, como género cinematográfico, tenga unos códigos narrativos tan fuertemente establecidos que no exista esa posible “renovación”. Que el acercamiento a este tipo de cine, como al western, tenga que hacerse según sus propias reglas y que, como el western, no sea un género mayoritario. Sí que se le debe reconocer la generosidad que puede aportar como fórmula cinematográfica para enriquecer o para agrandar propuestas. Pero stricto sensu, y como parece que acaba de reafirmar Steven Spielberg en la contundente propuesta de West Side Story (2021), el musical obedece a unas estructuras que se marcaron en los años treinta del pasado siglo y que han ido transformándose, como en el resto de los géneros, con el inexorable paso del tiempo y las apuestas estéticas de cada época. Es quizás lo que le debemos a artistas tan fundamentales como Bob Fosse, Busby Berkeley, Stanley Donen, Vincente Minnelli, Michael Kidd, Gene Kelly, Jerome Robbins… creadores que cimentaron un lenguaje cinematográfico consolidado y estructurado y cuyas aportaciones no hicieron sino engrandecer una forma de entretenimiento surgida de manera primigenia, como el propio séptimo arte, del mundo de las variedades.

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