DestacadoEditoriales

EDITORIAL: ¿QUÉ PASA CON EL DESEO?

¿Qué pasa con el deseo?

En su novela All Fours, la multifacética Miranda July explora el deseo de una mujer que lo quiere todo y escribe: “¿No lo ves? De Beauvoir estaba equivocada. Puedes no solo desear lo que deseas, puedes tenerlo también” y otro personaje, una amiga de la narradora, responde: “Pero realmente solo quiero desear, ese es el objetivo del deseo”. El deseo se fundamenta en una cualidad aspiracional que nunca debe verse satisfecha. Baudrillard opinaba lo mismo cuando escribía en De la seducción que “El deseo no se sostiene tampoco más que por la carencia”. Si el deseo se hace realidad se desata la inestabilidad, las estructuras sociales sostenidas en la familia nuclear, el matrimonio y el capital se tambalean. La discusión cultural –y cinematográfica– supone que habitamos las imágenes más hipersexualizadas hasta el momento; todo el cine va de sexo, de la sexualidad, sobran escenas sexuales, hay poca ternura, etc. Todas estas discusiones, que resurgen de vez en cuando en redes sociales y en círculos críticos, muy poco tienen que ver con el deseo, cuyo imaginario cinematográfico sigue anclado en un conservadurismo imperante que es incapaz de atreverse a imaginar su propia satisfacción. 

El día 25 de diciembre en Estados Unidos se podían ver, por fin, dos de los estrenos – más esperados– del año que potencialmente reimaginaban viejos hábitos, monstruos y filias. Nosferatu (Robert Eggers, 2024) y Babygirl (Halina Reijn, 2024) prometían ser una actualización de viejos mitos. Ambas películas están protagonizadas por mujeres que desean demasiado: la Ellen interpretada por Lily-Rose Depp y la Romy de Nicole Kidman, que canalizan el foco de la narración a coste de estar estigmatizadas y patologizadas en la pantalla. Las dos son peligros en potencia para su respectivos matrimonios, recién comenzado en Nosferatu y asentado en Babygirl, convirtiéndose en seres monstruosos.

Nosferatu Revista Miutaciones

El cuerpo contorsionado, “histérico”, enfermo, alocado de Ellen mientras es poseída por Nosferatu supone no sólo su propia patologización, sino su señalamiento como ente extraño que debe ser curado. El deseo en ella, el Conde Orlok, es una ocupación, que toma a la fuerza la mente, los deseos y el cuerpo de Ellen, pero también el territorio, Alemania, con su oscuridad, trayendo consigo la peste y la muerte. El deseo es un invasor. A diferencia del Drácula interpretado por Gary Oldman en la película de Francis Ford Coppola, caracterizado por su atractivo y seducción, el Orlok de Eggers solo encarna las posibilidades del placer. Eggers configura su Nosferatu acercándose más al Fausto de Murnau, un ser despreciable, que engaña, manipula y atrapa a sus víctimas. Ocultarlo en las sombras, evitando que su rostro sea del todo visible, es otra forma más de encerrarlo en una otredad malvada y oscura. Robert Eggers, que pone en su película la sexualidad en el centro, es incapaz de imaginar una sexualidad y sensualidad que no lleve consigo no solo monstruosidad, sino el sacrificio como forma de liberación de aquella. En una escena de sexo en la que el monstruo que materializa el deseo devora a Ellen, no se le permite a esta ni siquiera alcanzar su propia monstruosidad; la mata, llevándose con ella, a la luz del día, la posibilidad de cualquier placer.

El personaje de Nicole Kidman, a diferencia del de Depp, no completará un sacrificio, aunque sí es domesticada. Lo hace al incluir una secuencia final en la que su rostro (ahora con los ojos tapados como símbolo de que su marido entiende sus deseos) se intercala con planos de Samuel (Harris Dickson) jugando con el perro que la atacó al inicio de la película. Como el perro afable y juguetón, Romy se rinde ante su propio matrimonio y se conforma ante una sexualidad todavía inexplorada por completo. La diferencia con el deseo monstruoso de Nosferatu es que, en Babygirl, el monstruo comienza a nacer, y habita la película de forma latente, en los márgenes, permitiendo que quizás en un futuro cobre su forma total, que la mujer monstruosa dominada por el deseo no sea achantada y encerrada otra vez en el hogar. No es quizás tampoco casualidad que Mary –novia de la hija de Romy– y Jacob –el marido de Romy interpretado por Antonio Banderas– (con nombres de personajes bíblicos que perdonan y conquistan) sean los que acaban absolviendo a los infieles de sus pecados.

Babygirl Revista Mutaciones

Halina Reijn transita en su película las ambigüedades en torno al placer, las fantasías sexuales y el consentimiento. Lo hace usando el capital y la automatización como forma de enfrentamiento entre pasión y deber. Romy, CEO de una empresa de robotización, es un trasunto fallido de lo que en principio debe ser una mujer, un robot, pues sus fantasías se interponen entre ella y ese objetivo. El sentido de una sexualidad mediada por el capital, los montajes sexuales de ritmo frenético y de temporalidad algo confusa suceden en la oficina, en primeros y cortos planos que fragmentan y aíslan los cuerpos sexuales, aportan cierto automatismo y frialdad a los encuentros. En cambio, cuando Romy y Samuel se ven fuera del espacio de trabajo, las escenas se desarrollan con mayor lentitud, permitiendo que, en planos largos, los personajes se observen el uno al otro. Por ejemplo, aquel desnudo en lo antitético de lo sensual de Romy ante un expectante Samuel, o el baile de este, que resulta más una danza de apareamiento que una forma de seducir. Estos encuentros alejados del capital, en habitaciones de hotel que buscan el descanso, están atravesados por una incomodidad que hace que la sexualidad exhumada por la película sea más orgánica. Al volver al plano final, aquel plano fijo en el rostro de Nicole Kidman cuando Romy vuelve a su matrimonio tras su aventura, vuelve a aislar y fragmentar su deseo.

Nuria Bou escribe que la forma cinematográfica del deseo es el plano-contraplano, porque el deseo está en el márgen de la pantalla, en el espacio invisible que propicia el montaje. Pero el gran problema del cine para expresarlo es que es precisamente incapaz de crear imágenes deseantes sin que estén mediadas por la mirada. Se protege en el plano-ontraplano porque parece que no es posible imaginar el deseo entre los cuerpos sin que exista aquella carencia de tactilidad. En Queer, un ejemplo de cómo el deseo puede alcanzar su potencial cinematográfico, Luca Guadagnino, lo pone en el mismo plano a través de la mano fantasmal y la fusión orgánica. Pese a sus diferencias, Nosferatu y Babygirl siguen ancladas en un imaginario del placer y el sexo basado en su potencialidad. Se sigue esperando así un cine de Hollywood que se aleje de referentes manidos que expulsan el deseo a los márgenes, que lo invisibilizan, y que, en cambio, abrace la cualidad emancipadora del encuentro total entre cuerpos y fantasías; que se permita imaginar un desmantelamiento de las instituciones que obligan al deseo a seguir siendo una carencia, y que ponga en imágenes la bella monstruosidad de querer ser, sentir y poseer absolutamente todo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.