MALA SANGRE
Contra la quietud
En 2012, tras más de una década de inactividad, Leos Carax estrenaba Holy Motors, pieza clave para el entendimiento de la narrativa visual contemporánea. Al revisar la filmografía del director hasta ese momento, no era extraño prever que el medio digital le fuese a brindar todo un nuevo escenario de reflexión en torno a la imagen; algo que por otra parte ya se podía evidenciar en la búsqueda visual de sus películas iniciales. Un espacio de infinitas posibilidades expresivas y plásticas que le permitiese continuar expandiendo las investigaciones formales que ya llevaba desarrollando en sus trabajos con el analógico. Su segunda película, Mala Sangre (1986), es parte de esa primera fase en la que, a los 26 años, el director ya proponía un ideario filosófico y de puesta en escena. Resulta pertinente volver a ella en la actualidad, a raíz de su restauración en 4K, para comprender de manera más precisa la figura de un cineasta ingobernable que, cuarenta años después, continúa sumido en el replanteamiento de nuevas fronteras estéticas (recordemos su recién estreno en Cannes C’est pas Moi). Desde ese estimulante bombardeo de recursos, Carax se centra película tras película en personajes desamparados, huérfanos, que vagan por la ciudad sin hogar; que viven, corren –sobre todo corren- y mueren ahí: en los márgenes, en las afueras.
Mala Sangre nace codificada como un noir clásico en un París distópico donde el STBO (El síndrome de no sé qué, mata a los que hacen el amor sin sentimiento, narra Michel Piccoli) azota las calles. La única solución parece ser una vacuna en manos de una corporación privada, y es Alex (Denis Lavant), por su heredada profesión de trilero, el indicado para robarla. Partiendo de los códigos estéticos del polar más puro, en esa frialdad característica y su exposición austera, Mala Sangre se presenta desde una puesta en escena mutante, que varía según los géneros en los que se sumerge, se anticipa a lo que va a ocurrir en pantalla y se impregna en todo momento de las emociones de sus protagonistas. Así, la exploración nerviosa que imprime Carax en la juventud es plasmada con una cámara que enfoca a todos lados, que observa en los reflejos y descubre en los detalles. El cineasta consigue integrar en la cinta todo tipo de referentes sin hacer que peligre la organicidad del conjunto, encontrando en esas conexiones su propia vía de cuestionamiento de la Historia del Cine. Así, la influencia de Bresson emerge en lo metonímico de su planificación, que llega a necesitar hasta de cinco encuadres para describir un revólver. O la de Godard, cuya huella puede ser la más palpable, al adoptar muchos de sus gestos en ese continuo torrente de imágenes montadas furiosamente, en la poética voz en off o en los jump cuts. Por otro lado, sus esfuerzos por exprimir la fisicidad de sus actores (la suicida escena del paracaídas) aluden al cine de acción y/o a la poética de Buster Keaton. Del mismo modo, su pasión por el cine mudo más primitivo le lleva a suprimir el sonido para una pelea en tono slapstick, cambiar el ratio de fotogramas y su velocidad, o incluso trucar la imagen al más puro estilo Méliès.
Alex corre a toda velocidad por las calles de la ciudad mientras la cámara de Carax lo intenta atrapar desde todos los ángulos posibles. Huye dejando atrás su amor adolescente y su antiguo hogar, hasta que un suave travelling in indica su llegada a un nuevo destino. El local, gobernado por Marc (Michel Piccoli) y Hans (Hans Meyer) se presenta mediante claustrofóbicos planos cerrados y estáticos, en contraposición con los planos abiertos y en movimiento con los que se había introducido a Alex. Carax aligera esta entrada del protagonista a la quietud adulta alargando la duración de los planos en los que este intima con Anna (Julliette Binoche). De esta manera, a través del plano largo y de extensas charlas de tintes rohmerianos, les otorga a los jóvenes una pausa, un espacio en el que conocerse, poder mirarse y finalmente asentarse el uno en el otro. Hay que alimentar los ojos durante el día para poder seguir soñando por las noches, le reconoce Alex a Anna. No hay en estas palabras probablemente más que otro guiño autorreferencial del director, a través de las que se podría alumbrar el resto de su obra.
Lo distópico de las sociedades que despliega el cineasta (ese París desierto que actúa de fondo en la mayoría de sus películas) crea el escenario ideal a partir del cual romper la objetividad y verosimilitud del relato. De esta forma, plantea una completa dislocación de las reglas en esa dicotomía formada por el espacio fílmico/espacio real, para dotar de un expresionismo desenfrenado a las imágenes en pantalla. El director, que ha manifestado desde los inicios de su trayectoria un frontal rechazo a lo impuesto, descubre y abraza en el cine uno de sus potenciales primarios, el de imaginar universos. No es difícil pues al repasar su filmografía, concebirla como un gran universo que se pliega sobre sí mismo, en el que las obras dialogan entre sí, expandiendo sus propios límites. Así, el encuentro de Alex con el nuevo amado de Lise, en un puente y tuerto de un ojo, remite directamente a Los amantes de Pont-Neuf. O quizás la carretera que recorre velozmente Alex con su moto es la misma en la que lo hará más tarde Pierre en Pola X o Henry McHenry en Annette. Esto no deja de recalcar la espina dorsal de sus historias y de su concepción cinematográfica: la idea de la orfandad y lo nómada del propio director y sus protagonistas, la lucha por trascender lo ya alcanzado en busca de algo naciente.
Alex muere en una última escena, en claro homenaje a la muerte de Michel en Al final de la escapada (Jean Luc Godard, 1960) y Anna, de pronto, se lanza a correr por la pista de aterrizaje. Como si Alex al morir, con su amor y sus caricias, no le hubiese contagiado el virus que asola la ciudad; como si lo que le hubiese contagiado en realidad fuesen las ansias de correr, la recuperación de una juventud que le había sido arrebatada demasiado pronto. Como si Alex le hubiese pegado la velocidad, la sonrisa de la velocidad. Y es que efectivamente Anna sonríe al correr, y ahí está Carax, para volver a trazar un vertiginoso travelling lateral, como secuencias antes había hecho con Alex, y conectar así a ambos jóvenes. Conectarlos desde el movimiento, desde la velocidad, “otro movimiento, otro estallido contra la quietud”1[1]. Y Anna extiende los brazos y Carax la contrapica emparentándola con el cielo y borrando del plano a Marc, su pareja de 20 años más que intenta en vano alcanzarla. Y el plano ya no es un travelling lateral, ahora es un travelling out que se aleja de Anna, que respeta su espacio, y que además Carax acelera, para brindarle –comprensivo– más velocidad aún. Gracias a (la muerte de) Alex y al cine, Anna pueda recuperar por fin esa sonrisa y echar a volar lejos, allá donde la paralizante prisión de la adultez no pueda alcanzarla nunca.
[1] Sergi Sánchez, Contra la ley de la gravedad, Caimán Cuadernos de cine, Septiembre
Mala sangre (Mauvais Sang, Francia, 1986)
Dirección y guion: Leos Carax / Producción: Denis Chateau, Alain Dahan, Philippe Diaz / Dirección de fotografía: Jean-Yves Escoffier / Montaje: Nelly Quettier / Música: Benjamin Britten / Reparto: Denis Lavant, Juliette Binoche, Michel Piccoli, Hans Meyer, Julie Delpy