BIKERIDERS. LA LEY DEL ASFALTO
Bajo la misma máscara de siempre
En la primera escena de Bikeriders. La ley del asfalto, la imagen se congela en mitad de una pelea y una voz en off femenina dispara: “No he tenido más que problemas desde que conocí a Benny”. La frase (claro homenaje a Goodfellas (1990) y su “desde que tengo uso de razón siempre quise ser un gángster”) y el arranque desinhibido de la cinta –voz en off, montaje rítmico, rock, movimientos de cámara, ralentís…– remite más al estilo de Martin Scorsese que a la sobriedad habitual de Jeff Nichols; director siempre frío y preciso, adscrito al plano fijo y a cierta distancia con los personajes. Esto, lejos de ser mero exhibicionismo, resulta perfectamente coherente con el estilo de vida -siempre al filo- de los personajes que retrata: una banda de amigos moteros (los Vandals) del Mid west norteamericano durante los años 60-70, que inevitablemente ve su camino desviarse hacia la violencia y el crimen.
La película parte del libro The Bikeriders de Danny Lyon, en el cual entrevista y fotografía a varios de los miembros de la famosa banda Chicago Outlaws Motorcycle Club. El director sigue las mismas directrices estéticas y temáticas de la obra en la que se basa –de corte humanista y amoral– y se sitúa en los tiempos muertos de la banda (hogueras, fiestas, tabernas…), explorando los diferentes vínculos que se generan en este tipo de ambientes tan rebosantes de agresividad y testosterona. Nichols se centra especialmente en el triángulo “amoroso” que se establece entre el joven rebelde Benny (Austin Butler), su mujer Kathy (Jodie Comer) y el jefe y fundador de la banda Johnny (Tom Hardy), el cual admira al joven por su aparente falta de escrúpulos y, tal vez, por su belleza juvenil. El cineasta bucea por los entresijos de este triángulo conformado por principios tradicionales constantemente puestos en duda y tensiones homoeróticas reprimidas, al tiempo que reflexiona sobre el sentimiento de pertenencia (el plano de conjunto como lugar idílico) y la búsqueda de libertad individual. La moto emerge pues como símbolo doble: de esa ansiada libertad, pero también de la muerte. Y esa fina línea que separa ambos estados es por la que cada uno de los miembros de la banda se pasea despreocupado durante toda la cinta. No es casualidad pues, que la muerte de uno de los personajes rompa la película en dos –corte seco mediante-, y la encarrile hacia una segunda hora de mucha más oscuridad que la primera.
En su sexto largometraje, Jeff Nichols continúa (siete años después de su última obra) con su personal análisis de la América profunda y de ciertos valores actualmente en crisis. Así, halla en el mundillo de las bandas de moteros -tan híperestilizado y mitológico- el ejemplo más suculento para sus aspiraciones. Los personajes (igual que la propia película) son plenamente conscientes de la iconografía que arrastran, y perfilan sus personalidades desde las representaciones cinematográficas: Johnny imita a Marlon Brando en Salvaje (László Benedek, 1953), y Benny (no se llega a decir, pero resulta evidente) a James Dean. Ambos, y el resto del grupo, encuentran en esa coraza de masculinidad férrea e impenetrable el mejor disfraz para esconder su “yo” verdadero, repleto de inseguridades y miedos. Masculinidades heredadas durante generaciones (en parte a través de este cine estilizado en el que Nichols se inscribe para asumir todas sus contradicciones) y creadoras de nocivos discursos fuertemente arraigados, que llegan hasta el imaginario femenino, como verbaliza Kathy: “Mi padre siempre me dijo que un hombre de verdad no llora… y yo siempre le creí”. Ahí surge el primer plano (nunca antes tan presente en la filmografía del cineasta) como el arma más precisa para desenmascarar esas corazas y mostrarnos, mediante pequeños gestos, todo aquello que sus personajes tratan de ocultar. La cámara de Nichols y su 2.39 abandonan la línea del horizonte y las carreteras para escrutar los rostros de sus moteros (especialmente el de Johnny) en busca de los resquicios de cualquier sensibilidad que pueda quedar en el fondo de sus almas.
El plano final es el ejemplo perfecto de todo lo que el director pone en juego. Un travelling de acercamiento al rostro de Benny nos permite descubrir (contradiciendo las palabras de su mujer) que el nuevo Benny es solo otra coraza más encima de la coraza anterior, y que ha vuelto a callar dentro de sí todo lo que no puede confesar en alto por los estigmas que él mismo se ha impuesto. El primer plano acaba funcionando por partida doble: desvela lo que los personajes ocultan, y convierte a Bikeriders –escondida también bajo esa capa de estilización- en una cinta profundamente humana, que no juzga a sus personajes, sino que lucha por entenderlos.
Bikeriders. La ley del asfalto (The Bikeriders, EE.UU., 2023)
Dirección: Jeff Nichols / Guion: Jeff Nichols / Productores: Sarah Green Brian, Kavanaugh-Jones, Arnon Milchan / Música: David Wingo / Fotografía: Adam Stone / Montaje: Julie Monroe / Reparto: Jodie Comer, Austin Butler, Tom Hardy, Mike Faist, Boyd Holbrook