EDITORIAL: EN PRIMERA PERSONA
EN PRIMERA PERSONA
Últimamente, siempre que me toca enfrentar la tarea de escribir un texto acerca de una película, me encuentro con un enorme abismo que creo, me es imposible salvar. Me cuesta, se me resiste, me resulta vanidoso y presuntuoso, escribir en primera persona. Como si el valor de mis opiniones pudieran perder peso si al leerlas siento que hayan podido ser emitidas por una versión de mí mismo que no se escuda en la distancia. Me reconforta quizás, pensar que un acercamiento impersonal a mis ideas pueda hacer del ejercicio de la crítica, uno seguro, y difícil de discutir si no hay una voz específica con la que dialogar.
Esto es algo que ha frenado en gran medida el ritmo y el tiempo al que le he dedicado a compartir mis sentimientos por el altavoz que me ha dado este medio. Un miedo que ha ido creciendo poco a poco, entorpeciendo mi línea de pensamiento, o directamente haciendo que me cuestione la validez de mis reflexiones. Y aun siendo consciente de la insignificante huella en el discurso que yo mismo pudiera generar, no puedo zafarme de este miedo y de sus consecuencias. Me siento vulnerable, aunque orgulloso y consecuente en una pequeña parte de mi subconsciente, pero vulnerable al fin y al cabo. Y es una sensación realmente alienante. Una que me ha separado en gran medida de algo que en su momento pudo (y puede) llenarme.
Abordo este texto en primera persona en parte como prueba de fuego para exorcizar estos demonios, y en parte porque la película a la que se lo quería dedicar en primer lugar creo que es una que se presenta a sí misma en una rigurosísima primera persona: Megalópolis (Francis Ford Coppola, 2024), una cinta en la que la presencia de su autor es inequívocamente protagonista. La sobrenatural habilidad de detener el tiempo de Cesar Catilina -el personaje interpretado por Adam Driver que hace las veces de Coppola dentro del filme-, y su naturaleza de ser como arquitecto, como escultor de la ciudad y su ciudadanía, me hizo pensar en todas aquellas impresiones que han ido acumulándose a lo largo del recorrido por festivales de la cinta. Reflexiones acerca de la aparentemente presuntuosa presencia de Coppola en sus personajes, en un protagonista embrujado por su creación y las limitaciones que una cáscara humana puedan tener en su obra y ambición. Opiniones que, a pesar de lo que la propia película pudiera sugerir (una que a juicio propio no podría estar más alejada de un autoretrato sin apenas ego), pintan una imagen de un cineasta aparatoso y endiosado. Opiniones todas ellas esgrimidas, por supuesto, en primera persona.
Con esto no quiero atacar otras líneas de pensamiento o lecturas que se puedan sacar de la película. Aunque una vez más, esta aclaración pueda tratarse de un grito de auxilio de mi subconsciente por estar vertiendo demasiado mis opiniones en este texto totalmente personal, mi intención con esta reflexión es más bien una de envidia. Quisiera poder ser capaz de hacer lo propio. De sentir que mi opinión, por desmesurada o por incendiaria, sea tan parte del texto como mi presencia como autor. Escribiendo estas líneas me doy cuenta de que sin esta presencia (mi presencia), la opinión puede diluirse por completo. Puede dejar de ser mía.
En los contados instantes en los que Driver y Coppola consiguen congelar el tiempo en Megalópolis, sentí un vértigo muy parecido a lo que he podido sentir cuando he encontrado un hilo del que tirar para escribir un texto. La manera en la que Coppola pausa no solo el mundo alrededor del personaje, sino la acción del mismo. El efecto premeditadamente artificial del croma detrás y delante de los protagonistas, que desdibuja su realidad y tunela un camino hacia la idea, hacia la inspiración, me resultó de una virtud preciosa. Y también me hizo sentir algo de celos de su protagonista. De su ingenio para parar o esconder, como tanto quisiera poder hacer un servidor ahora mismo, el tiempo (verbal).
Me cuesta encontrar palabras para acabar este texto. Aun habiendo recibido ayuda de mi editora, de mis compañeras y amigos, incluso con la idea de que un acercamiento así de radical a mi miedo pueda hacerme cambiar de parecer ante la irrealidad de mis miedos. Quisiera poder parar el tiempo justo antes de la caída, del miedo, igual que hace Cesar Catilina en los primeros compases de la película. Pero me doy cuenta de que no es el miedo lo que le permite detener la realidad y encontrar la iluminación en su ciudad (su fututo), sino la pasión, el amor que siente por el medio, por la creación y la transformación. Al fin y al cabo, el futuro nunca llega, si el tiempo no se pone en movimiento.