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EDITORIAL: editorial_termita_2025.avi

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De las consecuencias que han tenido aplicar las lógicas de mercado al consumo cultural en general y cinematográfico en particular, quizás una de las más graves sea la limitación al acceso a las obras y que este sea controlado por una minoría de macrocorporaciones, millonarios o fondos de inversión. Estos, camuflados bajo el nombre de plataformas con nombres fáciles de recordar, operan buscando el rédito económico del tiempo libre de millones de usuarios. Si bien parecía que la era del streaming podía proveer las herramientas necesarias para acabar con dicho control y permitir la libre circulación de las obras, lo cierto es que a día de hoy el consumo es cada vez más restringido y la oferta ha sido exponencialmente mermada por los efectos de la búsqueda de maximización de beneficios a corto plazo. El acceso a las obras se ha convertido en muchos casos en un privilegio sujeto a criterios arbitrarios. Frente a este paradigma, el pirateo no nace solo como una respuesta natural a la mercantilización de las películas, sino como un acto de resistencia cultural que desafía las normas impuestas por el sistema.

Partamos de una tesis conocida y simple que permita alumbrar los argumentos que a continuación se esgrimirán con la intención de provocar en el lector al menos la sombra de la duda: no existe consumo ético bajo el marco del capitalismo. ¿Qué sentido tiene que nos devaneemos los sesos y gastemos todos nuestros recursos materiales e inmateriales en tratar de encontrar lugares accesibles para la cultura cuando hay un ente mucho más poderoso cuya intención es precisamente alejar las obras de la libre circulación? Es una historia que se repite a diario. A la hora de intentar acceder a un contenido en plataformas se puede ver, uno tras otro, cómo el título buscado ha desaparecido de cualquier cauce legal o cómo lo único que queda de él es una copia malograda, en calidad dudosa o en condiciones distintas a las originales. Hito Steyerl analizaba en su lucidísimo En defensa de la imagen pobre cómo la resolución se ha convertido en el elemento jerarquizador de las imágenes en el presente, generando así una suerte de microsociedad de clases en las que productos de un “mayor estatus” son comercializados en entornos de un acceso más exclusivo mientras que copias de una calidad inferior circulan por espacios cuyo acceso es factible para el usuario promedio. Es fácil adivinar qué tipo de productos son los que son sometidos con mayor frecuencia a esta tiranía fetichista de la calidad de imagen, a perpetuar la idea de que el significado del filme no está completo hasta que su visionado no cuente con las máximas cualidades de proyección. Es precisamente desde esta idea por lo que, años ha, cuando el formato doméstico comenzó a implantarse, relegó al cine con menor visión comercial, a menudo fabricado y distribuido en formatos mucho más modestos a un lugar apartado, es decir, condenadas a ser imágenes de segunda. Este mismo aspecto hace necesaria la labor suicida de comunidades e individuos que luchan por poner en circulación películas que de cualquier otra manera resultarían inaccesibles. Sin ir más lejos, gracias a la labor del Palestine Film Index se puede acceder a un enorme catálogo de obras de un enorme valor cinematográfico e historiográfico que permiten entender el cine, y por tanto la vida, del presente, dando voz a cineastas y escritores provenientes de Palestina que encuentran su lugar en los márgenes de la distribución tradicional. De las otras decenas de ejemplos destaca también el proyecto desarrollado por Solidarity Cinema, iniciativa que a través del aporte de los propios usuarios e incluso creadores exhibe un catálogo de obras en el que predomina una visión radical y con una pluralidad que no suele ser común en muchos de los circuitos. A este se puede acceder a través de un Drive compartido desde el que descargar las películas o incluso ‘streamear’ a través de la web Plex.

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Sin embargo, nuevos factores afectan al campo de la distribución y acceso al contenido especialmente online. La rapidez a la hora de crear y consumir y la poca rentabilidad que les supone a los propietarios de las grandes colecciones de películas los títulos que no pertenecen a la actualidad más reciente ha provocado el descuido de los mismos. Así, en el momento que se escribe este editorial es mucho más probable encontrar una copia, ya no solo en mejor resolución, sino con su apariencia y relación de aspecto original en espacios generados por comunidades digitales antes que en los propios canales tradicionales. Servidores y foros nacidos en línea, canales de Telegram, webs de acceso libre o directamente Drives abiertos han visto nacer comunidades de cinéfilos provenientes de todas las latitudes que luchan por preservar desde sus propios discos duros un patrimonio en aras de extinción. Si bien uno de los dilemas que afecta tanto a creadores como productores es la manera de conseguir preservar las obras, con las consecuencias que supone mantener las películas en analógico o los archivos digitales con su correspondiente pérdida (y todo lo que ella ha acarreado), la duda provocada por el sistema hegemónico ha hecho nacer una “contrapreservación” que apuesta de manera natural por la multiplicación de los archivos. Es imposible discernir qué pasará si el día de mañana una de estas empresas quiebra con estas películas, mientras que si cientos de usuarios de diferentes lugares cuentan con sus propias copias de alguna manera la recuperación está asegurada.

En este sentido, la creación de comunidades que permite la piratería y la comunicación digital en general ha venido no tanto a sustituir, pero sí a problematizar los procesos y espacios clásicos de reunión cinematográfica. La institución (ya sean filmotecas, museos, salas alternativas o centros culturales) ha sido uno de los centros en torno a los que han gravitado durante el siglo XX las comunidades ‘cinefilas’, junto a los festivales. No obstante, esto ha propiciado que sea este espacio receptor de un grupo, el que vehicule la experiencia de visionado al programar las obras que consideran oportunas o que se encuentran disponibles dentro de los circuitos legales de distribución. Esta relación vertical, matizable desde luego en muchos casos, se sustituye en las comunidades derivadas de la imagen compartida sin mediación de terceros en una de tipo horizontal, que permite escapar a ciertas limitaciones que tiene la institución por sus propias características. A pesar de la renuncia a la gran pantalla y a la sala oscura colectiva, quizás una de las características fundamentales del intercambio digital de obras en el siglo XXI es la manipulación que el usuario (y la comunidad en este caso) puede ejercer sobre la obra, que es superior a la ya dada en los circuitos tradicionales. Ahondando en un ejemplo concreto, en torno a la proyección de Adiós al lenguaje en el Cine Doré de Filmoteca Española, surgió un debate acerca de las características de exhibición de la misma: la película no se ha podido ver como Godard la concibió (en 3D), más allá de un puñado de salas en Estados Unidos y Europa que pudieron proyectarla tras su estreno en Cannes en 2014. No obstante, tal y como desarrolla Carlos Cruz en Letterboxd, hay una serie de mecanismos que permiten al usuario obtener una experiencia de visionado en 3D en su ordenador, que lejos de compararse con la de Cannes, sí se aproxima a la forma de concebirla de su director.

La paradoja que supone a día de hoy el acceso a las películas, cuando su disponibilidad y su preservación están más al alcance de la mano que nunca y sin embargo el modelo dominante ha optado por restringirlos- solo acaba por confirmar cómo el pirateo nace como agente necesario de reconfiguración cultural. Este no es más que el síntoma de que hay algo que falla en el sistema. La lucha no es solo económica, sino fundamentalmente política. Ante la pregunta sobre lo ético de acceder por otras fuentes a los contenidos, nace una pronta respuesta que es si realmente nos podemos permitir no piratear en un mundo en el que el acceso a la cultura se ve cada vez más amenazado.

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