LOS PECADORES
El umbral y su sujeto
Los pecadores (2025) de Ryan Coogler es una película de vampiros, un musical de jazz, un thriller rural de asedio, un melodrama de época y una pieza de gótico sureño afroamericano que explora el interior negro como espacio disputado, donde refugio y ruina coexisten. La narrativa se construye a partir de esquemas clásicos del terror: un grupo atrapado durante la noche, debates sobre a quién dejar entrar, la amenaza latente de una invasión desde el exterior. Toma prestado de clásicos del género, pero insiste en reanimar estos tropos con una especificidad que sugiere una nueva gramática. Las referencias iniciales a haints y tradiciones africanas apuntan a una base folclórica, pero Coogler se retrae. Los vampiros aquí son los de siempre, regidos por reglas conocidas, despojados de su carga cultural. Si hay una ruptura con la convención del terror, es que Los pecadores no intenta elevar o trascender el género. Lo aborda de frente, y ese compromiso total termina siendo una de sus fortalezas.
Ambientada en el Misisipi de 1927, la historia se articula en torno a un club clandestino donde dos hermanos gemelos, Stack y Smoke, encarnan formas divergentes de subjetividad negra frente a la violencia histórica. Smoke representa una ética de la razón ilustrada, guiada por la templanza, el autocontrol y una voluntad moral inquebrantable. Su rigidez, sin embargo, lo escinde del tejido comunitario, lo margina de lo viviente y lo vuelve casi espectral: su ascetismo, en última instancia, se convierte en su aislamiento. Stack, por el contrario, se alinea con lo carnal, lo afectivo, lo poroso. Su proximidad al cuerpo y a los ritmos del deseo lo ancla a la comunidad, pero también lo expone a la caída, a la tentación, a esa figura del “pecador” que reactiva los fantasmas coloniales de hipersexualización y exceso que pesan sobre el imaginario del sujeto negro. Esta configuración resuena con la ética dramatúrgica de Oscar Micheaux, que disociaba el cuerpo y la mente en sus personajes como campo de batalla de una subjetividad escindida entre la respetabilidad aspiracional y la amenaza constante de degradación simbólica.
Lejos de proponer una síntesis conciliadora, la película exacerba esta dialéctica irresoluble, haciendo de la fractura entre Stack y Smoke no solo un conflicto de personalidades, sino una figuración de la disyuntiva histórica entre estrategias de asimilación y pulsiones de ruptura. Su antagonismo no se resuelve, sino que reverbera como eco contemporáneo del dilema dentro/afuera que ha atravesado la historia del terror racializado: del asedio del hogar negro a manos del supremacismo blanco en El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915) hasta la ejecución del único sobreviviente negro en La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968) En Los pecadores, la pregunta no se limita a quién se le permite entrar, sino que se desplaza hacia una interrogación más radical: ¿qué mundo queda excluido por esa frontera?, ¿y hasta qué punto ese supuesto refugio no ha sido siempre ya un espacio contaminado por la violencia estructural que pretende contener?
Esa lógica espacial, que abarca cabañas, chozas, refugios y clubes clandestinos como campos de batalla entre la contaminación y la comunidad, está en el centro de la política de la película. Los pecadores comprende el significado racializado de los umbrales. Los debates sobre quién puede entrar, quién debe quedarse fuera y qué está en juego en cada elección nunca son meramente procedimentales. Son representaciones de una estructura más amplia de muerte social: un mundo organizado para hacer que la interioridad negra sea insostenible, ya sea violándola desde afuera o pudriéndola desde adentro. Pero, a diferencia de mucho terror contemporáneo que grita sus metáforas desde los tejados, Coogler deja que el género hable por sí mismo. No hay discursos ni revelaciones didácticas. La crítica de la película está incrustada en su arquitectura narrativa.
Si el contenido es denso y conceptualmente fértil, la forma en cambio adolece de una cierta anemia expresiva. Los pecadores ostenta un nivel de producción propio de una superproducción televisiva: iluminación cálida y envolvente, una dirección artística minuciosa, intérpretes reconocidos entregados a sus papeles, pero su formulación visual resulta, en el mejor de los casos, funcional. Las composiciones carecen de tensión interna, el montaje carece de ritmo, y la constante centralidad del encuadre delata una estrategia que responde, con toda probabilidad, a la multiplicidad de formatos de exhibición para los que fue concebida. Filmada pensando en distintas relaciones de aspecto, la imagen queda replegada sobre un centro seguro que neutraliza cualquier impulso de exploración visual. Aun así, este conservadurismo formal no desentona por completo. Hay algo en su contención que parece responder a su compromiso con el género: Los pecadores no pretende ser una reescritura del terror, sino una reiteración, una ocupación deliberada del espacio que le corresponde dentro del archivo. Es una película que busca ser absorbida, repetida y compartida.
El verdadero gesto creativo de Los pecadores no radica en su factura visual sino en la apuesta por un montaje de convenciones que desplaza la fuerza expresiva desde la imagen hacia el archivo genérico. La película no pretende destacar por la precisión compositiva ni por una sofisticación formal evidente, sino por la manera en que reorganiza y entrelaza tropos reconocibles. El asedio nocturno opera como estructura fundamental del terror; el cine negro ambientado en la era de la Prohibición aporta sus códigos de clandestinidad y corrupción moral; el musical espiritual introduce un tono de duelo, trascendencia y comunión colectiva. Ninguno de estos registros es plenamente explorado ni desarrollado con rigor interno, pero esta falta de arraigo no constituye una debilidad, sino el punto de partida para una poética de la colisión y la fricción. La película se configura, por tanto, no como una obra que aspire a la síntesis o a la pureza estilística, sino como un espacio de tránsito entre géneros, una superficie inestable en la que lo significativo no está en la coherencia sino en el roce entre lenguajes.
La atracción no surge de la elegancia con que se despliega cada componente individual, sino de la exuberancia del conjunto, de ese vértigo que emana de la acumulación y de la convivencia de registros en tensión constante.Los pecadores no se empeña en ordenar ni refinar sus materiales, sino que opta por dejarlos vibrar simultáneamente, incluso cuando entran en conflicto. De este modo, la textura narrativa que emerge no busca resolver las contradicciones, sino hacerlas proliferar. En su negativa a elegir, en su voluntad de mantenerse en los márgenes de múltiples gramáticas sin cristalizar en ninguna de ellas, la película encuentra una forma singular de expresividad. No se deja mirar pasivamente, sino que se impone como una superficie viva, insistente, plural. Lo que más perdura es la forma en que Los pecadores presenta la existencia negra como una ocupación permanente, una metáfora de la condición social de la negritud como posvida, posimagen y pospensamiento. Stack y Smoke, de diferentes maneras, tratan de huir, pero ninguno puede realmente irse. La casa, al igual que el encuadre, los contiene. Incluso cuando las paredes caen y los vampiros irrumpen, incluso cuando el enfrentamiento final explota en violencia mítica, todavía estamos atrapados dentro. No hay exterior. Solo diferentes grados de entrada, de compromiso y de supervivencia.
Los pecadores (Sinners , EEUU, 2025)
Director: Ryan Coogler / Guion: Ryan Coogler / Fotografía: Autumn Durald Arkapaw / Montaje: Michael P. Shawver / Producción: Ryan Coogler, Zinzi Coogler, Sev Ohanian, Kenneth Yu / Música: Ludwig Göransson / Reparto: Michael B. Jordan, Miles Caton, Hailee Steinfeld, Jack O’Connell, Wunmi Mosaku, Delroy Lindo, Omar Benson Miller, Jayme Lawson, Li Jun Li
10/10