A DESERT
Riders on the storm
De vez en cuando, por fortuna o casualidad, aparece un nombre en el horizonte cinematográfico decidido a remover, o por lo menos agitar levemente, el atrofiado panorama. Cuando se alinean los astros, surge una voz original que, de repente, rompe con lo establecido y cuestiona los métodos tradicionales en el séptimo arte. Ahí es donde aparece el realizador Joshua Erkman, neófito en la dirección de largometrajes, quien con A desert compone un debut devastador ambientado en lo más insondable del desierto. Tras adentrarse en el terreno de la música -algunos melómanos lo reconocerán como el artífice de algunos videoclips para el rockero Ty Segall o grupos como Fuzz– y del cortometraje -a nivel temático, sobre todo, The sound of blue, green and red (2016) y Hidden mother (2019) están conectadas con la presente película-, donde pudo experimentar con texturas, formas y tonalidades, en ambos casos. Tras estos proyectos, Erkman pensó que la mejor manera de encauzar todas sus brillantes ideas sería a través de una película tremendamente desoladora en la que el desierto de Mojave se erige como el protagonista absoluto, el catalizador que posibilita que la trama entre en combustión. No es de extrañar, por tanto, que lo árido ejerza una fascinación inusitada en la audiencia dado que el propio director, criado en California, lleva manifestando su obsesión por el desierto desde la infancia.
Tampoco es baladí revelar el influjo que la fotografía ha tenido en Joshua Erkman, algo que se refleja directamente en las líneas argumentales del film. Se percibe en cómo Alex Clark, personaje principal de A desert, recorre la zona del Área 51 y busca incansablemente, con su cámara inquieta, esa instantánea que relance su carrera profesional. Para ello, en un recorrido que magnifica la dimensión surreal de la América profunda de la era Trump, Clark visita fábricas abandonadas, parajes industriales, edificios derruidos y cementerios de mascotas, entre otros lugares comunes enraizados en el folclore estadounidense. Su objetivo -y el de su lente- es tratar de capturar el punctum, tal y como acuñó el teórico Roland Barthes, en el rostro de un ranchero, en una esquela mortuoria o en una sala repleta de butacas vacías. Así pues, la estructura de la cinta se divide en dos partes netamente diferenciadas. En el primer segmento, Clark deambula sin rumbo fijo por medio de una travesía introspectiva en coche, con carácter de road movie, hasta el fatídico encuentro con los hermanos Renny y Susie Q -impresionantes Zachary Ray Sherman y Ashley Smith, respectivamente- en un motel de carretera. En el segundo, con aura de neo noir siniestro, la obra profundiza en las indagaciones que llevan a cabo, por separado, un ex policía de dudosa reputación -encarnado sin aspavientos por David Yow– y la esposa del desaparecido -interpretada por Sarah Lind-.
La mencionada influencia del rock y de sus trabajos previos en el campo del cortometraje es decisiva a la hora de conformar el imaginario de A desert. Joshua Erkman confesaba en una entrevista que la escena de la fiesta a tres bandas en la habitación del motel había sido concebida como un videoclip dentro del film. Asimismo, parece sintomático que David Yow -líder y cantante de la banda de post-hardcore The Jesus Lizard– se meta en la piel del investigador Harold Palladino o que Ty Segall conduzca incansablemente de noche en el vídeo promocional de Feel good. Por otro lado, mientras que The sound of blue, green and red, aparte de que también transcurre en una pensión, es una especie de precuela o boceto de lo que luego desarrollará en su ópera prima, Hidden mother habla del poder de la imagen para revelar cosas en apariencia ocultas, casi imperceptibles, de una fuerza maligna devastadora. Si el tejido formal de la trama se fundamenta sobre estos ejes, la narración, en cambio, invoca una serie de referencias cinematográficas, fácilmente identificables, que acaban forjando un universo muy particular, el de esta película-río de infinitas posibilidades.
Durante el primer tramo de la historia, resuenan ecos de El reportero (1975) de Antonioni o Twentynine Palms (2003) de Bruno Dumont -todas acusan evidentes paralelismos con el viaje meditabundo, a la deriva, de Alex Clark-; de Las colinas tienen ojos (1977) de Wes Craven o Giro al infierno (1997) de Oliver Stone -en lo concerniente a las localizaciones, al focalizar el germen del mal en los sitios más recónditos de la nación-; o, por último, de Kalifornia (1993) de Dominic Sena o Hounds of love (2016) de Ben Young -a propósito de catervas de amantes transformados en psicópatas despiadados que van sembrando el caos en la pantalla (y fuera de ella)-. Por contra, del interludio hasta el fatal desenlace, sellada la transición entre ambos episodios por un corte en el montaje bastante abrupto, la película transita por otros derroteros. Aquí, en este punto, dominado por un sólido modelo de investigación, se suceden las reminiscencias a Hardcore, un mundo oculto (1979) de Paul Schrader o A serbian film (2010) de Srjdan Spasojevic -al destapar el submundo de las snuff movies y su conexión con la pornografía-; Too late (2015) de Dennis Hauck -cuando explora el complejo vínculo entre el detective Palladino y Sam, la mujer que contrata sus servicios-; Easy rider (1969) de Dennis Hooper -en su desmitificación del sueño americano-; Blow-Up (1966) de Antonioni -al bucear en los planteamientos metafísicos de la representación-; y, de improviso, Mátalos suavemente (2012) de Andrew Dominik -como metáfora en clave política de nuestros tiempos-.
El propósito de este ejercicio que destila pesimismo de arriba abajo -con una total confrontación al american way of life– es hacer al espectador partícipe de una experiencia subyugante: descifrar el enigma de un puzle en los confines más oscuros de la psique humana. Para ello, este neo-noir de trazo minimalista, connotaciones apocalípticas y configuración clásica propone una revisión simbólica de los mitos y leyendas arraigados en la cultura popular del país. Erkman logra la difícil tarea de constituir un todo unificado, armónico, con entidad propia; no obstante, cuando evoca sin tregua sus múltiples referencias, puede que consiga un efecto adverso al dispersar la atención (y la mente) de ese cinéfilo ávido por tejer concomitancias -de manera directa o tangencial-. Lo mismo se aplica a las secuencias en las que comparece Harold Palladino, quizá presas de cierto esquematismo al rendirse a los clichés asociados a la figura arquetípica del detective -un pasado tortuoso, un intento de enmendar sus errores, la recaída en una espiral de autodestrucción (drogas, alcohol y sexo mediante), y, finalmente, la redención absoluta-. En cuanto la película se despoja de esa dinámica perversa y celebra su condición de vibrante anomalía, lo que discurre frente a la atónita mirada del espectador es una montaña rusa de sensaciones a flor de piel, una sacudida emocional que turba -y enturbia- el alma.
Pero si uno de los pilares teóricos de la cinta descansa sobre la base del postestructuralismo barthesiano, en el que se atestigua que “la Fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”; el otro, que también incide en la relación de la sociedad contemporánea con la imagen, se sustenta en los postulados del cineasta alemán Harun Farocki –Videogramas de una Revolución (1992)-. En Desconfiar de las imágenes, Farocki se interroga acerca de la producción de las imágenes, de los mecanismos empleados para hacerlas circular y de la preocupación por su recepción en el público. Y ahí, en el momento en el que A desert formula un debate certero en torno a la desviación de las imágenes y abraza su estatuto de simulacro, es donde la película despega libremente hasta posicionarse a una distancia más que considerable del canon de thrillers habituales. Prueba de ello es su clímax: Harold y Sam contemplan un carrusel de fotogramas desfilando por la pantalla de proyección en un autocine solitario que muestra todo lo acontecido a lo largo del metraje. Momentos antes, en la escena que la precede, Erkman realiza un ejercicio de concreción máxima cuando Susie Q pone a la venta el aparato técnico fruto de la discordia -la cámara robada a Clark-, reconvertido ahora en una máquina marcada por la fatalidad, en un mercadillo ambulante. Se cierra -y se perpetúa- así un ciclo que dada la naturaleza mutante del artefacto, de aparente neutralidad, puede volver a repetirse y cumplir una función moralmente reprobable dependiendo de quién sea el poseedor -y su uso-. Un broche de oro en sintonía con el resto de la obra que no hace sino consolidar su discurso y ensalzar su carácter original, de rara avis.
A desert (Estados Unidos, 2024)
Dirección: Joshua Erkman / Guión: Bossi Baker, Joshua Erkman / Producción: Hugues Barbier, Sebastien Cruz, Joshua Erkman, Gayle Pillsbury, Star Rosencrans, Justin Timms, Joe Yanick, Rob Zabrecky / Fotografía: Jay Keitel / Montaje: Star Rosencrans / Música: Ty Segall / Interpretación: Kai Lennox, Zachary Ray Sherman, Ashley Smith, Sarah Lind, David Yow, Rob Zabrecky, S.A. Griffin, Bill J. Stevens, Alexandra Ryan, William Bookston, Harmony Sandoval, Anthony Cozzi