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ANON

La memoria externalizada

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En 1994, los profesores Paul Milgram y Fumio Kishino definieron el término Realidad Extendida, o Xtended Reality (XR) como un lugar contenido entre dos polos, el de una realidad presuntamente pura, por ajena a toda manipulación y filtro mediático, y el representado por su opuesto artificial: un entorno total y absolutamente virtual. Un espacio, definido por ambos en su artículo Virtuality Continuum, en cuyos puntos intermedios podríamos encontrar tecnologías capaces de hacer convivir en mayor o menor grado ambas realidades, como puedan ser la Realidad Virtual (VR) o la Realidad Aumentada (RA). Otro término, este último, consistente en la introducción de uno o varios elementos virtuales en un entorno físico real haciéndolos coincidir, por ahora, en una pantalla. Y es que, en Anon (Andrew Niccol, 2018), esta intersección entre realidad y virtualidad ocurre en los ojos de los ciudadanos de una sociedad futura tan brutalmente mercantilizada como al filo del estado policial, con la transparencia y la absoluta (por obligada) falta de privacidad y anonimato ciudadanas como base fundamental. Un lugar en el que el simple acto de mirar implica verse sepultado bajo montañas de anuncios personalizados, y en el que posar la mirada sobre otra persona supone ver su cuerpo rodeado de un enjambre flotante de información con sus datos personales o profesionales. Un mundo en el que, además, todo lo que es mirado queda inevitablemente registrado como un archivo digital de video, cuyo propietario/grabador puede revisar siempre que lo desee o incluso compartirlo con otros ciudadanos, interconectados todos ellos a través de una red perceptiva denominada éter. Pero estas imágenes, que sustituyen la movediza naturaleza de los recuerdos personales por una fría y supuestamente irreductible objetividad, también son utilizadas por la policía, legalmente autorizada a revisar los archivos audiovisuales de cualquier ciudadano. Lo que las convierte en un muy efectivo método disuasorio para preservar el orden y para probar, de forma irrefutable, la autoría de cualquier crimen a partir de las imágenes que de él hayan registrado las víctimas, incluso aunque hayan fallecido.

Un matiz que permite a Niccol, en funciones de director y guionista, hacer de Anon un filme noir en el que la parábola social, disfrazada de distopía y construida sobre problemáticas tan actuales como el deterioro de la privacidad, debido a la conversión de la transparencia en valor absoluto, o la audiovisualización de contenidos como nuevo lenguaje global propagado por la Red, se supedita a una trama más o menos convencional, con el whodunit como motor y claros ecos del cine (y la literatura) negro, impidiendo así que la tesis antiautoritaria del filme haga de éste un mero panfleto. Esta decisión da al filme una apreciable (y muy tardía) continuidad a la fugaz reputación recabada hace décadas por Niccol tras la realización de Gattaca (1997) y el guión de El show de Truman (Peter Weir, 1998) pero también lo retrotrae a muchos de los lugares comunes del género negro, muy especialmente en el retrato de unos personajes que son puro arquetipo y que en manos de otro elenco interpretativo muy bien podrían haber caído directamente en el estereotipo.

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Es el caso de Sal Frieland (Clive Owen), detective que pasa sus días eligiendo como resolver los casos que se le van presentando según su propio código ético, y sus noches ahogando sus penas en alcohol, a modo de martirio por una tragedia personal ocurrida en su vida años atrás y que acabó por romper su matrimonio. Hasta que un día cualquiera, y en una escena de exposición resuelta por Niccol en un brillante plano secuencia, Sal se cruza por la calle con una mujer (Amanda Seyfried) misteriosa, por anónima en un mundo en el que este concepto ha dejado de existir, y que además parece tener la rara (e ilegal) capacidad de borrar cualquier imagen -en este caso, las que dan testimonio de su existencia- de los registros audiovisuales de los demás. Desde ese momento, y empujado por una serie de retorcidos asesinatos, igualmente anónimos, en los que la mirada –lógicamente, siempre registrada desde un punto de vista subjetivo- de las víctimas es pirateada y sustituida por la del asesino mientras los ejecuta, Sal da caza a la mujer, que responde al seudónimo de Anon, haciéndose pasar por un corredor de bolsa que quiere contratarla para borrar de su registro mental una supuesta infidelidad antes de casarse.

Pero la suma de arquetipos, adaptados a un futuro atecnológico en su superficie, no se ciñe a lo argumental, sino que se traslada también a una puesta en escena compuesta por actores y actrices que parecen ralentizados en sus movimientos, tonos grises y ocres como común denominador de un cromatismo visual, cortesía de Amir Mokri, saturado a la baja, una banda sonora firmada por Christophe Beck alérgica a toda emotividad, y una planificación que apuesta tanto por el inmovilismo como por unas tomas de cámara un tanto artificiosas. Elementos todo estos que, combinados, colaboran en generar una atmósfera derrotista y hasta cansada, pero más convincente en la suma de sus partes que en su resultado final. Aunque, y quizás por tratarse de un desarrollo argumental mucho más basado en el diálogo que en la acción física (que en su coherente falta de espectacularidad, se ve relegada a unas pocas escenas desgraciadamente realizadas con bastante torpeza), Anon desprende una agradable falta de aspavientos formales y dramáticos que, sin embargo, no siempre cuaja en la gelidez que se adivina entre sus intenciones, distanciando emocionalmente al espectador del contenido sufrimiento de algunos de sus personajes y mermando el interés dramático que podrían llegar a generar. Lo que no significa que Anon no resulte entretenida en casi todo momento, e interesante por lo que sugiere como retrato de una sociedad superficialmente segura y profundamente totalitaria.

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Los constantes juegos con el punto de vista de los diferentes personajes del filme de Niccol, solapando sus miradas con la del público, apuntan, más allá de su estilizada vistosidad, una primera lectura sobre las diferencias entre la supuesta objetividad de la imagen en movimiento respecto al mucho más movedizo, por subjetivo, recuerdo humano. Un extremo que hace de la privacidad una forma de resistencia tal y como es defendida por Niccol desde su planteamiento escénico, mostrando en un momento del filme a Frieland recordando momentos de su vida cuyos archivos de imagen han sido borrados por Anon, pese a que estos recuerdos nunca se muestran al espectador como sí ocurre una y otra vez con esas imágenes registradas que parecen haber suplantado, sin resistencia visible, la memoria de toda la ciudadanía. Imágenes intercambiables con las del resto del filme que anuncian ya la imposibilidad de imaginar o recordar un mundo que no sea el del presente en Anon, y que, yendo un poco más allá, dan pie a otra posible reflexión. En numerosos momentos del filme, Niccol nos da acceso a los registros audiovisuales hechos en primera persona por policías, víctimas o simples ciudadanos siendo todo ellos, por su presunta objetividad, neutros dentro del contexto formal de la película. Si consideramos que estas imágenes han desbancado las de la memoria de los ciudadanos, todo ello implica que ésta última se ha visto uniformada en un único lenguaje común en el que la subjetividad, inherente al recuerdo como algo personal e intransferible, ha desaparecido. Sugiriendo así un atroz (y un tanto familiar) grado de totalitarismo social y cultural en cuanto la identidad de los ciudadanos, en gran parte sustentada en sus respectivas memorias, se ha visto igualmente uniformada, presta a la instrumentalización y la manipulación por escapar por completo a su control.

Un comentario, mucho más efectivo e inquietante que las numerosas referencias hechas de viva voz sobre la naturaleza totalitaria de la sociedad retratada en Anon, que lejos de ocupar un lugar central en la trama de la película se desprenden de su visionado, a partir de instantes como el pirateo de la percepción de Anon por parte de la policía para así conocer el lugar en el que vive, haciendo de los agentes y detectives encargados del caso en parciales analistas audiovisuales, o las mentadas escenas de los asesinatos. Momentos que destacan sobre un desarrollo tan competente en sus líneas generales, pese a un tramo final entre desaprovechado y antipáticamente moralista, como poco ambicioso respecto a lo que sugiere. Dando como saldo una película tan entretenida como agradablemente modesta en sus pretensiones, cuyo interés y complejidad se revelan, prolongando las tesis filosóficas que laten bajo su envoltorio noir más o menos futurista, no tanto viéndola como recordándola.


 Anon (Reino Unido, 2018)

Dirección y guion: Andrew Niccol / Producción: Daniel Baur, Andrew Niccol y Oliver Simon / Fotografía: Amir Mokri / Montaje: Álex Rodríguez / Música: Christophe Beck / Reparto: Clive Owen, Amanda Seyfried, Colm Feore, Mark O’Brien, Sonya Walger, Joe Pingue, Iddo Goldberg.

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