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THE END

Y vivieron felices

El género musical tiene la capacidad de hacer creer que lo que narran las películas es la historia más grande jamás contada. El músical es maximalismo, sensibilidad y movimiento. Es el género por antonomasia del artificio. Por eso, quizás, es también el género más cinematográfico. No es de extrañar tampoco, entonces, que la incursión de Joshua Oppenheimer a la ficción sea a través de este género. The End aúna el músical con un contexto postapocalíptico, en el que los únicos supervivientes, en principio, sobreviven en un búnker bajo tierra. The End, como ya lo hacía el director inglés en sus anteriores documentales –The Act of Killing (2012) y La mirada del silencio (2014), es una película sobre el acto de contar la memoria, de reescribir la historia y la resistencia de las imágenes a ser olvidadas.

The End Revista Mutaciones

Espejos musicales

Padre, madre e hijo –sin nombres propios en la película, para que funcionen como espejos de toda una humanidad– se cuentan historias para sobrevivir. El hijo escribe las memorias de su padre, dejando fuera todo detalle ambiguo o escabroso sobre la fábrica que tenían propiedad, la precariedad o explotación de los trabajadores. La madre es el pilar, ángel del hogar, de la familia burguesa preocupada por las apariencias, la decoración, las flores –que cuentan un relato en sí mismo, el del paso del tiempo– dejando fuera todo recuerdo de un pasado en el exterior. No se conocen los acontecimientos exactos que han llevado a esta situación, pero con la llegada de una superviviente más al búnker –una joven negra– el pasado comienza aflorar.

Los grandes musicales de la era dorada de Hollywood usaban el número musical como una forma de externalizar la emoción.  The End –con una estructura circular– servirá para contar mentiras. Los números musicales y, en general, la teatralidad de la puesta en escena a lo largo de toda la película funcionan como máscaras para que sus personajes creen un relato que les pueda convencer. La primera canción, “A Wonderful Gift”, comienza con un solo de George MacKay describiendo la humanidad, la perfección de un mundo anterior que ya no existe a través de una maqueta. La canción transiciona de manera orgánica, incluyendo las interrupciones de los diálogos, a una canción coral en la que todos los habitantes del búnker, esa humanidad en miniatura, representan la familia unida con un “futuro brillante por delante”. Motivo que repetirán, después de giros, crisis, y aperturas de heridas, al final de la película, precisamente en la titulada “Our Future is Bright”. Una canción luminosa, aguda y optimista que no es más que un engaño para una humanidad constantemente al borde del cataclismo.

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Los números musicales son una forma de comunión. Incluso aquellos que son interpretados en solitario, desde la vulnerabilidad –como el “The Big Blue Sky del padre, que recuerda un pasado en el exterior–, pero también la posibilidad de la muerte; o “The Mirror” de la madre, sobre la familia que se ha dejado atrás. Son el acceso a los recuerdos que se han intentado reprimir a través de teatrillos y fiestas de disfraces bajo tierra. “The Mirror” destaca por una interpretación contenida de Tilda Swinton,  con una composición centrada en su rostro, multiplicado en los espejos, al borde del estallido de la memoria. Cada una de las canciones sirven como fábulas imaginadas, nunca son emociones completamente materializadas.

La imagen violenta

“No debería suponerse un “nosotros” cuando el tema es la mirada del dolor de los demás” escribió Susan Sontag en Ante el dolor de los demás. The End cuenta la personal historia de ese nosotros, egoísta e individual: existen los demás porque se representa en la película a los que sobrevivieron escondiéndose. Al “ellos” se les mantiene fuera de plano. El dolor de los demás se filtra lentamente con la llegada de la chica, a la que se intentará dominar, pues su condición es la de portadora de memorias. Pero este sufrimiento se filtra de manera despersonificada, como lo hacía en The Act of Killing, al recrear los crueles asesinatos de los opositoires comunistas durante el genocidio en Indonesa. El dolor que se recuerda no tiene un rostro completo.

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Los planos largos, que miran hacia los inmensos túneles sin final donde habita la familia, o la magnitud de la silueta de Shannon frente a la luz durante su solo musical, recuerdan un exterior imposible de alcanzar. El ímpetu y la grandiosidad que atraviesan la imagen a lo largo de la película –con una fotografía de Mikhail Krichman–, busca replicar ese ideal del músical como externalización maximalista de las emociones más nimias y cotidianas. Los bailes justifican el movimiento constante de los personajes en un circuito cerrado –el búnker como espacio que los controla, todos los espacios dan al mismo lugar–. Es en los números musicales en los que la cámara se permite moverse, en la que los personajes escapan por los laterales de la imagen y se mueven de forma brusca. La inestabilidad de composiciones temblorosas de los números musicales se enfrenta a la estaticidad del resto del relato. A la vez, hay un velo que oscurece The End, azulada y grisácea, una película nocturna plagada de culpabilidad y derrumbamiento sentimental. Oppenheimer, desde la artificialidad en sus imágenes, recuerda constantemente un pasado agazapado en los márgenes de las memorias.

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Los personajes de The End existen en una huida constante del pasado, incluso del presente. Se crea un conflicto entre la estaticidad, tranquilidad que buscan, y los recuerdos que les persiguen pidiéndoles que se detengan. Materialmente externaliza este conflicto oponiendo las pinturas que cuelgan en la sala de estar, cuya selección y organización dentro de una decoración sirve en sí misma para contar una historia a la que aspiran, con las fotografías que se intentan ocultar a lo largo de toda la película. Cuando la chica llega, la madre le mostrará un álbum, pero son solo fotografías tomadas dentro del búnker, tras el nacimiento del hijo. El resto de fotografías son retiradas y ocultadas porque apelan a la memoria. Son tratadas como armas que abren heridas, y motivan finalmente el derrumbamiento de la madre. En The End la pintura es otro relato distanciado de la realidad que pretende representar. En cambio, la fotografía cobra vida al ser mirada, como pedacitos de verdad capturados que trasladan el pasado al presente. Joshua Oppenheimer entiende la fotografía como verdad casi total. Y reciben el mismo trato que los videos que ven los sujetos, asesinos y víctimas, en The Act of Killing y La mirada del silencio, pues, aunque tratándose de representaciones, también permitían que a través de ellos se colara el pasado, el trauma, el dolor y la violencia. La fotografía, los videos y el cine, son la forma de atestiguar la disolución del tiempo, de un pasado irrecuperable e incapaz de ser ignorado. Estas imágenes se cuelan en el artificio como forma de resistir su olvido.

Hacer una película, un musical concretamente, sobre la crueldad de la Historia, y del presente, quizás podría ser una forma en sí misma de escapar de la realidad. Al mismo tiempo, tampoco hay manera más honesta de contar mentiras, no solo desde la ficción, sino a través del musical. The End es una película que titubea, alejada de cualquier optimismo y esperanza, que apila los cuentos, las mentiras y los relatos uno encima de otro intentando que no se venga abajo lo que se ha construido. “Look at us, better than ever”, cantan MacKay y Shannon al final de la película. Pero no hay forma de creerse tal mentira.


The End (Joshua Oppenheimer, 2024)

Dirección: Joshua Oppenheimer / Guion: Rasmus Heisterberg, Joshua Oppenheimer / Fotografía: Mikhail Krichman / Producción: Signe Byrge Sørensen, Joshua Oppenheimer, Tilda Swinton, Ann Lundberg, Flaminio Zadra, Conor Barry, Tracy O’Riordan, Viola Fügen / Música: Marius de Vries, Josh Schmidt, Josh Schmidt, Joshua Oppenheimer / Reparto:  Tilda Swinton, George MacKay, Moses Ingram, Michael Shannon, Bronagh Gallagher, Tim McInnerny, Lennie James, Danielle Ryan

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