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UN PEQUEÑO MUNDO

Simulacro de futuro

En Verano 1993 (2017), Carla Simón acudía a su propia infancia en una suerte de ejercicio de reconstrucción de la memoria -a su vez la de toda una década- con el fin de cauterizar un dolor muy íntimo y completar los huecos de una historia (nacional) incompleta. Para ello, la cineasta centró la lente en Frida -en realidad en sí misma-, una niña de seis años, adaptando la posición de la cámara a su altura. De los adultos se intuían fragmentos de sus cuerpos puesto que servían simplemente de sostén a una protagonista que se había quedado aislada en el encuadre. Huérfana de compañeros de plano vital. Precisamente, de esa idea de proximidad descarnada de la infancia parte Laura Wandel en su ópera prima Un pequeño mundo.

En esta ocasión, la debutante opta también por situarse bien cerca y a la altura de Nora,  que va a ser sometida a una situación límite junto a su hermano, en un lugar que debería ser uno de los espacios más seguros y cálidos del planeta: el patio del colegio. De hecho, el título en inglés de Un pequeño mundo es playground que hace referencia a un espacio de recreo y que conecta con la importancia de la construcción del espacio en el planteamiento del discurso de un filme que rechaza los planos abiertos. En ningún momento se conoce la estructura del edificio donde se mueven los personajes porque es más atractivo sugerirla a partir de porciones desordenadas, inconexas en apariencia, para trasladar la idea de un espacio hostil. Wandel plantea el colegio como una cárcel vallada -en varias ocasiones aparece el alambre y las rejas estableciendo separaciones- y la pista como un campo de batalla. Un espacio aparentemente abierto, libre y público que, en realidad, monopolizan solo unos pocos. Al fin y al cabo, las dinámicas que se producen dentro de clase no dejan de ser simulacros de la vida adulta, así como esta última no es más que una clase masiva que cuenta con numerosas pistas de recreo cuyos dueños son los más fuertes, es decir, “los que juegan al fútbol”. Los que cruzan en líneas diagonales sin detenerse a mirar alrededor un territorio que están dispuestos a conquistar una y otra vez.

A esa confusión espacial contribuye la bruma de niñes que habitan toda la película emitiendo sus sonidos ensordecedores. Una bruma que se consigue con el desenfoque de todo aquel que no sea Nora, presente en todos los planos de la película. Solo se vuelven nítidas aquellas personas en las que Nora confía -su padre, su hermano, su profesora- y que siempre adaptan sus cuerpos al encuadre que enmarca el rostro de la niña. La cámara no abandona ni un segundo a la pequeña, actuando como soporte en caso de emergencia, como tan bien hacía Belén Funes con Sara en La hija de un ladrón (2019). La cineasta registra las miradas aterrorizadas y las lágrimas perladas de una niña muy valiente a la que le duelen más los golpes -en el más amplio sentido del término- que le propinan a su hermano que la costra que se abre en su piel tras su propia caída. La atención a la violencia que sufre Abel abre en Nora una herida casi imposible de sanar que le impide contar cuántas estrellas negras hay, seguir la lectura, copiar las palabras del dictado y continuar las clases de natación. A la pequeña se le exige prisa, que avance, que continúe “en silencio como los mayores”, como si se tratara de un equilibrista que lucha por no caer de la fina línea que le han obligado a recorrer.

Esa prisa y esa mirada dirigida a un punto de fuga inútil que olvida otras posibles perspectivas son despreciadas por Wandel. La cineasta deja una película repleta de violencias, no solo físicas -estas a penas aparecen uno segundos para trasladarse rápidamente a fuera de campo- sino aquellas que son apenas perceptibles. A la cineasta no le interesa tanto que se vea a un niño encerrado en un cubo de basura ni cómo este recibe golpes. Lo que realmente preocupa y muestra de manera brillante son las medidas que se toman a cabo para solventar el conflicto. La incomprensión ante la falta de tiempo en extenuantes jornadas lectivas para enseñar a quienes van a ser futuros adultos a gestionar sus emociones y ordenar sus dolores. Y esa postura la condensa en una de las escenas más violentas, en la que la cámara solo advierte la imagen del rostro de Nora, testigo del encierro de víctima y verdugos en una habitación obligados pedirse perdón. Y a estrecharse las manos en son de paz sin comprender muy bien por qué. De esta manera, la directora denuncia los pactos de silencio -ese que continúa en los créditos porque no puede ponerse música a un dolor como este- y se revela con el personaje de una profesora que sí habla con Nora, aunque sea en voz baja, y que entiende que para curarse es necesario el tiempo. 

Y, aunque a Nora y a Abel no les hayan dejado ser niños, comer helado, asistir a cumpleaños de amigos y construir sus propias galaxias -como la que viste la mochila de la niña-, la película termina con un final esperanzador. Un final donde la fuerza de los golpes es sustituida por la calidez arrebatadora del abrazo. Por el reconocimiento del dolor del otro en un encuadre cerrado que, como también sucedía en la de Carla Simón, completa plano acogiendo el calor de otra presencia. 


Un pequeño mundo (Un monde, Bélgica, 2021)

Dirección: Laura Wandel / Guion: Laura Wandel / Producción: Dragon Films, Lunanime Fotografía: Frédéric Noirhomme / Reparto: Maya Vanderbeque, Günter Duret, Karim Leklou, Laura Verlinden, Léna Girard Voss, Thao Maerten, Laurent Capelluto

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