DRACULA DE FRANCIS FORD COPPOLA
Oda a la artesanía
El paso del tiempo permite mirar las películas con una perspectiva que la vorágine incesante del presente no deja dilucidar. Caso particularmente interesante cuando nos aproximamos de nuevo a uno de los títulos emblemáticos surgidos del mainstream de los años 90: Drácula de Bram Stoker de Francis Ford Coppola. Un trabajo que Coppola aceptaría para recuperar su maltrecha economía tras el batacazo que supuso Corazonada (1981) y del que todavía no había podido recuperarse.
Proyecto surgido de la mano del guionista James V. Hart, artífice también de otra rara avis de principios de los 90 como es Hook (1991) de Steven Spielberg -ambos trabajos una suerte de protofanfiction que fantaseaban con una cierta clase de versiones paralelas de los relatos originales de Bram Stoker y James M. Barrie respectivamente- y ofrecido por la actriz Winona Ryder al propio Coppola para que se encargara de la dirección de la misma, es el claro ejemplo de un tipo de cine comercial surgido del mainstream que consiguió aunar los imperativos comerciales de un gran estudio -la cinta fue un gran éxito mundial, convirtiéndose en una de las cintas más taquilleras de 1992- junto con una propuesta autoral rotunda.
Una propuesta que fue capaz de introducir en el mainstream, tanto elementos formales del cine experimental de Jonas Mekas -la pixilización para trasladar el POV del propio Dracula, mezclado con la ferocidad de la puesta en escena del Sam Raimi de Posesión Infernal (1982)- junto al onirismo de Jean Cocteau -en especial de La bella y la bestia (1946) y Orfeo (1950)-, componentes del expresionismo alemán que irían desde el Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer al Nosferatu (1922) de F.W. Murnau, guiños al nuevo terror de los 70 con William Friedkin y El exorcista (1973) a la cabeza -la llegada de Van Helsing a la mansión de Lucy Westenra- el gótico europeo con toques de giallo de Lamberto Bava, más una inmersión en el universo simbolista y surrealista de finales del siglo XIX y principios del 20 con Gustav Klimt y Edward Munch a la cabeza, fruto sobre todo del trabajo del vestuario diseñado por Eiko Ishioka.
Algo que describiría muy bien el trístemente fallecido crítico de referencia Jose Luis Guarner en el número de Enero de 1993 de la revista Fotogramas, resumiendo las sensaciones que le provocó la proyección de la cinta con un sucinto pero también poético, “Un crisol de posos demoníacos”. Y todos estos elementos mencionados previamente, más su audacia en trasladar de manera tan operística como onírica una concatenación de sueños febriles bañados en un erotismo malsano, más la capacidad de servir de metáfora perpendicular de la epidemia de SIDA que se vivió entre los años 80 y 90, es lo que convirtió al trabajo en una de las obras de referencia de ese año 1992.
Pero más allá de todos esos elementos que llenaron ríos y ríos de tinta en las publicaciones de la época y la traslación al entorno cinematográfico de una tendencia del género vampírico que iniciara Anne Rice en 1976 con su novela Entrevista con el Vampiro, transformando en el proceso al subgénero del terror gótico al romanticismo melodramático, lo más interesante de la cinta de Coppola vista a día de hoy y con la perspectiva del paso del tiempo es que la película surgió en un momento de encrucijada en la industria del cine americano: la transformación de lo analógico a lo digital y la irrupción de los efectos digitales llevándose por delante todos o casi todos los procesos artesanales y manuales que hasta ese momento habían creado la magia y el ilusionismo proyectado en la gran pantalla.
Estamos hablando de un año 1992 que se encontraba ya en los albores del cine digital. Ese mismo año, Terminator 2 (1991) sería premiada por su revolución en materia de efectos digitales. Y en 1993, de manera casi consecutiva, La muerte os sienta tan bien (1992) de Robert Zemeckis sería galardonada en la misma categoría y tres meses después, Parque Jurásico (1993) de Steven Spielberg sublimaría el cine digital y el blockbuster contemporáneo, consiguiendo también la estatuilla en la ceremonia de 1994.
El Dracula de Coppola nacería y triunfaría en medio de la eclosión de la asepsia digital, entregando un proyecto que partía del extremo contrario: el regreso al cine e incluso al pre-cine de los grandes magos e ilusionistas con Georges Méliès a la cabeza. La idea, realizar la película con los elementos que podrían haber tenido a su disposición los pioneros del cinematógrafo, ya que el nacimiento del cine y la obra origjnal de Stoker surgieron a finales del siglo XIX, en concreto en 1897.
Esta radical decisión en un proyecto absolutamente mainstream, provocó que Coppola despidiera al equipo de efectos especiales en las primeras etapas de la pre-producción, que querían realizarla de manera convencional y corporativa y decidiera introducir en el equipo artístico de la cinta a su hijo Roman Coppola, en las tareas de director de segunda unidad y encargado de realizar todos los trucajes y efectos de la película que se realizarían en el propio set de la película, evitando cualquier tarea de post-producción, al estilo de los pioneros del cine.
Y aunque Coppola no pudo llevar hasta el extremo el alcance de su propuesta, como la decisión inicial de que los decorados de la cinta fueran directamente la vestimenta de sus personajes y la dirección artística fuera reducida a la mínima expresión (algo que en algunos momentos consigue introducir en la cinta, como por ejemplo en el baile entre Mina y Dracula rodeados de velas o la de Mina en la cubierta del barco abandonando a su conde para casarse con Harker) la propuesta artística final se acerca mucho en pretensiones y resultados a la de una película estrenada recientemente: Annette (2021) de Leos Carax.
Ambas, películas que hacen un fuerte elogio al artificio del cine en su búsqueda de la creación de una realidad aumentada, de un universo propio donde los trucajes, los efectos y la puesta en escena no buscan una fútil reproducción de algo tan abstracto y tan inasible como el concepto de “lo real” sino que abrazan ambas las formas, los modos de lo artificial y lo artificioso para convertirse en demiurgos de un universo propio e intransferible. En el Dracula de Coppola con el uso de virados de color que sirven como proyección de las emociones y sentimientos de sus personajes, con la superposición y las composiciones formadas por diferentes elementos en el plano, casi una derivación de la composición de página de las mejores propuestas de narrativa gráfica -no es casual que en el equipo de preproducción de la cinta nos encontremos a autores salidos del mundo del cómic tan relevantes y revolucionarios como Jim Steranko o Mike Mignola, autor este último también de la fastuosa adaptación al cómic de la película y formalmente más cercana a la idea visual inicial de Coppola- en el viaje de Harker desde Londres a Rumanía.
O el juego de superficies reflectantes que componen el set de rodaje donde cenan por primera vez Dracula y Mina, y donde dichas superficies sirven de eclosión y representación de los recuerdos olvidados y recién recordados del personaje interpretado por Winona Ryder. Sin olvidar ese homenaje al pre-cinematógrafo como es el zoótropo, sugerido en la persecución a caballo de los cazavampiros al séquito del Conde, situado en el clímax de la cinta y rodado en un set circular, émulo del mencionado zoótropo.
Pero seguramente, la secuencia (o secuencias) donde el discurso y las intenciones finales de Coppola se ven completamente claras y meridianas es en dos escenas protagonizadas por Mina y Dracula, en concreto su primer encuentro. En la primera de ellas, Coppola decide rodar el primer paseo de Dracula por las calles de Londres a plena luz del día, con una cámara Pathé de 1910, potenciando las imperfecciones provocadas por el manejo manual de la misma. En segundo lugar, la secuencia consiguiente de Mina y Dracula en el Nickelodeon. Lugares primigenios del cinematógrafo, donde eran antes espectáculo de barraca a forma de arte. Algo bien definido por el desprecio de Mina hacia el mismo y contraste con la fascinación que provoca en el propio Dracula.
Una secuencia clave porque define dos elementos fundamentales que conforman el núcleo conceptual y formal de la cinta. En el background de la misma, escenario de la primera seducción de Dracula a Mina, Coppola sitúa diferentes proyecciones, que van desde la llegada del tren a la estación filmada por los hermanos Lumière, como también secuencias (filmadas por el propio Coppola) de los primeros escarceos del cinematógrafo con el cine pornográfico. En primer lugar, Coppola resume en ambas proyecciones las intenciones de la cinta: en primer lugar, el trucaje y la fascinación primigenia del milagro de la imagen en movimiento, algo que potencia en cada secuencia, plano, y momento del metraje, junto a la fascinación del cinematógrafo y del propio Coppola de introducir el componente erótico y sensual, de reproducir aquello que se encuentra en el ámbito de la intimidad.
Pero a su vez, Coppola emite una bella metáfora del vampirismo asociado a la captura de los momentos del pasado, atrapadas en el tiempo y en el celuloide de lo que ya hablara Ivan Zulueta en su imprescindible e inabarcable Arrebato (1979), también una cinta sobre el vampirismo. La imagen capturada por el cinematógrafo y el cuerpo no muerto del vampiro, de Dracula, siguen en el presente, pero a la vez vivos y no vivos. Espectros, reflejos de un pasado que se niega a desaparecer y que por su cualidad dual entre el pasado y el presente, la vida y la muerte, siguen fascinándonos más de 100 años después de su creación.