EL MONSTRUO DE ST. PAULI
Trabajar la náusea
Friedrich «Fritz» Honka vive en un alcoholizado suburbio de Hamburgo en la Alemania de los setenta. Entre los parroquianos del bar Der Goldene Handschuh (nombre que da título a la película que en España se ha llamado El monstruo de St. Pauli) su extremada fealdad pasa casi desapercibida. Su deforme rostro de nariz aplastada, pelo graso, ojos bizcos, pústulas y dientes ennegrecidos es una invitación más a la náusea de las miles que reinan en el tugurio que es ese bar (lugar clave para el desarrollo del film y para comprender su fórmula malsana).
Entre la sordidez extrema y la observación directa del espectador/víctima, Fatih Akin construye El monstruo de St. Pauli alrededor del famoso criminal conocido como «el destripador de San Pauli». Aunando la repugnancia de una violencia extrema y la carga visual propia de un barroquismo de lo podrido, el director alemán logra hacer un retrato de un asesino en serie (eso que ha estado, está y, al parecer, siempre estará de moda) que ignora la psicología y se adentra en el territorio de los sentidos. El gusto, el olfato, el oído y el tacto van a ser tan importantes como la vista, pues la decisión formal de Akin situará la cámara en lugares tan insospechados como límites. Siguiendo la estela de películas como La angustia del miedo (Angst, Gerald Kargl, 1983), el ambiente de la insania se sobrepone a todo y aquí además entronca con el tufo (literal) de la RFA y los resquicios del nazismo. En cada plano fijo y en cada travelling mareado puede apreciarse el gusto por lo más bajo. Un gusto que pertenece tanto a Akin como al personaje de Honka.
El alcohol, el humo, la carne y la sangre se palpan de manera visceral hasta llegar a la arcada. «La película puede olerse solo con mirarse», decía David Ehrlich en su destructiva crítica sin recapacitar si quiera acerca de la dinámica misma de la descomposición. Porque lo podrido, es decir, todo lo que baña el film, no es más ni menos que el día a día de Fritz Honka, el misógino y poco agraciado protagonista que bien podría haber cedido el testigo de sus asesinatos a cualquiera de los que habitan el bar «Der Goldene Handschuh». En los igual de grasientos rostros de los parroquianos (tanto hombres como mujeres), lo fétido de sus alientos, lo sudoroso de sus cavidades, lo vil de sus relaciones y los regueros de licor que viajan por sus venas puede verse la representación de una cloaca social. Sin hacer inquina en los detalles, mostrando todo desde la misma óptica, Akin consigue que la mera acción de observar sea tan nauseabunda como la de perpetrar esos asesinatos. ¿No es esto tremendamente acertado al margen de la repetida ética o moral del asunto (algo que, desde luego, es patético mencionar)?
El monstruo de St. Pauli se centra en la unidimensionalidad de su personaje para lograr hablar de los actos y dejarse de psicologismos. Acostumbrados a las películas donde los asesinos en serie son guapos hombre trajeados, perfeccionistas minuciosos y lectores de grandes clásicos de la literatura, Fritz Honka se presenta como un maníaco que pierde todo atisbo de humanidad al beber y que apenas la conserva poca cuando no lo hace. Mientras se mueve entre la incertidumbre del día a día con languidez e incluso con torpeza (como el «K» de La angustia del miedo) todo lo que le rodea es igual o más desgraciado que él. Ese bar, que se mostraría como un mueso de las curiosidades de cara a los ingenuos (como el dúo de personajes que funcionan a modo de «extraños en el infierno»), es el antro donde la luz del sol no alumbra porque «nadie bebería de lo contrario» tal como afirma el dueño. Es la cueva de los monstruos, la pocilga malsana que reúne a toda una sociedad de parásitos que se revuelcan entre ellos. Un exsargento de las SS, unos viejos borrachos, unas prostitutas gastadas y el revulsivo Fritz Honka, que tiene dinero suficiente como para atraer a las desaliñadas mujeres de alrededor con una botella de aguardiente…
La psicología de Honka solo se explora en su etapa abstemia, lo demás es simple: se calienta, bebe y mata o bebe, se calienta y mata. Más allá de su vileza no hay nada, al igual que detrás de su mirada bizca, sus fantasías sexuales o las fotografías de mujeres desnudas que pueblan las paredes de su apartamento… Hay un plano que lo muestra entre las sombras, quizá el más terrorífico de la película porque se encuentra sólo con su idealizada mujer. Sin saber qué hará a continuación, tras su mirada sumida en un abismo violento hay una oscuridad demasiado opaca como para intentar atisbar algo. Es el abismo de lo patético, la consagración del malestar físico que presenta al monstruo en un contexto casi expresionista. Porque la película de Akin se mueve entre los espacios detallados de la inmundicia, entre los repetitivos viajes al bar y al ático de Honka. Desde la misoginia a la desesperanza, El monstruo de St. Pauli es una de esas obras difíciles de sostener, que estremecen y marean a partes iguales desde su inusitada quietud formal. Una película que funciona como ejemplo perfecto del retrato de la perversidad.
Por mi parte, prefiero una película como ésta, que me haga apartar la vista y me revuelva el estómago para no verla más, en lugar de otras que llevan a admirar los entresijos de un maníaco asesino cuyos métodos son tan «brillantemente delicados» y tan «perfectamente meditados» que, desde luego, obligan a repensar esa atracción morbosa que parecen tener muchos por el asesinato.
El monstruo de St. Pauli (Der Goldene Handschuh, 2019, Alemania, Francia)
Dirección: Fatih Akin / Producción: Fatih Akin, Ann-Kristin Bardi, Lara Förtsch, Ann-Kristin Homann / Guion: Fatih Akin (novela de Heinz Strunk) / Música: FM Einheit / Fotografía: Rainer Klausmann / Montaje: Andrew Bird & Franziska Schmidt-Kärner / Diseño de producción: Tamo Kunz / Reparto: Jonas Dassler, Margarete Tiessel, Katja Studt, Tristan Göbel