D’A FILM FESTIVAL: TRANSICIONES
Transiciones y aislamiento
La décima edición del D’A (Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona) nos deja buenos recuerdos en su sección oficial. Habiéndose coronado como ganadora Un blanco, blanco día en la sección “Talents” y habiéndose visto muchas otras películas interesantes, tan solo queda hablar de lo que ha supuesto la sección “Transiciones” este año. Esa sección que acoge títulos que resuenan en festivales de todo el mundo, que pasan sigilosos por entre los filtros de los comités de selección y que dejan una huella imborrable en las retinas de aquellos que pueden verlos. En las siguientes líneas hablaremos sobre las ocho películas que, en palabras de Carlos Losilla, están en un lugar y otro, que transitan por el espacio que llamamos cine y lo convierten en otra cosa.Da la impresión de que estos títulos han sido curados, como si fuesen parte de una retrospectiva, debido al tema común que subyace en todos ellos. El aislamiento y la transición, son los motores que hacen funcionar todas y cada una de estas películas. Y lo más curioso es que cada una supone un acercamiento al “mismo” tema desde puntos de vista y modos de narrar muy distintos, consiguiendo dar a la sección un aire de cambio y originalidad, de amplitud y diversidad.
Ghost Tropic (Bas Devos, Bélgica, 2019) es la película que quizá case mejor con este tema común del que hablamos. La transición a pie de Khadija desde el trabajo a su casa refleja un viaje de (auto)conocimiento que demuestra que, aunque la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, es también la menos interesante. Khadija es una limpiadora que, al salir del trabajo, se queda dormida en el tren y se pasa la parada. En una larga y silenciosa noche, deambula por las calles y va viendo situaciones o encontrándose a personas cuyos problemas intenta, no solventar sino comprender. La película de Devos nos sitúa en la Bruselas de la inmigración, donde las noches se iluminan con una tenue pero agradable luz artificial y subyace un sentimiento de nostalgia. Nostalgia por la tierra dejada y por las dificultades de hacer frente a un nuevo destino. Hay una escena en la que la protagonista pide a un guardia de seguridad que le deje pasar al centro comercial que acaba de cerrar sus puertas. Tras alguna evasiva, acaba por dejarla y cuando ella acaba de sacar dinero —acto que finge porque no tiene fondos suficientes— el guardia le enseña una jaula con un loro dentro. “Antes había cuatro, pero tres murieron”, dice. Lo interesante de esta escena es que ambos son inmigrantes en Bélgica y que la visión del animal enjaulado puede también aplicarse a ellos mismos. Si sacas a un animal de su hábitat y lo metes en una jaula, muere y puede suceder lo mismo si una persona se ve obligada a abandonar su cultura, raíces y tierra para llegar a un mundo donde solamente hay “altas ciudades de hueso” —en referencia a la película de Joao Salaviza—. La ciudad como un paraje con cierto encanto pero que siempre está oscuro, apesadumbrado e inerte justifica por qué se llama “trópico fantasma”. Lo interesante, además, es ver cómo Devos hace del no-exotismo de sus personajes venidos de otros lugares del mundo la fuente de su verdadera humanidad.
De la condición humana se habla en una de las mejores películas que ha dado la sección —e incluso el festival—. Atlantis (Valentyn Vasyanovych, Ucrania, 2019) es a las secuelas que provoca la guerra lo que Canciones del segundo piso (Roy Andersson, 2000) es a las secuelas que provoca la Historia. ¿Y por qué esta comparación? Porque la película de Vasyanovych tiene mucho que ver con la forma en que Andersson se desenvuelve. Atlantis es la consecución paulatina y observacional de una serie de planos fijos y de un par de travellings que, desde su rigidez y frialdad, resaltan una serie de conductas postraumáticas. Sergiy es un exsoldado que ha perdido su empleo en una fundición y ahora trabaja como miembro de los “Tulipanes negros” —personas que se encargan de desenterrar cadáveres de la contienda ruso-ucraniana—. Su vida se compone de breves momentos de dolor, calma y violencia, de manera que la forma en que se muestran está en constante conflicto con ellos. Vasyanovych decide filmar con quietud inusitada lo adrenalínico y consigue generar una tensión bárbara entre la forma y el fondo. Ante todo, decir que Atlantis bebe de varios pozos, pero consigue alcanzar la personalidad propia de una voz inteligente y propia. Su temática es de cariz loznitsiano, su puesta en escena, entre anderssoniana y akermanense y su ambientación en un futuro no muy distante la reconduce tantísimo al presente como la última película de Aleksey German, Qué difícil es ser un dios (2013) —aunque esta se situaba en el medioevo, German seguía hablando de la Rusia bolchevique como ha hecho en toda su filmografía—.
Dos de las películas de esta sección tan especial se sitúan entre el ensayo-ficticio y el cine diario y ambas las firman dos directoras que tienen pocos títulos en su carrera. Mating (Lina Mannheimer, Noruega, 2019) se presenta como el retrato de las relaciones “románticas” del nuevo milenio. Una cinta acorde con el lenguaje tecnológico, de la videollamada, el chat y los likes. Naomi y Edvin son dos jóvenes que mantienen una extraña relación y se dedican a explorarla de maneras también extrañas y, a lo sumo, vacías. La película sigue cómo evoluciona su relación de “pareja”, documentando una realidad e incluso sacando a relucir sus “virtudes” más que haciendo una lectura crítica. Una prueba de ello es el uso de los incisos musicales, tan efectistas y materiales —como los de un video-blog— de piezas tan conocidas como “In the Hall of the Mountain King” de Edvard Gireg o el Presto del “Verano” de Vivaldi. Una muestra de nihilismo de cartón piedra de la que también hace gala, de manera totalmente distinta, Ivana la terrible (Ivana Mladenovic, Rumanía, 2019). Aquí la directora crea un juego entre los papeles de directora, actriz y persona que destaca por la utilización de un reparto no profesional e ideas basadas en vivencias personales. Pero la puesta en escena, que intenta hacer ficción lo real, peca de conformista y se sume en un banal caos organizado que termina por convertir la cinta en una especie de cine-terapia-recreativo.
Desde el otro lado del Atlántico nos llegan Las buenas intenciones (Ana Garcia Blaya, Argentina, 2019) y Los lobos (Samuel Kishi, México, 2019), dos títulos cuyo tema principal es la familia y la relación de los padres solteros con sus hijos. Los lobos cuenta cómo una madre y sus dos hijos pequeños comienzan —o más bien, intentan comenzar— una nueva vida en Estados Unidos tras haber emigrado desde México. Kishi construye este relato lleno de certeza cotidiana huyendo de lo lacrimógeno y el sentimentalismo fácil para hacer lo que Sean Baker logró con The Florida Project hace unos años. Conseguir plasmar el punto de vista de un niño en la gran pantalla es una tarea difícil pero que si se consigue genera una fuerza increíble. La perspectiva de los hermanos Max y Leo que mientras su madre trabaja se quedan solos entre cuatro paredes es la potente baza que hace de Los lobos algo singular a la vez que sencillo. Kishi huye del sentimentalismo, como apuntábamos antes, y retrata la ilusión infantil en un paraje muy hostil que entraña un tipo de bondad solo visible desde la idealizada imaginación de un niño. La fe resurge de entre la basura en un mundo desencajado e incomprensiblemente triste para ellos, mientras se mantiene la esperanza de viajar a un Disneyland inalcanzable. Última frontera de un sueño roto pero sustituido por la caricia que la comunidad de vecinos ofrece. Quizá una de las mejores películas de realismo social que se han hecho recientemente. Algo que quizá no se puede decir de Las buenas intenciones porque se mueve por territorios diferentes. El drama de un padre y sus tres hijos (también jóvenes) que, aprendiendo las costumbres y el estilo de vida de éste —un rockero de los viejos tiempos, algo inmaduro pero que intenta ser responsable—, llevan una vida aparentemente feliz, pero se comportan de manera diferente con cada progenitor. Usando los recuerdos de la propia directora y conjugando la ficción con toques de documental, la obra consigue crear una historia que, aunque previsible, se nutre del mismo proceso de maduración rápida que lleva a Pablo, el protagonista, a obviar su (tímido) desenfreno y replantearse su papel de padre.
La obra más extraña de «Transiciones», quizá original y tremendamente estilizada de “Transiciones” es The Twentieth Century (Matthew Rankin, Canadá, 2019), que utiliza la Historia de Canadá a finales del siglo XIX para crear un mundo plastificado regido por una cómica y surreal dictadura. En él, el candidato a primer ministro, William Lyon Mackenzie King, deberá sufrir una serie de vejaciones e histriónicas pruebas para intentar llegar al poder mientras que su lascivia —su ingenuidad mezclada con su ambición se ven truncadas de forma muy grotesca por su podofilia— supondrá el desencadenante de una serie descabellada de situaciones, a cuál más exagerada. Se compara la estética de Rankin con la de David Lynch y la de Guy Maddin pero las “similitudes” visuales están escogidas a conciencia y resultan poco más que un homenaje… Lo cierto es que The Twentieth Century recuerda más a las psicotrópicas, plastificadas y desvergonzadas creaciones de Bertrand Mandico y a la estética de la propaganda del cine soviético. Rankin dijo que quería hacer una película donde todo se viese artificial con la premisa de que “la película se asemeja a una función de instituto en la que todo parece falso y cualquier persona de cualquier raza o sexo puede interpretar cualquier papel”. En su entramado colorista y altamente sobreexpuesto, la crítica política, que parece tan interesante y certera, se torna chicle mascado y triste lugar común. Eligiendo sostener la trama en una historia de amor con sus obvios altibajos y dotando cada escena de la virtualidad y el esperpento propios de cualquier musical de Hollywood (y aquí es donde surge la diferencia elemental respecto al cine de Maddin), Rankin reduce su juego a la sátira del mismo para llegar a una conclusión irrisoria con el feísmo como bandera.
Llegando ya al final de esta crónica de «Transiciones», debemos hablar de la que es la película más interesante y quizá la más importante de toda la sección. This is Not a Burial, It’s a Resurrection (Lemohang Jeremiah Mosese, Lesotho, 2019) es una historia mil veces contada —la de la tradición sucumbiendo a la modernidad, el clásico viejo-contra-nuevo— que amanece, irónicamente, en forma de crepúsculo. Mosese consigue idear una nueva forma de acercarse a un problema actual y lo hace de la forma más adecuada e innovadora posible. This Is Not a Burial, It’s a Resurrection se compone de tantos tipos de contrastes que es casi imposible mencionarlos todos. Desde la disyuntiva entre el formato 4:3 y la paleta cromática tan posmoderna a la técnica vanguardista de cierto cine experimental con la que abre y cierra su película que se pelea con la estabilidad casi perfecta con la que compone el resto de los planos. Como una amalgama de quietud, velocidad, llanto, temor, ira, arrepentimiento y resistencia que se traduce en una forma tan inusual como familiar, la película de Mosese se centra en cuestionar el precio (siempre alto) de “modernizarse”.
La protagonista, Mantoa, va de luto toda la película y está clarísimo que al final se lo va a quitar, pero aun así conocer los entresijos de la trama no importa. Aquí los lugares comunes se convierten en ecos del cine europeo que no hacen más que acrecentar las preguntas de Mosese acerca de la integración de costumbres extranjeras en su cultura. El cine, obviamente, es una de esas cosas que poco tienen que ver con las formas de vida no occidentales y que, en su proceso de universalización (digámoslo así) ha dado muchos frutos amargos y unos pocos muy dulces. Aquí se puede ver la intención por parte del director de crear algo que se adecúe a la tradición (ya de por sí moribunda debido a las Misiones, sean religiosas o no) sin suplantarla. La búsqueda de un lenguaje entre propio y heredado que se torna una revelación, de esas que darán que hablar en el futuro.