TOKYO VICE
Una historia de promesas rotas
Cuando se adapta una obra literaria a la pantalla, todo espectador que la haya leído es consciente de que habrá inevitablemente modificaciones respecto al material original. Unas veces esos cambios son nimios, otras veces son modificaciones más relevantes y de mayor trascendencia para la historia. Aun así, hay otras ocasiones en las que el texto es una excusa para hacer algo distinto respecto del punto de partida -lo cual, en un principio, no es bueno ni malo-. Este último caso es lo sucedido con Tokyo Vice (J. T. Rogers, 2022-). Esta adapta el libro de memorias escrito por Jake Adelstein, un periodista estadounidense -en su época, el primero y único en entrar en un periódico japonés- que mantuvo la cobertura de casos sobre la Yakuza, hecho que acabó por ponerlo en el punto de mira. Más allá de esto, la ficción de HBO mantiene una cierta distancia con la obra de Adelstein.
Quizás una de las diferencias que enriquecen la narración es la apuesta por ampliar los puntos de vista que guían la acción. Si en la novela se mantiene la mirada protagónica de Jake (Ansel Elgort), Rogers decide complementarlo con personajes nuevos que ayudan a dibujar un retrato más complejo del universo propuesto. De este modo, aparecen Samantha (Rachel Keller) y Sato (Shô Kasamatsu), quienes expanden la perspectiva de los hostess club japoneses y la Yakuza respectivamente –además de añadir una casual trama romántica que brilla por su insipidez, pero consigue remontar con un giro final-. Asimismo, estas nuevas ópticas esbozan un concepto temático que, lamentablemente, se queda en segundo plano: la familia. Esta se presenta como una entidad que dimensiona las distintas personalidades y genera conflicto en la vida de los personajes. En este contexto, incluso la Yakuza se conforma como una organización familiar en la que, como en todas, se valora positivamente la lealtad. No obstante, desde guion, todos estos aspectos no se aprovechan y tanto temas como perspectivas individuales son lanzados a la amalgama de tramas sin dirección clara que conforman la ficción.
En este sentido, el flashforward con el que arranca la serie -al igual que el libro- es un ejemplo claro de la postura de esta; lo que ahí se plantea no llega a tener un desarrollo claro en la temporada. Solo se vislumbra difusamente con el reiterado foco en la condición del villano y la breve escena final en el avión. Así pues, esa prolepsis se convierte en un recurso sensacionalista para enganchar al espectador, mientras su razón de ser se posterga con un aparente fin claro: desarrollarla en una segunda temporada. Asimismo, aquí no se detienen los desaciertos de Tokyo Vice puesto que, como se afirma en la novela, “habiendo ingerido el veneno, por qué no lamer el plato”.
A lo largo de los ocho episodios, el desequilibrio formal entre lo planteado en el primero por Michael Mann y lo recogido por el resto de directores es abismal; estos últimos desdibujan aquellos rasgos que ofrecían una nueva lectura a las imágenes. En el piloto se apuesta por acompañar al protagonista a través de una selección de primeros planos que acentúan su carácter curioso y minucioso o encuadres cerrados y composiciones en plano general en los que se refuerza su condición de gaijin (extranjero): aislado entre montañas de archivadores, hundido entre una multitud de estudiantes o aprisionado en una ciudad en la que no acaba de encajar. Al mismo tiempo, se componen un conjunto de planos detalles que no solo sirven para destacar el espíritu periodístico del protagonista -recalcando pistas, anotaciones o informaciones importantes-, sino que también se utilizan como transición entre espacios sin necesidad de recurrir a una ‘sobrexplicación’ verbal. No obstante, todas estas particularidades se acaban dejando de lado en los siguientes episodios en pos de una puesta en escena mucho más convencional con monótonos planos-contraplanos. Además, se recurre a constantes hilos musicales que subrayan una tensión que en el piloto se lograba sencillamente con un montaje picado y ágil.
Todo este declive perdura hasta un final que remarca esa vaguedad formal mencionada. Por un lado, se cierra súbitamente la temporada -claramente abierta a una próxima- con un corte brusco a negro en un momento cuestionablemente trascendental, pero que denota un cierto apresuramiento sin noción de saber dónde ni cómo terminar. Por otro lado, el travelling out ejecutado es confuso y banal; en esa aparente voluntad fallida de lograr un “épico cierre”, el movimiento de cámara carece de significación y parece atestiguar tan solo un miedo habitual por dejar la cámara fija. En última instancia, ni la envoltura tokiota de luces de neón ni el hostil ambiente de la Yakuza consiguen evitar que Tokyo Vice decaiga en una ficción impersonal que augura más de lo que acaba siendo: una historia de promesas rotas.
Tokyo Vice (Estado Unidos, 2022)
Creadora: J. T. Rogers basado en la memoria de Jake Adelstein (mismo título: Tokyo Vice) /Dirección: Michael Mann, Josef Kubota Wladyka, Hikari, Alan Poul /Guion: J.T. Rogers, Karl Tano Greenfeld, Arthur Phillips, Naomi Iizuka, Adam Stein, Jessica Brickman, Brad Caleb Kane /Producción: EEUU; Boku Films, Endeavor Content, WOWOW /Fotografía: John Grillo, Daniel Satinoff /Montaje: Ana García, Aaron Kuhn, Michael Berenbaum, Benjamin Rodríguez Jr., Tad Dennis, Mako Kamitsuna, John M. Valerio /Música: Saunder Jurriaans, Danny Bensi /Reparto: Ansel Elgort, Ken Watanabe, Rinko Kikuchi, Rachel Keller, Ella Rumpf, Hideaki Ito, Show Kasamatsu, Tomohisa Yamashita, Shun Sugata, Masato Hagiwara, Kosuke Toyohara, Ayumi Tanida
El travelling de alejamiento final no es ni confuso ni banal ni carece de significación: el policía pregunta al periodista si le ha seguido alguien, este contesta que no, y el movimiento de cámara pone (quizás) en duda esa afirmación.