TODO SOBRE SUS MADRES
Un recorrido por el concepto de la maternidad almodovariana
“La madre es el personaje más importante en el cine; es la figura sobre la que se puede hacer cualquier tipo de película de cualquier género” (Pedro Almodóvar en una entrevista realizada por Iñaki Gabilondo, 25-11-2008).
Suele suceder que, en los duermevelas de la vida, la mente siempre recurre a todas aquellas obsesiones que han estado presentes a lo largo del transcurso de la misma. Es cerca de los finales que se hace inevitable mirar hacia atrás y recordar todo aquello que ha permanecido en el tiempo muy lejos de cualquier certeza. Esto mismo sucede con los creadores, quienes se relacionan constantemente con unos tópicos en el desarrollo de sus carreras y cuya presencia se acentúa en el ocaso de su actividad creativa. Esto puede ser peligroso, porque como la nostalgia, abordar las mismas obsesiones una y otra vez puede llegar a ser tramposo y muy poco fructífero. Y no hay nada peor que un artista hablando una y otra vez de los mismos temas cuando ya no tiene nada que decir.
Afortunadamente ese no es el caso del cineasta Pedro Almodóvar que, si bien acude a temas comunes, estos siempre vienen acompañados de nuevos matices. Y es lo que sucede con uno de los elementos centrales de su filmografía: la maternidad. Si se emprende la tarea de revisitar todas sus películas, no es difícil encontrar -en primer o segundo plano- a unas figuras maternas que difícilmente pueden pasar desapercibidas. Desde esa descabellada Lucía (Julieta Serrano) en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) que recorre las calles de Madrid engalanada en un Chanel clásico, en moto y con pistola en mano en busca de su enemiga Pepa (Carmen Maura) -que será una futura madre soltera primeriza-, a esa madre que odia y llama quinqui a su visionaria hija en Qué he hecho yo para merecer esto (1984). Madres castradoras como la de Matador (1986), ignorantes intencionadas como la de La mala educación (2004) o fantasmales como la de La piel que habito (2011). Y, sobre todo, madres que refuerzan el imaginario almodovariano con sentencias de imposible refutación como aquella de “una operación es como un melón cerrao’, hasta que no se abre no se sabe si está bueno o si está pasao’” que pronuncia la siempre brillante Chus Lampreave en La flor de mi secreto (1995). Pero todas ellas son solo la anécdota y el principio de la intermitente relación entre Almodóvar y la maternidad de la que el director vuelve a servirse en Madres paralelas (2021). Porque cuando las madres dejan de ser secundarias y ocupan la centralidad del relato, se convierten en una suerte de bomba de relojería siempre a punto de estallar -o hacerlo todo estallar-. Madres que mantienen una relación tormentosa con sus hijos e hijas, casi siempre por una persona o acontecimiento externo que infecta una herida que solo se cierra a través del sacrificio. O bien madres víctimas -y también verdugos- de todos aquellos mandatos que han hecho siempre de la maternidad una mística imposible de alcanzar.
Sus madres
Después del batiburrillo de santas y alborotad(or)as madres -sores- de Entre tinieblas (1983), la primera madre que se hace con el protagonismo de toda una película es Gloria (Carmen Maura) en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), una madre “que está muy mal de los nervios” y que se ve obligada acudir a la farmacia -sin receta- en busca de algo que la calme. Una madre que no puede con su alma tras eternas jornadas de trabajo fuera y dentro de casa. Una pobre ama de casa de los suburbios de Madrid que ha se ha visto envuelta en el asesinato de su marido y, por si fuera poco, tiene a la suegra metida en casa con un lagarto como mascota. Por primera vez, Pedro se acerca, aunque sin renunciar del todo a lo pop, a una realidad social de manera crítica y directa, mediante la construcción del personaje de Gloria. Un personaje que concentra el arrojo, y en cierta medida la temeridad, que se encuentran siempre en el corazón de los antihéroes almodovarianos, movidos siempre por la ley del deseo. En este caso, el deseo de una madre por llegar a fin de mes y tener una vida normal. De este modo, el cineasta vierte una mirada sobre una mujer de extrarradio que hace dinamitar la mística de la maternidad para construir una de carne y hueso; doliente sí, encerrada bien sea en primeros planos y planos secuencia como el del cierre de la cinta, o empequeñecida por las colmenas de edificios. Una madre que no tiene claro si es mejor tirarse por el balcón y desaparecer para siempre. Pero también una mujer -además de madre- que tiene otros deseos y que la película se encarga muy bien de dejar claro desde su arranque.
En ese camino de destrucción -quizás no pretendido- de la mística de la maternidad aparece el siguiente título, donde ese elemento castrador atraviesa y agrieta la relación entre la exitosa musa Becky de Páramo (Marisa Paredes) y la siempre apocada Rebeca (Victoria Abril): Tacones Lejanos (1991), una de las primeras cintas donde Almodóvar arma el relato en torno a la relación maternofilial. De hecho, es la hija la verdadera protagonista de la película, aunque se vea eclipsada desde que tiene memoria por la figura de su madre, una artista que decide perseguir su sueño dejando todo atrás. En esa batalla campal que se desarrolla entre clubes nocturnos, escenarios, boleros, plumas y múltiples identidades, madre e hija no dejan de destruirse cuando lo único que piden la una de la otra es redención. Perdón, atención y amor. Resonando todo el tiempo Sonata de otoño (1978) de Ingmar Bergman, el conflicto entre ambas le permite a Almodóvar construir escenas -al igual que al cineasta sueco- donde la actuación de las dos protagonistas se convierte en la herramienta principal mediante la cual el director -con la ayuda de la actrices- expresa el torrente de emociones que mueven las acciones de los personajes. De nuevo, el deseo de una y otra por ser escuchada y admirada por la otra. Si Bergman usaba el piano como desafío entre ambas, Almodóvar, mucho más melodramático, sustituye el piano por un hombre para poner sobre el tablero la envidia, los celos y las dinámicas de poder que existen entre madres e hijas.
Algo más tarde, y tras el pintoresco parto de una joven Penélope Cruz en un autobús en los últimos coletazos de la España franquista de Carne Trémula (1997), de nuevo, la madre vuelve a ser la protagonista, esta vez encarnada por una rota y cansada Manuela (Cecilia Roth) en Todo sobre mi madre (1999). Aunque, en realidad, aquí el concepto de madre se amplía como ya había hecho en cierto modo con la maternidad del personaje transexual de La ley del deseo (1987). No solo porque Manuela se convierta también en madre y protectora de la Agrado (Antonia de San Juan) -y esta a su vez en guía para todas esas mujeres auténticas que lo son por parecerse a lo que han soñado de sí mismas- sino porque en esta ocasión resulta que hay más de una madre plañidera que llora la muerte de Esteban. En esta película de viajes reales (Barcelona, Madrid, Barcelona) y figurados, la protagonista carga con el mayor de los dolores de una madre, la pérdida del hijo, de la que habla Huma Rojo (Marisa Paredes) en el epílogo -siempre jugando la baza de la metaficción- interpretando el doloroso monólogo de Bodas de Sangre. Porque, en realidad, en la raíz de la maternidad almodovariana está Federico García Lorca y la madre que lame, como los animales, la sangre del hijo. La construcción de esta madre dulce pero inquieta que interpreta Cecilia Roth, le permite a Pedro ahondar en el dolor de la pérdida, en un personaje que se mueve durante gran parte de la película con un vago propósito y sin encontrarle sentido a su vida. Una mujer que transita desde el ansia de una absurda venganza a la más pura generosidad.
En Volver (2006) -cuyo argumento no solo recuerda a relato de Amanda Gris de La flor de mi secreto, sino que también al de Que he hecho yo…- la maternidad se vuelve fantasmagoría encarnada por Carmen Maura. También en un sentido figurado ya que persigue como una sombra oscura al personaje de Raimunda -interpretada por una Penélope Cruz que por primera vez se convierte en una de esas madres de tupper, escotes pronunciados y visita a la familia del pueblo- que vuelve a lidiar con los traumas del pasado en el presente. Como el rojo intenso que tiene que hacer desaparecer con rollos de papel de cocina. Y esa herencia de los dolores y los traumas que se transmiten de madres a hijas y que inquinan y emponzoñan esas relaciones, son los que aquí termina por abordar Almodóvar y condesa en la secuencia del playback de la versión de Volver interpretada por Estrella Morente. De nuevo, la maternidad observada desde la óptica de la puesta en escena y la performance a través de una canción que busca exteriorizar el dolor de los ojos acristalados de una madre que, como una leona, protege a su hija de lo que sea -y vuelve así a Lorca-.
Cerca de Todo sobre mi madre se encuentra Julieta (2016) donde Emma Suárez tendrá que enfrentarse al dolor de la pérdida de Antía. Una pérdida que duele en tanto que no es irreversible, sino que requerida por la hija. En esta ocasión, es esta última la que marca una distancia que a la madre atormenta ––precisamente fue una tormenta la que se llevó al padre de Antía- y llena de una culpabilidad paralizante por los ecos que resuenan de su pasado. Una relación marcada por otro de los elementos más comunes de la filmografía de Pedro: la fotografía rota en pedazos que habla de la fractura de una relación materno filial en la que la madre no para de buscar a su hija -a la que compra una tarta de cumpleaños que siempre se ve obligada a tirar- mediante la escritura, quizás de la misma forma que Pedro intenta llegar hasta su madre.
Según este recorrido es lógico que, en su última película, Madres Paralelas, Almodóvar se acerque a un modelo de maternidad mucho más acorde a la actualidad. Quizás, en ese intento por parte del cineasta de acercarse a unos personajes femeninos que lidian con un presente donde quedan muy lejanos las transformaciones estructurales que hagan desaparecer la opresión -por eso cortó el cable del teléfono en La Voz Humana (2020)-, nacen madres como Janis (Penélope Cruz) y Ana (Milena Smit). Madres trabajadoras que luchan contra el maldito techo de cristal. Mamás más modernas a las que se hace imposible la conciliación familiar y terminan delegando en otras mujeres que cumplen con todas las tareas de la maternidad a cambio de abusivos sueldos. Madres solteras y también prematuras que necesitan la ayuda de sus progenitoras porque no están preparadas -y aquí se vuelve a avistar la huella del personaje de Becky de Páramo en el que interpreta Aitana Sánchez Gijón-. Pero en esta ocasión el director no quiere quedarse ahí porque de madres ya ha hablado bastante. En esta última cinta, Pedro parece querer elaborar una metáfora mediante la cual definir España como un país de madres -y viudas- que han levantado el país llorado la pérdida sin recibir respuestas. Pero a pesar de tratarse de una idea fabulosa, la ejecución termina siendo fallida por perderse en una especie de melodrama de madres e hijas cruzadas -deseadas y deseantes- que terminar por relegar al supuesto gran tema a un segundo lugar.
Más allá de las madres
Podría decirse entonces que la atención de Almodóvar a la maternidad va mucho más de la creación de personajes femeninos fuertes y estridentes que le sirven para completar su universo particular. En la idiosincrasia almodovariana, el interés por las madres trasciende lo narrado para adquirir importancia en la propia forma de construir la narración. La figura de la madre determina una forma de narrar y estructurar sus relatos muy concreta, convirtiéndose él mismo en la matriarca de todas sus creaciones. Eso tiene mucho que ver con la educación de Pedro, absolutamente marcada por su madre, tías y vecinas en su pequeño pueblo manchego, donde quedó cegado para siempre -como el mismo que escribe- por el elemento fuertemente performático de todas ellas -y que ha servido como inspiración a la hora de construir otros personajes como el de Carmina Barrios por Paco León-. El exceso, el melodrama, la hipérbole y casi podría decirse que lo ritual -no es baladí que el personaje de Julieta Serrano le explique al de Antonio Banderas en Dolor y Gloria (2019) como quieren que la amortajen- son esos elementos que fascinan a Pedro y que siempre son mejor encarnados por las madres. Los enredos y subtramas, siempre propias de los guiones del cineasta, siguen estructuras que beben directamente de lo oral, que pisan e interrumpen de algún modo lo que se está narrando (La mala educación, Dolor y gloria) y que bien podrían tener origen estructural en las charlas al fresco de sus vecinas en los veranos imposibles del interior de España -a las que rinde homenaje en La flor de mi secreto-. Porque probablemente, como también confiesa Marta Sanz en su Lección de anatomía (2008), Pedro escribe como escribe por su madre.
“No has sido un buen hijo” le dice Jacinta (Julieta Serrano) a un Salvador Mallo (Antonio Banderas) abatido que le responde “siento mucho no haber sido el hijo que tu deseabas”. Y es en esas líneas de diálogo -así como en varias secuencias devastadoras de Dolor y gloria– que puede apreciarse unas de las posibles razones que llevan al manchego a escribir y filmar una y otra vez a la figura de la madre. Es como si la creación -a través de la escritura cinematográfica- de todas sus madres fuera un proceso catártico por el que intenta sanar la relación con la suya propia. Una vía -la que mejor conoce- para pedirle perdón a todas las decepciones que su madre Francisca -quien llegó a convertirse en cameo habitual- se llevó consigo a la tumba y que persiguen, como el fantasma a Raimunda, a un genio atormentado que en los duermevelas de su vida va como vaca sin cencerro.