THRILLER IBÉRICO
Falacia, realidad y el caso Antidisturbios
Han pasado ya unos cuantos años desde que se empezó a popularizar el término “thriller ibérico”, pero si nos paramos a examinar una etiqueta tan ambigua como esta, encontraríamos una profunda dejadez metodológica y una intencionalidad más mercantilista que verdaderamente capaz de aglutinar un movimiento unitario dentro del cine español contemporáneo. Si se parte de la base de que, el thriller en sí, es un macro-género que ha servido como cajón de sastre para todo tipo de propuestas, la situación sólo se complica más al añadir el adjetivo ‘ibérico’ a la ecuación. Ejemplos tan dispares como La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014) y la serie Matadero (Daniel Martín Sáez de Parayuelo, 2019) se han categorizado bajo ese mismo lema. El objetivo general sí parece claro: apropiarse de lo global para re-imaginarlo en lo local, ya sea a través de un acercamiento detectivesco en Andalucía o absurdo y sainetesco en la Castilla rural.
Sin embargo, cabe preguntarse si existe alguna otra manera que permitiese agrupar un corpus tan heterogéneo en torno a nociones que no sean, simplemente, el beneplácito de la audiencia y la popularidad de este tipo de ficciones. Cuestiones como estas serían objeto de investigaciones mucho más pormenorizadas y que se deben llevar a cabo a través de los correspondientes marcos teóricos. No obstante, con la intención de iniciar esa conversación, sí se puede afirmar que existen patrones temático-genéricos que llevan gestándose desde los años 90, con ejemplos como la ópera prima de Agustín Díaz Yanes, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995) y, posteriormente, con Enrique Urbizu y La caja 507 (2002). Nuevos autores que retoman una tradición noir casi inexistente en la España franquista, debido a la fuerte censura en contra de comportamientos morales subversivos y el cuestionamiento de la ley y orden del Régimen, y minoritaria en la Transición, donde las preocupaciones principales fueron otras.
Los casos, sin duda, existieron y tienen su merecida fuente de interés, como pudieran ser Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955), película no menos censurada que otras cintas estadounidenses en la época del código Hays, o El crack (José Luis Garci, 1981), capaz de crear un imposible investigador privado español en la figura de Alfredo Landa. No obstante, este tipo de ejemplos que, sin duda, pueden ser rastreados a lo largo de la historiografía cinematográfica española, dista mucho de la asiduidad y el éxito que se está cosechando actualmente desde presupuestos contemporáneos o neo-noir.
Lejos quedan esas películas estadounidenses de los años 40 y 50, su blanco y negro, sus femme-fatales arquetípicas, sus desgraciados individuos y hastiados detectives privados. Sí se mantienen, por otro lado, unas preocupaciones compartidas: el deseo, la proclividad y la fatalidad del crimen, que destapa una intrincada red de penurias individuales y problemáticas sociales a través del comportamiento errático de sus protagonistas. En un nivel de pureza genérica (si es que el cine negro alguna vez la tuvo), el patrón clave es la hibridación entre géneros, además de su movilidad espacial, intercambiable de la urbe a lo rural y, por supuesto, de lo global a lo local.
De nuevo, nos topamos aquí con un dilema complejo, y es que cada uno de estos casos es abordado por una sensibilidad autoral única y, por tanto, con diferencias sustanciales que convierten lo neo-noir en un cajón de sastre más. Las semejanzas pueden hallarse, pero no tiene nada que ver la negrísima (y baluarte de la fama actual de este tipo de producciones) No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011), con el carácter subversivo y onírico de Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) o la vuelta a un imposible clasicismo de El crack cero (José Luis Garci, 2019). Sea como fuere, la proliferación de estas cintas existe y ha sido capaz de aunar popularidad con autoría para dar un soplo de aire fresco a la cara más pública del cine español. De la mencionada La isla mínima, pasando por El niño (Daniel Monzón, 2014), Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 2016), Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, 2016) y El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018) en el terreno cinematográfico, además de Crematorio (Jorge Sánchez-Cabezudo y Alberto Sánchez-Cabezudo, 2011), Fariña (Ramón Campos, 2018) o Gigantes (Enrique Urbizu, 2018-2019) en el terreno de las series.
Ha llegado el turno de un nuevo y potentísimo añadido más a estos ejemplos: la serie Antidisturbios (2020), del ya mencionado Rodrigo Sorogoyen y su inseparable co-guionista Isabel Peña. Este dúo de moda lleva apoyándose en la corriente del “neo-noir ibérico” desde su cinta de 2016, gracias a la cual han definido una marca y un estilo únicos, consolidado ahora por su última creación. La hibridación genérica o influencia intertextual re-significadora son fácilmente rastreables en su cine. Que Dios nos perdone destapa las alcantarillas para airear el hedor y el sudor de un Madrid sofocante durante la celebración de la JMJ en 2011, pero es imposible no pensar en el Seven (1995) de David Fincher. Con un plano secuencia inicial de claras reminiscencias al archiconocido de Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990), Sorogoyen es capaz de identificar la figura del político español con la del gangster en El reino. Las posibilidades son numerosas, y en Antidisturbios conviven el retrato costumbrista cargado de brutalidad e hiper-masculinidad (explícita e implícita) con la corrupción sistémica que condiciona y maneja blancos, negros y grises.
El formato serial permite a Sorogoyen y Peña ahondar más en las complejas vidas de sus personajes que, si bien para algunos puede obstaculizar o empañar la trama más policial, también problematiza enriquecedoramente el relato. Al indagar en el estudio de personajes con relativa libertad en cuanto a metraje se refiere, consiguen potenciar satisfactoriamente la naturaleza contradictoria, trágica y patética de algunos de ellos, cuyos comportamientos oscilan entre el honor, la hermandad dignificadora o el sentido de familia, y las conductas aberrantes, violentas e irresponsables. En este engorroso marco, que pretende mostrar penurias humanas individuales sin caer en una vilificación simple que ofrezca respuestas categóricas, la dimensión noir toma un rumbo muy interesante en su vertiente más existencial. El espectador debe incluir a este grupo de personajes únicos dentro un relato de corrupción colectiva, para así dilucidar cuál es su papel dentro de él. Los temas más amplios, como no podrían ser de otra manera en lo neo-noir ibérico, se vinculan a la podredumbre de las instituciones post crisis del 2008, al pillaje sistemático que permea una sociedad democrática desencantada.
Formalmente, Rodrigo Sorogoyen oprime tanto a los habitantes de su ficción como al espectador con una crispación palpitante en cada secuencia. Se permite distintos acercamientos que funcionan a la perfección, ya sea lo cuasi-documental en la magistral escena del desahucio, (donde la cámara parece recibir los porrazos y los escupitajos), o el enfrentamiento del grupo antidisturbios contra ultras de fútbol, donde el contraste entre las figuras ocultas en la oscuridad iluminadas por bengalas y difuminadas por el humo convierten la escena casi en una abstracción y una lucha entre los policías contra sus propios demonios. Sin duda, habrá ocasiones en las que el director pueda ser acusado, razonablemente, de efectista, pero es imposible no maravillarse con planos secuencia como el que se ejecutará en el último capítulo y que define, en tiempo real, las dinámicas profundamente tóxicas del grupo de los seis antidisturbios a través de una “simple” cena. La cita intertextual es palpable y no es descabellado pensar, de nuevo, en Scorsese y su Toro salvaje (1980): en cómo la convivencia con una violencia profesional tiene su efecto en lo personal, la herida sobre lo masculino y una fragilidad que no puede permitirse.
Antidisturbios ha aparecido reclamando el título de serie del año (el cual constantemente pasa de mano a mano cada mes) con una propuesta que lleva el escurridizo neo-noir ibérico a nuevos lugares. Confirma así lo que se ha estado diciendo en estas líneas, la existencia de un patrón actual que une lo popular con lo autoral y que consigue generar una respuesta considerable o, en este caso, enérgica, en el público, ya sea nivel intra o extra cinematográfico. Una serie crispada para tiempos crispados.
Pingback: Análisis de Carancho, de Pablo Trapero. Revista Mutaciones
Pingback: Crítica de Historias para no dormir (2021). Revista Mutaciones.
Pingback: Crítica de Todos los nombres de Dios, de Daniel Calparsoro