TERRY GILLIAM: UN QUIJOTE MALDITO
Terry Gilliam: un Quijote maldito

No es raro ver a Terry Gilliam etiquetado como un director maldito. Sin entrar en el debate de si se puede considerar maldito a un autor que ha logrado rodar trece largometrajes, en muchos casos con grandes presupuestos, es justo reconocer que las cosas no han sido fáciles para Gilliam. Sus constantes peleas con los grandes estudios, la dificultad para encontrar financiación y los habituales golpes de mala suerte justifican semejante etiqueta.
Mientras terminaba la carísima Las aventuras del barón Munchausen (1988), el estudio que producía la película cambió de manos y los nuevos ejecutivos se desentendieron del proyecto, que se convirtió en un sonoro fracaso. Famosas son las disputas entre Gilliam y los Weinstein durante el rodaje de El secreto de los hermanos Grimm (2005), similares a aquellas otras con Universal por el control del montaje americano de Brazil (1985). Más trágico aún es el caso de El imaginario del doctor Parnassus (2009), cuya estrella principal, Heath Ledger, murió a mitad de la producción. Y luego, por supuesto, está el caso de El hombre que mató a Don Quijote.
Terry Gilliam consiguió el dinero para llevar adelante la producción de El hombre que mató a Don Quijote en 1998, y el rodaje comenzó en el 2000. Al poco comenzaron los problemas: una inundación destruyó parte del set, dificultades de financiación y con las aseguradoras y, finalmente, la enfermedad del actor protagonista, Jean Rochefort. Con este panorama, la producción acabó por cancelarse. Lo único que sobrevivió de esta primera aventura fue su making-of, que se convirtió en un documental y terminó por estrenarse en cines con el nombre de Lost in La Mancha (Keith Fulton y Louis Pepe, 2002). Durante los siguientes quince años Gilliam luchó por retomar el proyecto, fracasando una y otra vez por razones tan vulgares como la imposibilidad de encontrar financiación o tan trágicas (aunque en este caso no exentas de cierta comedia negra) como la enfermedad y posterior fallecimiento de John Hurt, que había aceptado interpretar a Alonso Quijano.
Un poco por sorpresa, lo que parecía ya una tragicomedia ofreció visos de final feliz cuando, en 2017, Gilliam logró sacar adelante el proyecto con Jonathan Pryce y Adam Driver al frente. La producción se llevó a cabo sin demasiados sobresaltos y, finalmente, se anunció que El hombre que mató a Don Quijote era una realidad. Pero, obviamente, la cosa no quedó ahí. El productor Paulo Branco, con quien Gilliam había negociado la financiación pero de quien se separó cuando no consiguió el dinero prometido, puso un pleito a Gilliam y a los productores de la película, alegando que él seguía siendo el dueño de los derechos. La pelea fue feroz, pero, por un momento, cuando El hombre… consiguió evitar el bloqueo en los tribunales y estrenarse en Cannes, parecía que solo iba a ser un bache momentáneo. Finalmente, los tribunales han dado la razón a Branco, bloqueando cualquier distribución de la película fuera del territorio español. A día de hoy todavía no se sabe qué hará con ella el productor luso, aunque lo más probable es que la distribuya en el resto del mundo sin que Gilliam y el resto de los productores vean un céntimo.

No voy a entrar en el debate de si la decisión del tribunal francés es correcta o no. Sin embargo, lo que parece indiscutible es que, una vez más, Gilliam ha luchado y ha perdido. Lo interesante es cómo eso conecta, de esa forma inesperada que suele tener la vida, con su cine. Prácticamente todas las películas de Gilliam tratan sobre perdedores que luchan con su entorno o el sistema en abrumadora inferioridad de condiciones. Generalmente, esa gente pierde. Generalmente, también ganan algo por el camino.
Gilliam ha comentado más de una vez que abandonó los Estados Unidos porque estaba harto de la represión que se vivía a finales de los años 60 y principios de los 70. Por eso se marchó a Reino Unido, donde empezó a trabajar como animador y acabó por unirse a los Monty Python. Con ellos rodó dos películas, La bestia del reino (1977) y la muy popular Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (1975). Ambas, pero particularmente la segunda, son un buen ejemplo del cine de Terry Gilliam. Adentrarse en cualquiera de sus películas es transitar una mente desordenada, caótica y excesiva. Su obra está llena de composiciones aberrantes (trabaja siempre con grandes angulares que deforman la imagen de manera palpable), angulaciones extremas y diseños de un barroquismo lunático. El cine de Gilliam odia marcarse límites, buscando siempre moverse con absoluta libertad, por no decir anarquía. Cuando Ledger murió durante el rodaje de El imaginario del doctor Parnassus, la respuesta de Gilliam fue adaptar el guion para que su personaje pudiera ser interpretado por otros tres actores: Johnny Depp, Colin Farrell y Jude Law. Gilliam, sin duda un discípulo de Lewis Carroll, siempre ha optado por el camino de la imaginación desbocada, aunque sea el más difícil y, en muchos casos, suponga una desconexión con buena parte del público, que prefiere conocer al menos parte del terreno que pisa.
Esto lleva a que sus películas sean, casi sin excepción, tremendamente irregulares, llenas de momentos brillantes pero también de excesos injustificables. Mientras todos aquellos directores que se han bañado en la influencia de Gilliam (Guillermo del Toro, Jean-Pierre Jeunet, Peter Jackson, Álex de la Iglesia…) han optado por domar el exceso para acercarse al público, él se ha mantenido fiel a su mirada anárquica. Y es en esa tozudez, en ese seguir adelante sin miedo al ridículo o al fracaso (o incluso abrazándolo) donde resulta más fácil admirarle. La carrera de Gilliam, más allá de sus logros cinematográficos (que son bastantes), es un ejemplo de aferrarse a la identidad propia, de no maquillar tus defectos y tus diferencias para caer bien. Pero, sobre todo, es una increíble muestra de lo que supone caerse una y otra vez, levantarse una y otra vez, seguir luchando por hacer aquello en lo que crees. En una época en la que los grandes blockbusters huyen de la diferencia, la personalidad y el riesgo como si fueran la peste, un director como Gilliam, con todos sus desatinos, precisamente por sus desatinos, es más necesario que nunca. Porque no hay nada más paralizante, nada que aboque a la muerte más que el miedo a errar.
