SUPERVIXENS
«Lo que yo hago es escribir guiones de cartoon y rodarlos con personajes de carne y hueso»
Russ Meyer
Fantasías desproporcionadas
Director, productor, guionista y fotógrafo de Supervixens (1975), Russ Meyer era muy consciente de dónde provenía la despreocupación y el desprejuicio de sus películas. Las narraciones, formas y mujeres de sus películas son de tebeo. Más propias de las historietas pulp subidas de tono de entonces que del mundo real donde gobierna la ley de la gravedad. Pero al encarnar estas fantasías desproporcionadas ante la cámara todo puede cambiar.
Ahora que el cartoon ha conquistado su espacio en igualdad con el resto del cine (ver Acid Animation), las cineastas del porno reclaman influencias cinematográficas (ver Entrevista a Amarna Miller) y surgen superheroínas en cada pantalla (ver Wonder Woman), parece un buen momento para revisar una de las películas más emblemáticas de Russ Meyer, uno de los grandes directores del sexplotation. (Tarantino le homenajeó en Death Proof, lo que se ha convertido en algo así como un Oscar honorífico para la serie B).
De nombre Clint, como el viril actor e icono de El seductor, Harry el sucio y el spaguetti western a quien probablemente parodia, el protagonista de Supervixens es un imán para todas las mujeres de grandes tetas y escotes en aprietos. Reducido a un objeto de deseo con piernas y ceñidos pantalones, Clint debe huir tras convertirse en el principal sospechoso de asesinar a su esposa SuperAngel; aunque el verdadero responsable sea un policía con problemas sexuales. Comienza así una road movie donde el sexo es el único motor, uno de irrefrenables caballos. Sin embargo la película es mucho más que un festival de tetas. Su forma responde a las exigencias del gag y a la voluntad de mostrar que siempre acompaña al afán de trasgresión: encuadres fetichistas, insertos de imágenes eróticas (cuando no pornográficas), metáforas más explícitas que sustitutorias… Aquí hay lugar para todos los fetiches e iconos sexuales: coches, escotes, lencería, porras de policía (metafórica y literalmente), un peñón rocoso y todos los significados del verbo ride (= montar). De los tebeos llega a tomar incluso su “diseño sonoro”; suenan, por ejemplo, unos míticos <plas plas> a modo de bofetadas entre los pechos de una austriaca.
Jóvenes, duras de matar, con nombres de heroínas Marvel (SuperAngel, SuperSoul, SuperCherry…), curvas que ridiculizarían a la manzana de Newton (qué decir de la de Eva) y un deseo insaciable, las Súpervixens tienen un cuerpo imposible y, no obstante, de carne y hueso. Y el corazón caprichoso y libre de prejuicios de una colegiala. Un prototipo de mujer hipersexualizada que rompía con las antiguas estrecheces (años 50 y 60) del modelo Audrey Hepburn. No hay duda de que, de nuevo y a pesar de todo, se trata de una fantasía masculina; pero lo que salva a Meyer de cualquier juicio precipitado es que su prototipo no responde a ninguna estrategia industrial o tendencia de moda, como siguen haciendo hoy los blockbuster “progresistas” tras acoger a la mujer en el seno de la cultura pop, sino al desenfreno libre de sus fantasías. Y es perfectamente consciente de ello: de que los sueños y los comics, sueños son. Y también es capaz de reírse de ellos y de sí mismo. Y, de paso, de toda censura, autoridad y represión.
Parodia y transgresión
Lo que diferencia a Supervixens de las fantasías sexuales y las representaciones de género actuales es que nunca trata de naturalizarlas e imponerlas. El montaje frenético y provocativo de sus películas no podía estar más lejos del naturalismo, ni su fotografía de los cuerpos retocados y los simulacros a los que el digital nos ha acostumbrado. Aquí todo se mueve en el terreno del juego y de la fantasía desproporcionada y consciente, desde donde se arremete contra todo lo que limite la libertad y el deseo.
Lejos de la pose pasiva de una modelo de revista, las mujeres hipersexulizadas de Supervixens son los verdaderos agentes que hacen avanzar el relato, sin obedecer a otra norma que la ley del deseo. Clint, en cambio, ni si quiera puede rescatar a la “princesa” secuestrada, sino que requiere de un Deus ex machina (o, más apropiadamente, Diva ex machina) para ello. Incluso el arco narrativo de su viaje no puede leerse sino como una progresiva aceptación a palos de la libido de las mujeres. Todas sus desgracias se deben a haber rechazado a una mujer que se lo quería follar. El rechazo frontal desemboca en una paliza primero, la resistencia que acaba en violación (de ella a él) le rescata la chaqueta después, un viaje en coche acompañado y un beso le libra del castigo y así hasta aceptar libremente a SuperVixen y alcanzar el feliz clímax. Porque ante el deseo desenfrenado de estas chicas sólo caben dos posibilidades: la aceptación de Clint o la brutalidad del policía. Al contrario que ellas, los hombres subliman sus deseos a través de los coches o de la violencia: ambas convertidas en metáforas sexuales.
El villano sólo podía ser poli. Además de impotente y, según se da a entender poco sutilmente, experto en reprimir su propia sexualidad. Porque en Supervixens los verdaderos antagonistas son las convenciones (creadas, por cierto, más por y para un género que otro) y toda forma de autoridad en la sociedad y la familia burguesa: el decoro, la policía, los maridos y el padre. Todo ello es transgredido sistemáticamente para abrir un espacio, hoy incluso más cerrado que entonces, para las fantasías. Sea a través de la trama, la exageración, el montaje y los insertos, o de la parodia.
Con su estética exagerada e iconoclasta Supervixens convierte en parodia cuanto toca. De modo también subvierte todo los códigos genéricos que adopta, como si se trataran de otra imposición a transgredir, especialmente los del western, las road movies y la cultura white trash (atención a la banda sonora). Incluso, y esto es importante, los códigos de la propia película y de la liberación sexual. Las escenas de sexo son tan increíbles e hiperbólicas, tan propias del cartoon y con diálogos tan exagerados, como sacados de una película porno de las de antes, que ironizan sobre sí mismas y se desenmascaran como las fantasías que son en realidad.
Y es que la amoralidad o más bien el liberalismo radical de Supervixens no sólo sueña con un mundo donde fuera posible entregarse al deseo sin cortapisas, un mundo que sería perfecto si no hubiese fuerzas que lo reprimieran, sino que es consciente de que es, eso, un sueño de 1975. En la práctica todo es más complicado y no parece que Russ Meyer quisiera hacerse responsable de ello, le bastaba con encontrar en el cine un espacio donde es era posible soñar.
Décadas de publicidad y Coca-Cola después, cuando el capitalismo de consumo se ha apropiado y servido de este mismo discurso y el deseo ha sido asimilado, tras la resaca al despertar de tantos sueños y la necesidad de desarrollar prácticas reales y (¡oh, Dios!) soluciones de consenso que dejen la raíz del problema inalterada; Supervixens muestra abiertamente todos aquellos límites realistas que nunca quiso trascender. Pero permanece algo en sus imágenes que a las superheroínas contemporáneas (no todas <tos> Mad Max <tos>) las hace parecer conejitos domesticados.
Alberto Hernando
Supervixens (Estados Unidos)
Dirección: Russ Meyer / Guión: Russ Meyer / Producción: Russ Meyer / Música: William Loose / Fotografía: Russ Meyer / Montaje: Russ Meyer / Reparto: Charles Pitts, Shari Eubank, Charles Napier, Uschi Digard, Haji, Henry Rowland, Christy Hartburg, Sharon Kelly, John La Zar, Stuart Lancaster, Deborah McGuire, Glenn Dixon, Garth Pillsbury, John Lawrence