SUEÑOS DE UNA ESCRITORA EN NUEVA YORK
Las arrugas del papel
Con apenas varios cuentos publicados, el éxito de El guardián entre el centeno (1951) ensombreció la leyenda del escritor J.D. Salinger. La personalidad misteriosa que se recluyó y autocondenó al ostracismo en un pueblo de New Hampshire, ha inspirado primero la novela autobiográfica de Joanna Rakoff y después su adaptación cinematográfica, Sueños de una escritora en Nueva York, del director canadiense Philippe Falardeau. En ella, una inmadura aspirante a novelista (Margaret Qualley) se introduce en una agencia literaria para, en un principio, sobrevivir y establecer contactos en la industria del papel. La premisa, que no esconde su falta de originalidad patentable en cintas como El diablo viste de Prada (David Frankel, 2006), se desliza con habilidad desde los clichés postadolescentes de la precariedad o la incertidumbre vital hasta la búsqueda del sentido que encierra la voracidad inherente al ser humano a la hora de perseguir sueños inalcanzables.
Tanto Falardeau como la productora Micro-scope tienen credenciales suficientes cómo para no dudar de su libertad creativa y de producción a la hora de superar los obstáculos de sobreinformación que supone adaptar una novela. Precisamente por eso, no se termina de comprender la vacilación de una película que divaga entre el retrato intrascendente, conformado por la representación anodina de un universo autoral impersonal por ausente, y la creativa expresividad del mundo interior de la protagonista que se cuela con pertinencia y frescura para romper el naturalismo anteriormente impuesto. Son salvedades narrativas, estrictamente cinematográficas, que abarcan desde la ruptura de la cuarta pared, dignificando las obsesivas e insistentes cartas de los múltiples fans, hasta la superposición del tiempo real y el imaginado en una breve exploración musical que no hace avanzar la acción, pero sí la comprensión que se tiene sobre la misma. Así, la singularidad de una película que tiende al drama llano, se arruga a través de pequeños incisos humorísticos y originales tales como representar al gran mito literario como vecino de refinados pavos reales. En este ir y venir del director respecto a su compromiso con la expresión cinematográfica, puede detectarse un elemento imperturbable, Sigourney Weaver. La actriz logra que la diva despótica que encarna rompa con sensibles quiebros las costuras extravagantes de un vestuario demasiado caricaturizado y componga un personaje fundamentado igual que el diablo, sabio por viejo, que no por diablo.
Cabe señalar, en esto de crear tono a pinceladas, que para encontrar algún resto de El profesor Lazhar (2011) en la película hay que usar la lupa. Alejado de los códigos realistas documentales fríos y distantes de su anterior trabajo, aquí se apuesta por la ligereza rítmica de las elipsis continuadas, el detallismo visual de los espacios y la magnitud de producción que compone el reparto. Aun así, el humanismo sincero que caracterizaba su estilo, cuyo paroxismo es el contacto físico para alcanzar la conexión emocional, el abrazo, sigue presente en Sueños de una escritora en Nueva York, redimensionado, además, con la obsesión por ver el rostro del autor ermitaño. El film, que durante su primera mitad propone una lectura superficial de las ambiciones magnánimas e ilusorias de una escritora frustrada, comienza súbitamente a profundizar en cuestiones empáticas cómo la amistad surgida de la mentoría o la relación causa-efecto entre voluntad y felicidad. Matices, quizá, que se hacen esperar debido a las triviales tramas amorosas, pero que una vez llegan, tan solo causan ganas de seguir hallando más y más.
Sueños de una escritora en Nueva York (My Salinger Year, Canadá, 2020)
Dirección: Philippe Falardeau / Guion: Philippe Falardeau / Producción: Luc Déry, Kim McCraw, Ruth Coady, Susan Mullen (micro_scope, Parallel Films) / Fotografía: Sara Mishara / Reparto: Margaret Qualley, Sigourney Weaver, Douglas Booth, Seána Kerslake, Colm Feore, Bryan F. O’Byrne