STREET FIGHTER: LA ÚLTIMA BATALLA
El DeLorean de Steven E. de Souza
Ryu y Ken, esa pareja de simpáticos contrabandistas de armas que dan puñetazos si no hay más remedio en Street Fighter… Stop ¿Ryu y Ken no eran unos expertos en Ansatsuken (mezcla de judo y karate) que habían entrenado juntos desde niños y pretendían superarse en un torneo internacional de combates cuerpo a cuerpo? Pues eso… «dos tíos que pelean»: algo así debió pensar Steven E. de Souza cuando convirtió a estos arquetipos de los videojuegos beat ‘em up en secundarios chanantes de la película Street Fighter: la última batalla (1994).
Esta primera adaptación cinematográfica en acción real de la saga de videojuegos Street Fighter retorció a los personajes de Capcom hasta convertirlos en caricaturas de sí mismos. O en otra cosa, según se mire. Ninguno de los populares luchadores, reyes de los salones recreativos de principios de los 90, se salvó de las originales ideas de Souza. El director, guionista de taquillazos de acción como Commando (Mark L. Lester, 1985) o La jungla de cristal (John McTiernan, 1988), quería que su opera prima, su película de autor, fuera algo distinto. La intención era hacer de Street Fighter una mezcla entre Star Wars, James Bond y una película bélica. O eso decía. Lo que le salió fue una comedia extraña de suspense extremo que te mantiene pegado esperando a que comiencen unas hostias que nunca llegan. Capcom USA produjo la película junto a Universal y se encargó de americanizar todo al máximo. Gracias a su hipnótica acumulación de desastres, Street Fighter: la última batalla (1994) se convirtió con los años en una cinta de culto que aún hoy sigue generando casi medio millón de dólares al año.
Decisiones que nada tenían que ver con el videojuego, como la de vestir al ejército estadounidense de un curioso azul y verde estilo camuflaje (o estilo mercadillo playero de los 90) restaban credibilidad de entrada y además hacían daño a los ojos. Pero es que todo en el film estaba pensado para dar lo que Souza debía considerar como un ambiente ficticio que recordara al videojuego (también colo en los planos que pudo los clásicos mapas del mundo o hasta los joysticks del arcade). Además así podía identificar con el color de la espada de Luke Skywalker a su héroe masculino encarnado por Jean Claude-Claude Van Damme, mientras que hacía de su villano M. Bison, interpretado por Raúl Juliá, su particular versión de Darth Vader. Pero nunca Vader tuvo un pijama de terciopelo granate, con gorra a juego, tan chulo como el que puso Souza a M. Bison. La confesa y nada identificable influencia de Star Wars en Souza da muchas pistas. Explicaría también por qué el director coloca a sus dos protagonistas en la batalla final zurrándose en una pasarela metálica o sobre esa especie de aeropatín oficina de M. Bison. Claro, así aumentaba la tensión. Cualquiera de los dos podía caer al vacío, no importa que el suelo estuviera a no más de metro y medio de distancia o el hecho de que M.Bison pudiera volar: lo que importaba era la posibilidad de una caída simbólica. Qué grande.
Más difícil resulta encontrar el paralelismo con James Bond. Quizá Souza encuentra el aire al mundo del agente 007 en las secuencias en las que pinta como mafiosos a Sagat y sus esbirros. O en aquella en las que el ejército decide seguir a Van Damme tras un discurso a lo Historias de la puta mili. Todos subidos en las lanchas más lentas del mundo tardan en llegar una vida a la fortaleza inexpugnable de M. Bison: un refugio escondido, las únicas ruinas que se ven desde kilómetros y a las que se llega… andando. No era la idea inicial. Guile (Van Damme) era un teniente de las fuerzas aéreas en el videojuego y eso se iba a respetar. Pero durante el rodaje en Tailandia el equipo no consiguió el permiso para sobrevolar la zona y el ejército de aire se reconvirtió en Marina ¿Puede que mil decisiones más en esta loca película estuvieran fomentadas por problemas de este tipo? Lo que sí se ha difundido es que el rodaje fue un infierno: presiones para tener el film listo para la campaña de Navidad obligaron a rodar a trompicones incluso varias escenas a la vez, el equipo enfermó casi en su totalidad a causa de la comida local y siempre se ha rumoreado que varios miembros del equipo estaban más pendientes de los masajes con final feliz que de trabajar. Además, según últimas declaraciones del director, parece que este tuvo que lidiar con el enorme y caprichoso ego de Van Damme. Un ego que el actor alimentaba, presuntamente, con 10 gramos de cocaína diarios. Cuentan que la productora asignó una niñera que vigilara a la estrella pero acabó compartiendo dieta con él y yéndose de fiesta.
Pese a que de este absurdo desbarajuste se pudiera hacer una película sobre el propio rodaje, nada justifica un guión de chiste. Eso sí, conocidos estos datos, se entiende el terror que debió sufrir Souza en el set de rodaje al ver que su única baza, el actor que se había llevado la mayor parte del presupuesto de la producción junto a Raúl Juliá, no aparecía cuando se le requería. Por su parte, Juliá pasaba por momentos difíciles: el actor, que aceptó el proyecto para contentar a sus hijos (grandes fans del videojuego), tenía diagnosticado un cáncer de estómago que le producía fuertes dolores y acabó con él antes del estreno de la película. El resto del reparto no era tan conocido. Kylie Minogue daba ¿vida? a Cammy, se dice que la cantante fue elegida solo por su belleza, y no es de extrañar porque dada la nula importancia de su personaje hubiera dado igual que lo interpretara un cubo.
Pero en Street Fighter: la última batalla hay mucha más tela que cortar: Honda no es un japonés luchador de sumo sino un hawaiano prieto y Chun Li no es agente de la Interpol sino reportera de día y ninja de noche. También llama la atención que el luchador de la URSS, Zangief, sea presentado como un tonto de baba (hay que recordar que el videojuego Street Fighter II, cuyo éxito mundial provocó la idea de realizar este film, salió en 1991 cuando aún existía la Unión Soviética). La película de Souza vuelve así al mensaje los rusos son villanos, al que añade: y no muy espabilados. El boxeador Balrog tampoco tiene desperdicio. El personaje inspirado en Mike Tyson es en la película el compañero de fatigas de Chun Li y Honda. O sea, que Souza lo pasó al bando de los buenos y lo metió en un trío cómico. La cinta está llena de momentos mágicos, como la presentación del metrosexual luchador español Vega con la “Habanera” de la ópera Carmen. Y qué decir del susto que Van Damme da a Chun Li en el depósito de cadáveres o de cuando Vega intuye que se avecina un fuego cruzado y, como defensa, saca su mortífero guante de cuchillas.
Sin lugar a dudas los casos más sangrantes son los de Blanka y Dhalsim. La película hace una especie de fusión al estilo Dragonball entre dos personajes del juego: el verdadero Blanka (un niño brasileño, caído en la selva tras un accidente de avión, que muta al color verde de los reptiles de la zona) y Nash (el compañero de Guile al que Bisón mató). Souza los mezcla y crea a Carlos Blanka, un compañero del teniente Guile que es raptado por Bison al principio de la cinta, junto a otros importantes rehenes que aparecen poquito, y que es sometido a una mutación genética. Al cargo del experimento: el científico atormentado Dhalsim (¿?) que encima ¡tiene pelo! Este Dhalsim irreconocible (al que Souza luego deja calvo y desnudo a causa de una explosión. Toma ya) convierte a Blanca en un engendro cabreado, con un 62% de cosas bonitas en su interior, que se parece al Hulk de la serie La Masa (Kenneth Johnson, 1978-1982) pero con peinado rockero a lo Twisted Sister.
Pero lo mejor es cómo el director rebusca entre sus recursos para vestir a los personajes con su característica ropa de lucha: Ryu y Ken se ponen sus kimonos cuando se pasan momentáneamente al lado oscuro (resulta que en la organización del crimen denominada Shadaloo todos visten así), aparecen los guantes de boxeo de Balrog y Honda se despelota con la primera excusa. Chun Li se viste de gala antes (pero en rojo, no en su azul característico) cuando es capturada por Raúl Juliá. Ella protagoniza la primera escena de lucha con salto de tres metros y tras soltar a Bison su versión del “tu mataste a mi padre, prepárate a morir” ve su pelea interrumpida (como todas).
Al final lo que menos se ve en Street Fighter: la última batalla es, precisamente, acción. Los personajes no tienen poderes: Ryu no hace su hadouken, no se alargan los brazos de Dhalsim, Blanka no ataca con electricidad y el shoryuken de Ken es tímido. Lo que si se ven son explosiones a lo Michael Bay (los noventa fueron una década incendiaria). Cuando llegan los puñetazos, las peleas se crean por montaje de planos cortos, así que no se aprecia el verdadero contacto sangriento. En la secuencia final sí que cada personaje por fin se enfrenta en peleas ‘uno contra uno’ en las que se incluyen movimientos forzados imitando los ataques típicos de cada personaje (se cuidó bastante la dosis de violencia utilizada por aquello de la clasificación de edad, tenía que ser una película para todos los públicos). Sin ton ni son y tras la derrota del villano (al que de nada le han servido sus Bison-dolares) todos se juntan en el exterior en un final de sainete. Aparece Van Damme, al que creían muerto, suelta sus chascarrillos con chispilla (y machismo que hoy no se permitiría un blockbuster) y todos dan un salto de triunfo con su característica pose de victoria del videojuego. Logotipo de Street Fighter sobre imagen congelada y fin.
Pero a Souza le quedaban dos detalles para rematar: otra referencia cinéfila y la escena de postcréditos. Justo cuando aparecen las primeras letras se oye, igual que al principio de la cinta: «Good morning Shadaloo», un cutre homenaje al saludo de Robin Williams en Good Morning Vietnam (Barry Levinson, 1987). Por último el puño de Bison saliendo de entre los escombros confirma que este amenazaba con volver en próximas entregas. ¿Tendrían ya Universal y Capcon la intención de restaurar su batcueva para que Bison continuara con sus intrigas de dominación mundial gestionadas por Skype? Si, pero no hubo más entregas. Pese a que la recaudación dio beneficios (triplicó el coste) la película no tuvo la acogida esperada, ni siquiera con una campaña de marketing que incluyó hasta comics y un olvidable videojuego nuevo con personajes digitalizados de la propia cinta.
Hoy nos queda este clásico que siempre permite regresar a mediados de los noventa. Cuando todavía se fumaba en los bares, las partidas de arcade costaban cinco duros o había que esperar dos horas para bañarse después de comer. O cuando el cine mainstream estrenaba también películas como Super Mario (Annabel Jankel y Rocky Morton, 1993) y Mortal Kombat (Paul Anderson, 1995). El Street Fighter de Souza es un DeLorean que nos devuelve tanto al pasado noventero como a una tierna y horrenda pesadilla cinematográfica… que se acaba viendo una y cien veces.
Street Fighter: la última batalla (Street Fighter, EEUU, 1994)
Dirección: Steven E. de Souza / Guion: Steven E. de Souza / Producción: Kenzo Sujimoto y Edward R. Pressman para Capcom Entertainment / Montaje: Edward M. Abroms, Donn Aron, Dov Hoenig, Anthony Redman y Robert F. Shugrue / Música: Graeme Revell / Fotografía: William A. Fraker / Diseño de Producción: William J. Creber / Reparto: Jean-Claude Van Damme, Raúl Juliá, Wen Ming-Na, Damian Chapa, Kylie Minogue, Simon Callow, Roshan Seth, Wes Studi, Grand L. Bush y Jay Tavare
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