SOLO NOS QUEDA BAILAR
Qué dicen los pasos de baile
Solo nos queda bailar empieza con un metraje de archivo. Vemos un plano general en blanco y negro donde unos bailarines georgianos, engalanados con trajes tradicionales, ejecutan unos pasos firmes e hipnóticos. Súbitamente, los fotogramas cruzan un abismo y la cámara nos devuelve a otro baile, esta vez a color. El traqueteo de los tambores sigue ahí, y el estilo de los movimientos espasmódicos de los bailarines se corresponde con las imágenes primeras, pero ahora el objetivo persigue a los cuerpos, fluye entre ellos. Los vemos revolviéndose al detalle. Sentimos la respiración agitada de los bailarines. Por aquí y por allá descubrimos los miembros sudados de una joven pareja de baile, todavía no identificada: ahora un torso, ahora un pie, ahora una cintura, a veces incluso una cara. Aunque el rostro de quien baila no es propiamente un rostro, es una extensión más de su cuerpo. El contraste entre la vieja puesta en escena, estática, y la nueva escenografía, donde la cámara es un bailarín más, enseguida nos deja intuir alguna cosa. De repente, el segundo baile se detiene cuando el profesor –ahora entendemos que se trataba de una clase?, con gesto severo y perilla, decide reprender a uno de los practicantes. Le recuerda que la danza georgiana transmite los valores de la nación, que no admite insinuación erótica alguna, y que él, por tanto, se tiene que mantener firme como un clavo.
Con esta declaración de intenciones empieza Solo nos queda bailar, el tercer largometraje del director sueco Levan Akin. La película ganó el premio a Mejor Actor en la SEMINCI y el premio del público en el Festival Europeo de Cine de Sevilla, fue nominada a la Palma Queer en el Festival de Cannes y representará a Suecia en los premios Óscar.
El bailarín reprendido es Merab (interpretado por un acertadísimo Levan Gelvakhiani), un joven de Tbilisi que espera entrar en el Ballet Nacional Georgiano. El chico trabaja de camarero por las noches y vive en un pisito oscuro y diminuto con su abuela y su madre, que andan siempre metidas en una bronca tenue e infinita, y con su hermano, también bailarín, que no pasa una sola noche en casa. Justo antes de salir una audición para el Ballet Nacional aparece Irakli, un nuevo bailarín. La competencia entre ambos, Merab e Irakli, se irá diluyendo en pasión a medida que avanza la trama. El filme recorre la inmersión de Merab en su deseo, escondido o negado hasta que conoce a Irakli, con quien vivirá un idilio tumultuoso. Tumultuoso a causa del carácter conservador e intolerante que se respira en la Georgia que nos muestra el director, al menos por lo que se refiere la diversidad sexual. La película recoge el conflicto de Merab entre su entorno social cenizo y el descubrimiento fresco y saltarín de su libido.
Y si hay un código hermoso para transmitir la atracción de los cuerpos en formato fílmico, ese es el baile, quizás mucho más que cualquier otro. Me entusiasman las escenas bailadas y nada me gustaría más que tener los conocimientos técnicos de la danza tradicional georgiana para poder dedicarle unas líneas al esfuerzo que implica cada pataleo y darle el valor justo a cada una de esas fantásticas piruetas. Y es que se trata de un baile muy espectacular, muy físico, acompañado exclusivamente de un redoble extático de tambores que se junta al vaivén de los cuerpos que con parsimonia saltan, se corresponden y se acercan, o se evitan y se alejan. Sólo con mirar cuesta no marearse un poco. El estilo es muy parecido al de las coreografías armenias de la descomunal Sayat Nova. El color de la granada (Sergei Parajanov, 1969), una película completamente bailada, expresada exclusivamente a través del ritmo de los cuerpos que sustituyen los diálogos. No creo que sea casualidad las veces que vemos a Merab, mordisqueando una granada.
Solo nos queda bailar es una película bonita, delicada y con muchos matices. Aunque en algún momento caiga en lugares comunes emotivos, de esos que cansan a los cinéfilos rácanos de lágrimas, a aquellos que detestan que les arranquen un suspiro con una fórmula fílmica prediseñada. Lo cierto es que la película en ningún momento pierde empuje. A parte del ya mencionado uso magistral de la cámara en las escenas de baile, Levan Akin no deja de explorar formas y bellezas, como un plano secuencia espectacular durante la boda del hermano de Merab. Solo nos queda bailar enseña una verdad que atraviesa los cuerpos y que no está en ningún recetario de movimientos ni de conductas.
Solo nos queda bailar (Da cven vicekvet (And Then We Danced). Suecia, Georgia y Francia, 2019)
Dirección: Levan Akin / Guión: Levan Akin / Producción: French Quarter Film, Takes Film, AMA Productions… / Música: Zviad Mgebry / Montaje: Levan Akin y Simon Carlgren / Fotografía: Lisabi Fridell / Diseño de producción: Teo Baramidze / Reparto: Leban Gelbakhiani, Bachi Valishvili, Ana Javakishvili…
Pingback: El mejor cine de 2020. Votaciones individuales - Revista Mutaciones
Pingback: Crítica de Crossing (2024), de Levan Akin. Revista Mutaciones