SMALL AXE O LA HIBRIDACIÓN DE FORMATOS
¿De qué hablamos cuando hablamos de series de televisión?
La última década de la ficción audiovisual ha traído a la escena pública un debate que ha fracturado en mil pedazos las bases teóricas que habían sustentado el discurso crítico desde que André Bazin y los cahieristas plantearan la teoría de los autores como eje de la aproximación al análisis y valoración de la imagen en movimiento. De idéntica manera y solapándose con esto último, la segregación entre cine para la pantalla grande y ficción serializada en la pequeña pantalla eran fronteras que, salvo trabajos realizados por auténticos popes del séptimo arte (Alfred Hitchcock y su Alfred Hitchcock presenta, David Lynch y Twin Peaks o Ingmar Bergman y sus Escenas de un matrimonio y Fanny y Alexander) se excluían del análisis crítico de los expertos del sector.
Todas estos ejemplos mencionados previamente se ceñían no solo a la idea del autor como eje fundamental del relato (algo que exceptuando las miniseries de Bergman no era del todo cierto, ya que tanto Hitchcock como Lynch no dirigieron todos y cada uno de los episodios de dichos seriales) sino que se consideraban rarezas dentro de un medio supuestamente adocenado y realizado (nunca mejor dicho) en serie. Pero aunque se sobredimensionara la aportación de ambos autores a sus respectivas narrativas seriadas, lo cierto es que en ambas el conjunto de directores y guionistas que colaboraban para que los proyectos llegaran al mejor puerto posible estaban muy por encima (en volumen, que no en calidad) de las aportaciones individuales de los dos cineastas.
Es por ello que, más allá de la curiosidad que provocaban dichos trabajos en la trayectoria profesional de los dos cineastas, siempre se consideraron apuntes a pie de página, transgresiones dentro de su carrera, juegos con un medio supuestamente menor. Sobre todo, porque más allá de llevar sus filias y fobias a la pantalla casera o sus particularidades formales y estilísticas, tanto Hitchcock como Lynch se adhirieron a las convenciones y códigos formales y estructurales del medio. El primero, entregando relatos auto-conclusivos acordes con el concepto de serie antológica de, por ejemplo, Rod Serling y su The Twilight Zone; el segundo, dilatando hasta el paroxismo las convenciones de la soap opera, con Peyton Place particularmente en el punto de mira.
Algo cambió en las postrimerías del siglo XX y el inicio del siglo XXI con la apuesta de HBO por una televisión no adscrita a las rigideces de la televisión generalista. El serial televisivo -ya fuera sitcom, procedimental o soap opera- se autolimitaba tanto por las reglas y los códigos de sus respectivos géneros, como sobre todo por su sumisión a los compromisos publicitarios de la televisión generalista. Fundidos a negro entre secuencia y secuencia cada escasos minutos para incorporar los espacios publicitarios que permitían la continuidad del serial; la peculiar estructura de nueve actos por episodio (en contraposición con la de tres del medio cinematográfico) o la obligación de mantener sine die en el tiempo un relato continuado (solo motivado por los ratings y la audiencia), lo que imposibilitaba el desarrollo de arcos narrativos con inicio, nudo y desenlace definidos a priori, a no ser que fuera dilatado hasta extremos imposibles.
HBO rompió con todas esas cortapisas. En HBO, sus seriales primigenios (Los Soprano, A dos metros bajo tierra, The Wire) eran desarrollados con un inicio, un nudo y un desenlace previsto, o al menos lo más previsto posible. Al ser una televisión por cable, basaba sus ingresos en sus suscriptores, por lo que no necesitaba la publicidad de third parties para subsistir. Como consecuencia, la narrativa ficcional televisiva no era interrumpida y mancillada cada diez minutos por un anuncio de papel higiénico, o la oferta de la hamburguesa de la semana en McDonalds. Pero aún más importante, sus guionistas y creadores se convirtieron en las estrellas del serial, por encima de sus intérpretes y realizadores. Por primera vez en la historia de la narrativa audiovisual los guionistas se convirtieron en los demiurgos y protagonistas del relato y la cinefilia comenzó a situar en sus respectivos altares a showrunners (un nuevo concepto) como David Simon, David Chase, Matthew Weiner, Damon Lindelof, Shonda Rimes, o Alan Ball.
El conflicto generado por el protagonismo e importancia de estos guionistas/productores provocó ondas sísmicas en los preceptos bajo los que se sustentaba la crítica cinematográfica, sobre todo aquella que se regía por la teoría de los autores y la puesta en escena. ¿Cómo se podía realizar un análisis formal y estilístico de unas obras donde la figura del director (hasta el momento el punto central desde donde partía el análisis y el discurso crítico) era un elemento más, enterrado bajo el control y los designios de unos guionistas venidos a más? ¿Cómo podía la crítica cinematográfica adaptar sus preceptos teóricos a unas obras que aparentemente se sustentaban más en la prosa que en las imágenes?
El panorama televisivo mutó y se transformó aún más (para sufrimiento de una crítica que veía como el abismo de sus teorías se habría a sus pies) cuando en paralelo ocurrieron dos acontecimientos clave para entender la evolución del audiovisual en la última década: la aparición de las plataformas de streaming (Netflix, Amazon Prime Video, Apple TV) y el coqueteo cada vez más frecuente de cineastas que, viendo la deriva monotemática y homogénea de las carteleras y estudios cinematográficos y la libertad creativa que les proporcionaban dichas plataformas, comenzaron a realizar sus proyectos más ambiciosos y personales en la ya no tan pequeña pantalla, caso de Martin Scorsese con El irlandés, Alfonso Cuarón y Roma, o más recientemente Sofía Coppola con On the Rocks o Mank de David Fincher, por poner algunos de los ejemplos más mediáticos. Por otro lado, otros directores eminentemente cinematográficos volvieron al medio, como David Lynch y su inabarcable Twin Peaks The Return, o probaron suerte por primera vez, como Enrique Urbizu y sus dos temporadas de Gigantes, Nicolas Winding Refn con Too Old to Die Young o, más recientemente, autores como Alex de la Iglesia y su 30 monedas para HBO o Rodrigo Sorogoyen y sus Antidisturbios para Movistar.
Y así llegamos a Small Axe y su director y guionista, Steve McQueen. Si Lynch volvió a su serial televisivo para dinamitar la serialidad a partir de un relato antinarrativo que servía como inversión de los códigos del pasado y el presente, difuminando las líneas entre lo televisivo y lo cinematográfico, y Nicolas Winding Refn uso los códigos de la televisión de qualité para realizar un ejercicio de dilatación narrativa extremo, Steve McQueen desmonta otras barreras invisibles entre cine y televisión, entregando a la cadena BBC cinco películas antológicas, englobadas dentro de una temática que las unifica: los problemas raciales de la comunidad negra en Inglaterra entre finales de los 60 y principios de los 80.
Al igual que ocurriera previamente con el regreso a Twin Peaks de David Lynch, que fue considerada la mejor película de 2017 para Cahiers du Cinema y la segunda mejor del año para la revista británica Sight and Sound, este año Small Axe ha recibido también el reconocimiento a mejor película del año por Sight and Sound. La diferencia (y aquí estriba el nuevo muro de contención que ha derribado la obra de McQueen) es que Sight and Sound no ha elegido el serial antológico completo como mejor película del año, sino que ha elegido su segunda entrega, Lovers Rock, como mejor obra, dejando a un lado las restantes cuatro películas/episodios/entregas de la antología. Lo que lleva a la siguiente pregunta, que no tiene una respuesta unívoca y abre un debate muy sugerente. ¿Es posible valorar Lovers Rock como obra individual sin tener en cuenta tanto aquello que le precede como lo que le continúa?
La respuesta inmediata sería casi sin dudar un rotundo sí. Lovers Rock es un relato auto-contenido, más sensorial que narrativo, una explosión de cuerpos, y primeros planos de extremidades y rostros en contacto al son del reggae y un primigenio hip hop dentro de un único escenario de pura liberación racial y social. Pero detrás de esas paredes -lugar donde la comunidad joven negra inglesa de los años 70 se refugia- existe un mundo exterior opresivo, prejuicioso y peligroso que se encuentra fuera de campo, tanto de los límites del fotograma como del relato narrado. Una sola vez, tanto espectador como personajes se alejan de esa arcadia feliz que es la jam session en el domicilio particular. Y esa secuencia (el acoso de un grupo de adolescentes blancos a la protagonista femenina del relato) demuestra que fuera de los muros protectores de ese momento inasible y fugaz, de felicidad y disfrute pleno, existe un peligro real, tangible y continuado. Un universo y conflicto injusto y recurrente que es desarrollado en el primer episodio de la antología, el episodio titulado Mangrove.
En Mangrove, Steve McQueen, a partir de las formas aparentemente tradicionales del cine de juicios de temática social (contemporánea en forma y fondo en muchos aspectos a El juicio de los siete de Chicago de Aaron Sorkin) sitúa en un contexto global la lucha por los derechos de la comunidad negra de finales de los años 60, dando como resultado una manifestación colectiva que acabó derivando en un juicio acerca de los derechos de una comunidad en general y un propietario de un establecimiento en particular contra el racismo institucionalizado de las fuerzas del orden y el poder judicial de la Inglaterra de la época. Dicho episodio ha sido criticado mayoritariamente por una supuesta estereotipificación de los agentes del orden, aunque la mirada más interesante y posiblemente certera hacia esa decisión bien podría sustraerse como una derivación de los preceptos del angry young man salido del Free Cinema británico (en especial el de los protagonistas masculinos del cine de Tony Richardson) desde una perspectiva de lucha racial, donde el airado hombre blanco de los años 50 y 60 traslada su rabia y su frustración hacia el “otro”.
Tampoco es casual que Mangrove tenga una duración total que duplique las de cada una de las cuatro entregas de la antología. Es una señal más de las intenciones de McQueen, al convertir su primer “capítulo” en una “película” de dos horas. Mangrove define, en su scope, tanto narrativo como temporal, su sentido como puerta de entrada y relato global del que surgen las especificidades de cada una de las cuatro entregas restantes. Small Axe se sirve de ecos temáticos, formales e incluso sonoros para engarzar cada uno de los relatos aparentemente individuales en un conjunto poliédrico y global. Algo que podemos observar en su tercera entrega, Red, White and Blue, donde el relato de un joven negro que busca la justicia y el reconocimiento de la comunidad, convirtiéndose en un agente de policía inglés, en un bobby, acaba situándole en una suerte de tierra de nadie, entre dos mundos en conflicto de los cuales no pertenece a ninguno y denunciando la brecha entre las dos razas, incluso cuando el poder vigente permite derivaciones del statu quo cara a la galería.
Si la libertad derivada de la cultura sonora, propia e indivisible, que nos deja vislumbrar Lovers Rock le sirve a la comunidad británica negra para escapar breve y momentáneamente de la asfixiante realidad que les toca vivir, su cuarta entrega, titulada Alex Wheatle, completa y contextualiza el ecosistema musical presentado en su segunda entrega, centrándose en la figura del protagonista que da título al capítulo. Un joven con intenciones de convertirse en estrella de la música que nos sirve de puerta de entrada a las interioridades de aquellos intérpretes que eran meros rostros en la segunda entrega. Para redondear el recorrido acerca de las causas y consecuencias de la lucha racial que se vivió y se vive en la Inglaterra pasada y presente, la antología cierra su amplísimo relato (desde el punto de vista espacial, temporal y social) con una entrega titulada sucintamente Education.
Education es un cierre, un alfa y omega total de la antología, donde Steve McQueen entra directamente a las claves del problema. Y el problema se encuentra en la raíz y origen: la infancia y el modelo educativo desigual que sustenta y continua en el tiempo la desigualdad inherente del sistema social. Un relato que desgrana dicha problemática con crudeza pero sin sensacionalismos de ningún tipo y que sirve de epílogo y a su vez prólogo de la problemática denunciada.
Es por ello que las cinco partes del relato son indivisibles y aportan capas de significante y significado a la temática global que sobrevuela la obra. Por dicho motivo, el conjunto de Small Axe -de nuevo como seriealizaciones alternativas y desestabilizadoras como Twin Peaks The Return o Too Old to Die Young– se sale de los márgenes de la convención crítica estipulada hasta el momento. Al igual que Lynch y Winding Refn, Steve McQueen reutiliza y reinterpreta las formas, códigos y estructuras de la narrativa televisiva (por supuesto sin la búsqueda de una resignificación consciente de las mismas como la de los referentes mencionados) abriendo nuevos caminos, tan complejos como apasionantes, para seguir indagando e interpretando los nuevos caminos que la fusión de los códigos del lenguaje fílmico y televisivo y la hibridación de ambos, pueden proporcionar al audiovisual contemporáneo nuevas vías de expresión, a los que el ejercicio crítico deberá enfrentarse sin los prejuicios de unas herramientas del pasado que quizá a día de hoy puedan antojarse obsoletas.
Small Axe (Reino Unido, 2020)
Dirección: Steve McQueen / Guion: Steve McQueen, Alastair Siddons/ Producción: Turbine Studios, BBC, Lammas Park, Emu Films, Amazon Studios / Montaje: Chris Dickens / Música: Mica Levi / Fotografía: Shabier Kirchner Reparto: Letitia Wright, Shaun Parkes, Malachi Kirby, Rochenda Sandall, Jack Lowden, Sam Spruell, Gershwyn Eustache Jnr, Nathaniel Martello-White, Richie Campbell, Jumayn Hunter, Gary Beadle, Richard Cordery, Alex Jennings, Derek Griffiths, Jodhi May, Llewella Gideon, Tahj Miles, Michelle Greenidge, Thomas Coombes, Joseph Quinn, Doreen Ingleton, Tyrone Huggins, Samuel West, Joe Tucker, James Hillier, Steven O’Neill, Ben Caplan, Stefan Kalipha, Akbar Kurtha, Shem Hamilton