David LynchFuera de CampoSitges 2020

EL HOMBRE ELEFANTE

El sueño de la industrialización crea monstruos

El hombre elefante Freddie Jones

El hombre elefante (1980), la segunda película de David Lynch, sigue considerándose, 40 años después de su estreno, una rara avis dentro de su filmografía. Un biopic de época, una historia basada en hechos reales acerca de una de las figuras más legendarias de la era victoriana que aparentemente poco tiene que ver con los ejercicios surreales que el cineasta de Montana ha ido desarrollando desde Cabeza borradora (1976) hasta Twin Peaks The Return (2017). Un trabajo que el propio Lynch admite haber aceptado tras darse cuenta de que si quería introducirse en la industria, su ópera prima, convertida con el paso de los años y gracias a las midnight sessions en objeto de culto, no servía como carta de presentación.

De lo que si sirvió Cabeza borradora fue para llamar la atención del productor ejecutivo de Mel Brooks, Stuart Cornfeld, que tras ver el primer largometraje de David Lynch en su estreno en el cine Nuart de Los Ángeles dijo de ella que “…era lo mejor que le había pasado en la vida. Una experiencia purificadora”. Acto seguido, Cornfeld se puso en contacto con David Lynch y este le propuso un guion en el que llevaba trabajando un tiempo, Ronnie Rocket. Un proyecto en el que el cineasta había puesto todo su empeño -y del que gran parte acabó luego dentro  de su regreso a Twin Peaks- y que no consiguieron que ningún estudio aceptara. Lynch, angustiado por la posibilidad de no volver a poder realizar un largometraje, le pidió a Cornfeld que le buscara scripts para que pudiera dirigir. Cornfeld le propuso tres guiones. El primero de ellos era el libreto de El hombre elefante, obra de los guionistas Christopher De Vore y Eric Bergren. En cuanto Lynch escuchó el título, no quiso saber nada de los otros dos proyectos. Ese era el trabajo que quería convertir en su segundo largometraje.

Pero aunque Cornfeld estaba decidido a que Lynch dirigiera la cinta, Mel Brooks prefería al británico Alan Parker. Pero Cornfeld consiguió convencerle para que tuvieran una reunión, y así, Brooks se dio cuenta de que Lynch era el director indicado, además de redefinirle como “El Jimmy Stewart de Marte”. Una vez que Lynch fue contratado, marchó a Londres con un equipo ajeno a la troupé de su artesanal y familiar ópera prima, en el que por ejemplo su director de fotografía Frederick Elmes fue sustituido por Freddie Francis, con el que volvería a trabajar en su segundo y último acercamiento al mainstream, Dune (1984). La única excepción fue su técnico de sonido, Alan Splet, que introdujo el ambiente sonoro industrial de Cabeza borradora en los callejones del Londres victoriano.

El hombre elefante John Hurt

Lo mismo ocurrió con el casting de la obra, impuesto por la productora de Mel Brooks y repleta de actores ingleses, entre los que destacaban Anthony Hopkins como el médico Frederick Treves, John Hurt como John Merrick (el hombre elefante), John Gielgud como Carr Gomm o Freddie Jones como Bytes. Este último sería el único actor del reparto que repetiría con el cineasta, en Dune (1984) y Corazón salvaje (1990). Del resto del reparto principal, son conocidas las continuas peleas entre Lynch y Hopkins, ya que este último no confiaba en el director debido a su inexperiencia. Más cordial fue la relación entre Hurt y Lynch, desde el proceso de casting -para el que también se presentó Dustin Hoffman- como en el proceso de rodaje, a pesar de algunos momentos de tensión cuando Lynch pretendió convertir la producción en lo más artesanal posible, realizando él mismo el maquillaje para caracterizar a Hurt en John Merrick. El fracaso en la aplicación del maquillaje por parte del propio cineasta en el rostro y cuerpo de Hurt fue solventado con la entrada del especialista Chris Tucker.

En lo que sí pudo introducir Lynch su sello en las primeras etapas de la producción fue en la reescritura del guion. El libreto original de De Vore y Bergren carecía del drama necesario en el tercer acto del filme, ya que en el mundo real, la vida de John Merrick tras su llegada al hospital donde fue cuidado hasta su fallecimiento, fue un remanso de paz. En cambio, en el guion reescrito por Lynch, este introduce las torturas físicas y psicológicas nocturnas y su regreso al circo de freaks donde fue recogido por el médico Frederick Treves. Pero además de los cambios en el relato, Lynch introduce a una película aparentemente academicista y clásica en su concepción, elementos de su trabajo previo y apuntes de lo que será su filmografía posterior.

En su superficie, El hombre elefante aparenta ser una clásica y conservadora producción de prestigio para la temporada de premios estadounidenses. Un reparto de flema británico, un relato narrado linealmente, un fastuoso diseño de producción que introduce al espectador en la atmósfera de la Inglaterra de finales del XIX y un score de John Morris con reminiscencias -sobre todo en sus primeros acordes- de la suite de El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972), compuesta por Nino Rota. No es de extrañar que la cinta fuera una de las candidatas principales en la temporada de premios y fuera nominada a ocho Oscars de la Academia -entre ellos el de mejor película y mejor director- aunque finalmente se fuera de vacío. Pero bajo esa superficie clásica y académica -quizá el trabajo que más ha creado concordia entre público generalista y amantes del cine de Lynch- el segundo largometraje del director esconde apuntes y toques de su particular manera de entender el arte audiovisual.

Solo hay que fijarse en su prólogo y epílogo, nacimiento y muerte de John Merrick. Al principio, a partir de un rostro flotante y superpuesto sobre un cielo estrellado -recurso visual que enlazará a este trabajo con el inicio de Dune– el espectador es testigo de una extraña ensoñación donde el cineasta representa la gestación de Merrick, a partir del relato (entre lo legendario y lo onírico) transmitido por su madre ausente. Una secuencia onírica, que a partir de la concatenación y superposición de los planos trae al recuerdo no solo el inicio de Cabeza borradora -la superficie de un planeta alienígena que no es más que el exterior de la mente de Henry Spencer, el protagonista de la misma- sino una perversa sugerencia, entre la concepción y la violación por parte de los elefantes a la madre de Merrick. Esto también recuerda a la recreación de la violación y muerte de Laura Palmer en la secuencia que da cierre al primer episodio de la segunda temporada de Twin Peaks, donde la recreación de la última noche de Laura Palmer -a partir de los recuerdos de Ronette Pulaski- es representado a partir de una puesta en escena que comparte estética y tono con el arranque de El hombre elefante. De idéntica manera, a lo largo de todo el metraje del filme, el rostro de la madre de Merrick acompaña tanto al protagonista de la cinta como al espectador, a partir de un retrato que atesora Merrick y que es registrado por la mirada del cineasta, con la misma liturgia que el retrato de reina del baile de Laura Palmer en Twin Peaks. Dos presencias, ambas de personajes fallecidos, que inundan y ahogan tanto la narración como los márgenes del celuloide.

De idéntica manera, la conclusión de la cinta, con el rostro de la madre de Merrick adscrita a un orbe flotante bajo el cielo nocturno del espacio, esperando a su hijo en la inmensidad de la eternidad, sirve como antecedente directo de dos momentos cruciales de Twin Peaks. En primer lugar, la muerte de Merrick, tan plácida como buscada por el propio Merrick para acabar con su sufrimiento, sirve de precedente al clímax de Twin Peaks: Fuego camina conmigo (1992), donde Laura se deja matar por su propio padre para conseguir algo de paz. Tanto Merrick como Laura son testigos, en sus últimos estertores, de una epifanía entre lo cósmico y lo religioso. Para rizar el rizo entre dos obras tan aparentemente opuestas, Merrick y el espectador ven el rostro de su madre observándole con ternura y delicadeza desde el interior de un orbe cósmico. Un orbe que en Twin Peaks The Return se convierte en elemento narrativo y conceptual de la obra, al introducir Lynch en el interior del mismo el retrato de Laura Palmer visto en las iteraciones precedentes del serial.

Otro elemento que Lynch introduce por primera vez en su obra es el del conflicto entre dos mundos. Una escisión que tan bien define el conjunto de la obra de Lynch la famosa frase de Paul Eluard: “Hay otros mundos, pero están en este”. Si en su ópera prima lo real se transformaba en una pesadilla de tintes surreales y kafkianos, monotonal en su desarrollo y ambientación, en El hombre elefante se divide entre los sórdidos ambientes de clase baja surgidos de la segunda revolución industrial y el mundo elevado de las clases aristocráticas de la Inglaterra victoriana. Ambos mundos surgidos de un ecosistema de humo, metal y fábricas que conformaron -como la bomba atómica que da origen al universo Twin Peaks- dos dimensiones que conviven sin rozarse en el Londres victoriano: las clases marginales de Whitechapel y la periferia londinense -lugar de ese circo subterráneo freak, heredero de la representación de Tod Browning en La parada de los monstruos (1932) del que surge John Merrick- y el mundo aristocrático al que pertenece Frederick Treves, donde la conversación, el arte y los rituales sociales son el centro de la existencia. No es casual que el incidente incitador de la trama sea ese choque entre dos mundos: el descubrimiento de Frederick Treves de El hombre elefante, en una secuencia que trae al recuerdo la primera aparición de Boris Karloff en el Frankenstein (1931) de James Whale.

El hombre elefante Anthony Hopkins

Una secuencia cuya puesta en escena -Frederick Treves introduciéndose en el inframundo de las clases populares- se erige como precursora de la odisea del agente Cooper en el capítulo final del Twin Peaks original. Un laberinto de límites y geografía espacio-temporal imprecisa, que luego será desarrollada en mayor profundidad tanto en las siguientes evoluciones y revoluciones de Twin Peaks, como en otros trabajos emblemáticos del cineasta. A destacar: el descubrimiento del tenebroso y seductor otro lado del aparentemente luminoso Lumberton por parte de Jeffrey Beaumont desde la intimidad del armario del apartamento de Dorothy Valence en Terciopelo azul (1986) o la pérdida de conciencia temporal y espacial de Fred Madison en esa vivienda de cortinas rojas infinitas que sirven de trasunto de su mente escindida y fracturada, fortaleza de sus más sucios secretos, en Carretera perdida (1996).

Pero también El hombre elefante con la que un cineasta alternativo como Lynch se introdujo en el circuito del cine de estudios, sirve al artista multidisciplinar para aprender y desarrollar su peculiar talento a partir de las formas y códigos del cine clásico. Porque El hombre elefante hunde sus raíces no solo en el cine melodramático clásico -Douglas Sirk mediante- con el que Lynch comienza su estudio milimétrico del dolor del alma a partir de los rostros en primer plano de John Merrick y aquellos que observan su monstruosidad física y belleza interna -una mirada agónica que llevará a su paroxismo en el episodio piloto de Twin Peaks o en el epílogo de Mulholland Drive (2001) – sino sobre todo en las maneras del cine mudo. Fundidos a negro entre secuencia y secuencia -e incluso entre plano y plano- que aportan una cualidad etérea y onírica a la realidad de lo narrado. Elementos todos ellos que servirán para profundizar e indagar en los límites entre independencia y sistema de estudios -de nuevo dos mundos en conflicto- que se encuentran sobre todo entre Terciopelo azul y Mulholland Drive hasta su vuelta a sus raíces más experimentales con Inland Empire (2006) y Twin Peaks The Return.

Unas raíces experimentales salidas de sus primeros cortometrajes y Cabeza borradora, cuya impronta permanece subrepticiamente en el interior de El hombre elefante. En primer lugar, a partir de la atmósfera sonora creada por Alan Splet, que inunda -sutilmente y por encima del sonido ambiente y los diálogos de la cinta y el score de John Morris- la aparentemente sin subterfugios puesta en escena directa y teatral del conjunto de la obra. A su vez, el terror industrial surgido en el cineasta tras pasar de vivir en la “idílica” Misoula -su Lumberton o Twin Peaks particular- a la tenebrosa e industrial Philadelphia en su juventud, un terror que hizo acto de presencia para quedarse en su ópera prima -casi un personaje más de la obra- continúa en El hombre elefante, como si esta cinta fuera un apéndice de la pesadilla de Henry Spencer, o una nueva reinterpretación de su delirio, momentos antes de morir. Todo ello potenciado por un uso del blanco y negro -al igual que en la película protagonizada por Jack Nance- con una intencionalidad alejada de lo retro y profundamente estilística y atmosférica, precursora de su trabajo como fotógrafo. Una obra que siempre se ha considerado como una curiosidad, una obra extraña dentro del conjunto de la obra de Lynch, pero que analizada y observada con perspectiva demuestra que junto a Cabeza borradora sirvió de campo de pruebas, punta de lanza y díptico, para construir al David Lynch que vino después.


El hombre elefante (EEUU, 1980)

Dirección: David Lynch / Guion: Christopher De Vore, Eric Bergren & David Lynch / Edición: Anne V. Coates / Producción: Stuart Cornfeld, Jonathan Sanger & Mel Brooks / Fotografía: Freddie Francis / Reparto: John Hurt, Anthony Hopkins, Anne Bancroft, John Gielgud, Freddie Jones.

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