SITGES 2017: LO MÁS INDIGNANTE
Todo festival tiene sus aciertos y sus errores. En el caso de la edición de este año del Festival de Sitges, donde han concurrido más de 250 películas, eso es todavía más cierto. Este artículo, el primero de los cinco que vamos a dedicar en Revista Mutaciones al festival, nos sirve para destacar cuatro títulos que, por razones diversas, nos parece que han destacado negativamente. Entre ellos, nada más y nada menos que el ganador del premio principal del palmares. Vamos allá.
JUPITER’S MOON, de Kornél Mundruczó (Premio a la mejor película)
La literatura popular nos ha acostumbrado a que toda crisis tiene su predicador. Ahí está, feliz, es su momento. Subido en una cesta de la fruta se complace y regodea en los males de este mundo. Nos acusa. Nos exige que creamos en otro. Que miremos al cielo.
Jupiter’s Moon comienza señalando a la luna del título. La única de las cerca de 70 lunas de Júpiter que podría albergar vida pese a las miserables condiciones que la rodean. Se llama Europa. Un cielo que comienza como metáfora de nuestro continente, inmerso en la crisis de los refugiados, pero que pronto irá más allá cuando la película comience a hablar de la existencia o no de los ángeles, de la fe y el miedo a los milagros y a llenarse de ínfulas de transcendencia. Mucho antes del final uno ya no se pregunta si ese cielo del predicador, con sus milagros, ángeles y demonios, sigue siendo una metáfora laica o más bien una reacción religiosa al presente, porque Jupiter’s Moon está tan autosatisfecha de su relevancia que no importa lo que el espectador piense.
Probablemente la imagen de un predicador autosatisfecho, que tan bien se ajusta a la actitud del director Kornél Mundruzcó hacia el tema de los refugiados, sea lo único de cultura popular que tenga Jupiter’s Moon. Se supone que no debía ser así. Aryan es un refugiado sirio que es disparado al llegar a Europa (Hungría) y adquiere milagrosos superpoderes, escapa del campo de refugiados y da con un médico de moral dudosa que comienza queriendo explotarlo y termina viendo en él la oportunidad redimir sus pecados. Pero el modelo de superhéroe en Jupiter’s Moon se parece más al de aquel de hace 2017 años en que se inspirara Superman que a los del cómic.
Más que volar, Aryan levita. Sobre las aguas amarillas de una piscina o el sucio asfalto de Hungría, ese país-muro contra los refugiados del Este (como Turquía, o España en el sur). Aunque Aryan le está buscando, su padre (carpintero, para más señas) murió el mismo día que él recibió sus tres heridas, cuando llegaron a Europa en busca de esperanza y sin saber que aquí Dios estaba muerto y la esperanza la traían ellos. O eso parece decir la película, aunque tal y como está narrada nunca queda claro qué quiere decir realmente. Tiene, eso sí, unas deformaciones digitales y algunas escenas de acción muy impresionantes (una de ellas incluye una persecución en plano secuencia desde el plano subjetivo de un coche).
El caso es que donde hay un cielo tiene que haber un infierno. Donde hay ángeles, demonios. Y allí donde hay un refugiado bueno existe su doble malvado, que en el elaborado mundo de Mundruczó es un terrorista. ¿En qué lugar quedan aquí Hungría y Europa? Sin duda en uno en el que tienen que ser salvadas. Desde el personaje del doctor Stern hasta la paleta de colores amarillos para interiores, todo en Jupiter’s Moon subraya la miseria económica y moral en que nos encontramos. Recreándose en el miserabilismo, la represión, el caos y la violencia, basta con que Aryan levite para que todos tengamos que mirar al cielo.
A Jupiter’s Moon le importa tanto elevarse hasta la trascendencia que pierde la capacidad de decir nada concreto. Como si no entendiera que la crisis de los refugiados es un problema de este mundo, no el púlpito urbano para transmitir la palabra del otro.
Alberto Hernando
EL HABITANTE, de Guillermo Amoedo
Director uruguayo afincado en Chile, Guillermo Amoedo es colaborador habitual de un director/productor que estos últimos años parece un fijo en Sitges: Nicolás López (a su vez, productor de las últimas dos películas de Eli Roth: El infierno verde -2013- y Toc, toc -2015). Además, el mismo tándem ganó el premio Blood Window que concede el festival a la mejor película iberoamericana en 2015, por lo que Sitges parecía el marco ideal para el estreno mundial de su nuevo filme, El habitante.
Todo comienza con un argumento muy similar al de No respires (Fede Álvarez, 2016), con tres hermanas colándose en la casa de un senador para robarle un dinero conseguido a base de prácticas corruptas. Durante el atraco, las hermanas descubren a la hija pequeña del senador atada a una cama en el sótano. Cuando deciden liberarla, se dan cuenta de que en realidad no era una víctima de abuso (algo que sí sufrieron ellas en su infancia), sino que la niña está poseída por un demonio. Un giro que se ve venir a kilómetros, aunque de todas formas lo han metido en la sinopsis oficial para evitar cualquier atisbo de sorpresa.
A partir de ahí, la película entra en el constante juego de intentar sorprender al espectador con una serie de situaciones telenovelescas, que van subiendo el nivel de incredulidad hasta llegar a giros de guion dignos de la peor serie B de hace 30 años. Y, esto lo agrava aún más, tomándose en serio a sí misma. Pero lo peor no es eso. Todo el mundo da por hecho que una película de exorcismos tiene que tener un gran componente católico. Si existe el Diablo, tiene que existir un Dios, y la fe cristiana es el arma para derrotar al Mal. Y es ahí donde entramos en lo verdaderamente indignante de El habitante. Cuando la fe cristiana sirve como justificación para el perdón incondicional a un padre violador, que ha maltratado física y psicológicamente a sus hijas durante años, llegando incluso a dejar embarazada a una de ellas.
La frase “te perdono” ha sido, moralmente, lo más despreciable y gore que se haya podido ver en un festival repleto de mutilaciones, decapitaciones y asesinos múltiples.
Fran Chico
MUSA, de Jaume Balagueró
Decía Alfred Hitchcock que no había que permitir que la verosimilitud arruinase una buena historia, y Dario Argento se aseguró de dar muestra de esa máxima. Los giallos de Argento están construidos sobre tramas endebles, cuando no ridículas, que sin embargo se adaptan como un guante a los juegos barrocos de puesta en escena del director italiano. Dicho de otra forma, Argento consigue que lo absurdo de sus tramas resulte irrelevante por lo fascinante que es la forma en la que están plasmadas.
Sobre el papel, ese es el camino que podría haber tomado Muse, la nueva película de Jaume Balagueró. El guion, basado en la novela La dama número trece de José Carlos Somoza, cuenta la rocambolesca historia de un profesor de universidad que se ve envuelto en una conspiración relacionada con un grupo de personajes misteriosos, las musas. Estas aprovechan el poder de la creación artística para, literalmente, controlar a los seres humanos a su antojo. Balagueró (y su guionista, Fernando Navarro), aprovecha estos mimbres para tejer un relato de suspense con breves destellos de terror. Ambientada en Irlanda, rodada en inglés y con un ecléctico reparto lleno de figuras internacionales (Christopher Lloyd, Franka Potente, Joanne Whalley, Leonor Watling…), la película tiene un cierto aroma a añejo eurothriller que puede resultar simpático y que, en principio, la acerca a ese referente que sería, por ejemplo, Rojo oscuro (Dario Argento, 1975).
Por desgracia, aquello que podría darle vida a semejante monstruo de Frankenstein es lo que se asegura de que no levante cabeza. La puesta en escena de Balagueró y su equipo, apática y llena de lugares comunes, no logra generar ningún tipo de atmosfera o fascinación, quedándose en una mera traslación del guion a la pantalla. Así, lo que podría haber sido interesante ejercicio de suspense pulp se queda en un anodino relato poblado por personajes planos que habitan un mundo igual de plano y vulgar.
Pablo López
THE MAUS, de Yayo Herrero
Hay películas con un arranque más o menos convencional. Este es el caso: Alex y Selma son una pareja cuyo coche se queda atascado en mitad de un bosque de Bosnia. Él es alemán, ella bosnia y musulmana. Su encuentro con dos extraños acabará convirtiendo su viaje en una lucha por la supervivencia. Arranque clásico al que, sin embargo, algunas películas saben darle la vuelta, entregando algo que no se esperaba; en algunos casos el resultado es tan terrorífico como revelador. La ópera prima de Yayo Herrero intenta entrar en ese nicho privilegiado. Pero no solo fracasa, el batacazo es tan estrepitoso que The Maus convierte su ambición intelectual en una losa que la hunde al más profundo de los ridículos. Es el emperador que pretende convencer de que lleva sus mejores galas al desfile cuando, en realidad, no lleva nada.
La película retrata a dos Europas muy distintas e intenta indagar en la ruptura de ambas. Una occidental, acomodada e indolente, y otra oriental devastada por la guerra y la miseria. Una que es consumida por el odio y la venganza, y otra que no puede hacer mucho más que mirar. Una Europa en la que todos somos partícipes del horror. Un tema duro al que la película se acerca desde la provocación más infantil, presentando a unos personajes en perpetuo estado de estupidez y un determinismo de baratillo. A partir de los primeros quince minutos, todo son gritos, sufrimiento e ínfulas de enfant terrible. Si sufriste la guerra (en cualquiera de los dos bandos) eres un sádico más allá de toda esperanza. Si viviste en el estado del bienestar, eres un pusilánime en la parra. El planteamiento es así de simplista. La película se viene abajo presentando razones, consecuencias o discurso, quedándose todo en pornografía emocional y crudeza sin filtro. Intenta navegar entre tonos grises siendo incapaz de plantear nada más que una oscuridad impostada y pedante, a años luz de los trabajos de Haneke o Von Trier, por poner ejemplos de buenos excavadores del horror intelectual. Lo que hace valioso al discurso es cuánto descubra al espectador, cuánto le revele sobre una realidad compleja. Aquí no hay nada que descubrir, nada que revelar. Solo populismo ruín y violencia gratuita que busca epatar. Solo planificación que fusila a referentes ilustres, recursos visuales repetitivos y enorme falta de imaginación. Solo una pataleta adolescente maquillada de trascendencia.
Herrero afirma que «Vivimos tiempos muy dark, muy cañeros. Quería hacer una peli de género que te sacuda, que te haga reflexionar y debatir. El cine inerte no me interesa». Se aplaude la sana intención de levantar ampollas. Pero su simplismo cierra todo debate posible. Si tenemos que fiarnos del resultado, no solo nunca entenderemos el porqué de esa realidad estremecedora, sino que podemos llegar a creer que las consecuencias de esa realidad son algo simple, plano y banal. Poner el dedo en la llaga implica revelar algo complejo. Algo que cuesta mirar porque no hay motivo sencillo ni solución clara. Hay películas que consiguen hacerlo. Esta no es una de ellas. The Maus solo apunta con el dedo al horror como quien señala con morbo a un accidente.
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