A. ZVIÁGUINTSEV (IV): ‘SIN AMOR’ O LA INFLUENCIA DE ANTONIONI
Una mirada arquitectónica
De manera inteligente, la quinta película de Andrei Zviáguintsev, Sin amor (2017), recoge la semilla sembrada en las anteriores películas, construyendo una obra rica y muy estimulante que certifica la calidad evolutiva del conjunto de su filmografía. La herencia tarkovskiana y los elementos naturales, la trama social y el achaque político se conjugan con una nueva propuesta que el cineasta propone al acercarse al formalismo arquitectónico antonioniano.
Sin amor que, como en las ya mencionadas El regreso (2003) y El destierro (2007), finaliza con un pequeño epílogo en el que se retoman las imágenes del prólogo, subraya una pequeña cinta rojiblanca que muestra Zviáguintsev. Ese inadvertido objeto, casi insignificante, toma relevancia en el cierre del film al cuestionar la dejadez de una sociedad indispuesta que castiga sin piedad a sus sujetos inútiles. La cinta rojiblanca aparecerá por primera vez en los minutos iniciales en manos de un chico que de la noche a la mañana desaparecerá sin dejar rastro, al igual que sucedía con Anna (Lea Massari) en La aventura (1960) de Michelangelo Antonioni.
La referencia al director italiano no es en vano, puesto que la virtuosa composición visual de Antonioni resuena en la totalidad de las obras del ruso. La composición de los planos que, a diferencia del estatismo del italiano contienen calculados y precisos movimientos, y en donde los cuerpos comparten cuadro explotando los límites tridimensionales de la profundidad del campo, agudizan la crisis tanto humana como sociopolítica de un país que, en 2012 se disponía al esperadísimo aperturismo que, finalmente, nunca llegó. La afinidad simbólica entre La aventura y Sin amor es tal que, al igual que Antonioni olvida a Anna, Zviáguintsev consigue transmitir en sus protagonistas —un matrimonio recién divorciado— la despreocupación total del cuidado de su hijo.
A ambos directores les interesa más aquello que sucede en un supuesto segundo plano: los valores y pilares corruptos del mundo moderno. Un país solitario, frío, donde escasea el amor. Parece que el totalitarismo que ofrecía la vieja Rusia comunista ha dejado huérfana a la ciudadanía, y la sociedad capitalista actual, consumista e individualista no satisface, no tiene una dirección concreta y los habitantes no tienen claro quiénes son, y se evaden engañándose mutuamente al compartir sus idílicas vidas virtuales en las redes sociales. Ese fracaso ético y moral que se intuye en el film —y que se conjuga con la monstruosa Leviatán (2014)— viene representado por un recurso que también caracterizó y marcó la carrera profesional del cineasta italiano. Maestro de los llamados “tiempos muertos”, Antonioni eliminaba toda dramatización de las acciones y las llenaba con la espera, pasajes, momentos de poco valor y silencio. Cada encuadre antonioniano puede considerarse como un ensayo estético y, Zviáguintsev ha adoptado el recurso descaradamente, adaptando el carácter apocalíptico en el que la naturaleza humana y el drama interior descienden de la clase burguesa, retratada por el italiano, a la clase trabajadora, exprimida por las instituciones burócratas rusas.
Otro claro ejemplo de la influencia que el director de La noche (1961) o El eclipse (1962) supone sobre el ruso es el encierro formal al que Zviáguintsev somete a sus sujetos situándolos tras ventanas, espejos o barandillas… de forma idéntica a la que Antonioni lo hacía con su musa Monica Vitti y con Jack Nicholson en la sugerente última escena de El reportero (1976). Precisamente recordando este último pasaje configura Zviáguintsev el epílogo de Sin amor en el que, como ya se ha mencionado previamente, un joven sostiene una cinta rojiblanca antes de desaparecer para siempre. Sin amor comienza con imágenes de un bosque nevado, frio y solitario para pasar rápidamente a un plano general, estático, de un colegio ruso donde poco a poco van apareciendo los estudiantes recién terminada la jornada escolar. De entre el barullo, la cámara decide perseguir a uno de ellos que, vestido con un anorak —no por casualidad rojo— se dispone a regresar a casa. Mediante un travelling lateral, el director acompaña al estudiante —sin que el plano se corte en ningún momento— hasta encontrarse con la verja que delimita el colegio con la salvaje selva urbana en la que el pequeño se adentrará.
La cámara se para antes los barrotes, pero el chaval sale de plano y sigue su camino directo al bosque en el que encontrará la cinta que lanzará a un árbol, y por la que, más tarde, un grupo de voluntarios altruistas focalizará su búsqueda. La verja, como las ventanas o los espejos, ejerce de umbral existencial entre la vida y la muerte. Una metáfora visual que se repite en todas las otras películas, como en la secuencia de El regreso previamente descrita en el que el padre abandona a su hijo en medio de un puente en plena tormenta; o en las repetidas veces en las que la protagonista, nada más despertarse, airea la casa y la llena de luz abriendo ventanas y persianas, esas mismas que dan comienzo y fin a la película Elena (2011).
En definitiva, la figura del hijo-niño y la falta de compasión hacia ellos componen junto a las relaciones familiares desgarradas el núcleo central de las historias disfrazadas de fábulas de Zviáguintsev. Con ellos se ensaña, sin compasión, pudiendo extrapolar ese microuniverso a la totalidad del país, e incluso a la decadente exposición, en general, de los valores humanos. No hay final feliz, no hay paz ni descanso para ninguno de los personajes del director ruso. El mundo, como bien indica el título de su última película, es un lugar donde escasea el amor; en cambio, la violencia —física, interna e institucional—, se adueña de las criaturas que son víctimas de su tiempo. Y es por eso que Zviáguintsev, intimando con el despiste, los pequeños detalles, los simbolismos ocultos y con insinuaciones maléficas, está considerado como uno de los grandes directores de la cinematografía contemporánea.
Con la minuciosidad operística con la que construye sus películas, todas ellas estéticamente imponentes y sumamente formalistas, reivindica el poder de las imágenes frente a un texto al que no le queda más remedio que rendirse. Siguiendo la estela de sus compatriota Tarkovski —y con un ligero acercamiento a la estética antonioniana que ha destacado en sus últimos trabajos—, Zviáguintsev ha conseguido desmarcarse de la tendencia áspera que predomina en el cine del viejo continente, trasladando el grueso de sus narraciones al campo visual.
< Haz clic aquí para leer la PARTE III: Elena y Leviatán. El viraje político
Pingback: Andréi Zviáguintsev (I). El regreso o la herencia de Tarkovski. Mutaciones