SIDNEY
Matizando el género
Martin Scorsese se ha convertido en un director de estilo fácilmente reconocible a partir de unas constantes que ha venido repitiendo a lo largo de su filmografía, aunque no necesariamente en cada nuevo trabajo. Desde el punto de vista del fondo, las historias de mafiosos han marcado la carrera del director italoamericano hasta el punto de ser el único autor que le puede hacer sombra a Francis Ford Coppola en dicha temática. En el plano formal destaca la velocidad de su cine, con diálogos kilométricos que viajan en un sinfín de travellings motorizados. En conjunto, se trata de un cine visual, que impacta por la violencia de lo que se narra, pero sobre todo por la manera en que está filmado. Como le ocurre a Quentin Tarantino, Scorsese es un director que ha logrado que sus cintas sean, a la vez, puramente autorales y tremendamente entretenidas. Un combo de virtudes que cualquier debutante en el medio querría para su opera prima.
Desde siempre se ha asociado a Paul Thomas Anderson con Martin Scorsese. Probablemente la obra que más pueda aproximarse al estilo de este último sea Boogie Nights (1997), por el tipo de historia -ascensión y caída de un personaje en un mundo turbio como el de la de la pornografía, con drogas y delincuencia de por medio-, por la manera de rodarla -despliegue técnico espectacular, con amplio uso de la steadycam- y de montarla, con especial mención al uso de la música, protagonista indispensable de cada momento del relato. Sin embargo, si bien la comparación no es del todo desacertada, sirve más para allanar el terreno del análisis que para explicar en qué consiste el cine de Paul Thomas Anderson. Una comparación que directamente queda en entredicho si se retrocede a su primer largometraje, Sidney (Hard eight, 1996).
El debut tras las cámaras de Anderson encaja, sobre el papel, con cualquiera de las obras que han catapultado a la fama internacional a Scorsese. Con un guion en el que los casinos y el lado oscuro de las apuestas vertebran la trama, pensar en una historia de mafiosos parece inevitable. Sin embargo, todo lo que se ha explicado anteriormente sobre qué es el cine de Scorsese funciona para explicar qué no es Sidney. No es una película veloz, ni violenta, ni el despliegue formal llama excesivamente la atención, ni el universo que crea está habitado por protagonistas oscuros. Nada de esto es Sidney, lo que en ningún caso la invalida como el excelente filme que es.
Probablemente el aspecto que más aproxime al cine de ambos directores son las escenas musicales de transición y aquellas que están relacionadas con el juego, pues es en ellas cuando el ritmo sube algunas revoluciones y la cámara se mueve con soltura, aprovechando el buen ojo de Anderson para la construcción de un plano con gancho. Sin embargo, estas son las escenas en las que probablemente el tono esté más desajustado, aquellas en las que parece que la narración se desmarca de lo hasta entonces propuesto. Sidney no es una cinta densa e introspectiva, pero el grueso de lo que quiere contar se desarrolla en tiempos muertos y principalmente a partir de silencios, por lo que las secuencias en las que la música cobra protagonismo y los movimientos de cámara se aceleran generan un contraste que, más allá de retratar cómo las pulsaciones se aceleran cuando uno pone sus ahorros en juego, podrían ser vistas incluso como islas narrativas, separadas de la acción principal.
En Sidney, el director californiano se interesa por el retrato de una inusual relación entre dos hombres, en la que uno toma el rol de padre (Philip Baker Hall) y el otro, de hijo (John C. Reilly). Autor del libreto, Anderson aprovecha el punto de partida para enarbolar una historia que se comunica con los bajos fondos de la ciudad, lo que la conecta de manera directa con el cine negro. De esta manera, el director y guionista reformula el género al tomar sus constantes y aplicarles una nueva mirada, que en muchos casos es contraria al estándar. El mundo de las apuestas y los casinos da pie a hablar sobre el capitalismo salvaje de Estados Unidos, lo que a su vez permite una aproximación al lado oscuro del sueño americano, base que sustenta dicho género cinematográfico. A partir de este lugar común se aborda la esencia del protagonista, misterioso personaje que da título a la cinta y del que apenas se sabrá nada incluso al alcanzar los títulos de crédito. A medida que se ofrecen pinceladas sobre su pasado, la visión que se tiene del mismo cambia completamente, hasta el punto de convertirse en el arquetípico protagonista de cine negro, que no puede escapar de su pasado por mucho que se esfuerce, y que, como siempre ocurre en el género, nunca podrá estar con la persona a la que ama. Lo que llama la atención en este caso es la manera de abordar el prototipo de personaje, puesto que se trata de un ser puramente bondadoso -aunque implacable cuando no le queda otra opción- y la persona a la que ama no es a la mujer del relato, sino al personaje masculino al que trata como si fuera su hijo.
La única mujer de la historia, interpretada por Gwyneth Paltrow, tampoco se libra de la reformulación de Paul Thomas Anderson. Aunque encarne la figura de la femme fatale, está lejos de cumplir los requisitos del prototipo. Para empezar, no hay malicia en sus actos, por lo que la construcción del personaje parte del lado opuesto al habitual. Como consecuencia, no mete en líos a los hombres que la rodean de manera voluntaria; en este caso, lo hace por torpeza, por su capacidad para siempre escoger la peor decisión posible. A su vez no deja de ser sorprendente que la interprete una actriz cándida y luminosa como Gwyneth Paltrow, cuyos papeles suelen ser bondadosos, por lo que en este punto se establece un vaso comunicante inesperado con otra cinta que reformula las claves del género -en este caso, el romántico-, Two lovers (2008), de James Gray, en la que Paltrow interpreta a otra femme fatale atípica.
Con un ritmo pausado y una fotografía de tonos oscuros, Paul Thomas Anderson teje una obra áspera, que se cuece a fuego lento en los innumerables tiempos muertos del relato, como si buscase ser lo más anticlimática posible. Una situación que se observa en el propio clímax del relato, que se resuelve sin apenas aspavientos y en un par de planos, con contundencia pero sin recrearse en el impacto del momento. Visto en retrospectiva, el debut de Anderson como director de largometrajes posee las claves de las dos etapas que estaban por venir: la inicial, en la que el ritmo es frenético, y la actual, en la que la introspección le gana la batalla a la pirotecnia formal. Quizás esa sea la mayor pega que se le pueda poner a Sidney: la cierta indefinición que marca su metraje, quizás fruto de un exceso de cautela, lo que probablemente la convierta en la obra menos interesante de un autor cuyo techo parece no existir.