SHE MAKES NOISE 2020
Poco ruido
La sexta edición del Festival de cine y música She Makes Noise se debe a una reivindicación de la vejez desde un punto de vista feminista que mezcla neologías y variedades entre las cuales se encuentran las cinco películas de su programa. Aunque la descripción reza “cambio” y “experimentación” así como “riesgo en sus propuestas, sin dejar de lado los cuidados y la visibilización del tejido cultural más cercano” la única ruptura que existe es la de llevar el trillado mecanismo del documental de entrevistas al terreno común escogido. Nada más lejos de un cambio formal con respecto al modo de plasmar realidades, problemas o alegrías. Porque de los cinco títulos seleccionados ninguno quiebra barrera cinematográfica alguna y, aunque pese, tampoco propone ningún descubrimiento de cara a la ideología profesada.
Comenzando por el intento de Constanze Ruhm por hacer una lectura crítica certera y mordaz sobre el film de culto Anna (Alberto Grifi y Massimo Sarchielli, 1975) y finalizando con la apropiación de la mirada infantil de Sol Berruezo Pichon-Riviére, la totalidad del programa se vende con un gran empuje innovador y diverso. Pero a la hora de reflexionar sobre lo visto surgen muchas dudas, más allá incluso de la pretensión publicitaria (que todos los festivales de cine poseen) de She Makes Noise.
En los últimos años se ha discutido acerca del término “mirada femenina”. Para alguien tan acotado como para ver el cine, o la vida, como un falso dilema, como un espacio bifocal en el que hay dos opciones posibles es fácil hablar de “mirada femenina”. Claro, agrupar el arte en dos bandas: el masculino y el femenino es una forma fácil y viable de sentar unas bases políticas… Pero cuando nos vamos al terreno de la estética; al terreno de la Forma, la cosa cambia. Lo que los abanderados de causas ideológicas defienden a rajatabla como “mirada femenina” no existe como tal y es un error garrafal ceñirse a esa premisa para reducir todas las obras de las cineastas pasadas, presentes y futuras en una especie de catálogo complementario entre sí y opuesto al cine hecho por hombres. Chantal Akerman tiene más en común con Robert Bresson que con Céline Sciamma así como Sharon Lockhart resuena con James Benning y no con Jennifer Fox. Habría que ir más allá de las dicotomías fáciles que tienden a homogeneizarlo todo y repensar la idea, ya aceptada por la mayoría, de la “mirada femenina”, tal como apunta Ana Laura Pérez Flores, en su texto publicado en Correspondencias: cine y pensamiento.

En The Notes of Anna Azzori / A Mirror that Travels through Time (Gli appunti di Anna Azzori / Uno specchio che viaggia nel tempo), Constanze Ruhm elabora un panfleto que alude a la problemática que acarrea una película como la de Grifi y Sarchielli, centrándose en la, de nuevo, “mirada masculina” patente durante las tres horas y media que dura este film heredero del neorrealismo italiano. Claramente, Anna es una película que conlleva una serie de problemas éticos —no tanto por su trasfondo sino por su puesta en escena— que no hacen más que intensificar su carácter único y tremendamente potente. Quizá el menor de los problemas de Anna sea el hecho de que se muestre a Anna, una joven de dieciséis años embarazada, drogadicta y sin techo, como un espécimen a observar y a ayudar de forma un tanto moralista pero, sin duda, generadora de discurso crítico de sobra. Para Ruhm está bastante claro que los directores son el síntoma del patriarcado en el arte, ya que, mientras Grifi filma y Sarchielli interacciona con Anna, esta se limita a ser un rostro fijo en la lente. ¡Pero qué rostro! Casi tan revelador y comunicante como los del cine de Stephen Dwoskin… Al margen de lo criticable o no de la crítica de la Ruhm, valga la redundancia, la principal carencia de su película se encuentra en el montaje. Y es que cada artista puede pensar del modo que guste, pero debe mostrar esos pensamientos de forma adecuada a los medios de que dispone y no tratar de abordar más de lo que puede —como diría Manoel de Oliveira: si no tienes un coche, filma la rueda, pero fílmala bien—. The Notes of Anna Azzori / A Mirror that Travels through Time se agolpa entre lo peor del arte y ensayo y una casuística que saca de contexto la totalidad de Anna para dar pie a un alegato feminista que se reblandece y edulcora a medida que avanza el metraje. Desde la selección de unas adolescentes a modo de actrices maleables (maquilladas, vestidas y dispuestas de modo organizado en diferentes paisajes) hasta el estallido de la marcha feminista sacada del footage de la misma Anna, se va perdiendo el quid de la cuestión —o quizá encontrándose, si miramos la inclusión de los comentarios sobre Anna como pretexto para hablar de esa marcha—. Tras muchos malabares —que incluyen material ROM, imágenes vacías de una ciudad vacía y la narración de la directora— la cinta termina, dejando un raro sabor amargo. Como si su verdadera naturaleza fuese la de convencer mediante frases incongruentes y “llenas de fuerza” que se olvidan de lo anteriormente mostrado para llegar a la conclusión maestra de la cineasta, su gran tesis… Joyas como “el feminismo no es una causa internacional, sino planetaria” (?) o “tú eres la protagonista de tu historia” se anteponen a una imagen maltratada y caduca. Una imagen que funciona como mero acompañamiento y se opone a los logros de otras artistas alemanas como Hito Steyerl o Anja Dornieden.
While I Yet Live y Keyboard Fantasies: The Beverly Glenn-Copeland Story , dos de los títulos principales de She Makes Noise, funcionan como ejemplos de cine documental trillado con el único aditivo de hablar sobre mujeres afroamericanas que, aún en la vejez, siguen haciendo cosas “increíbles”. En la película de Maris Curran se aborda (rápidamente) la vida de las habitantes de Gee’s Bend (Alabama), mujeres que tuvieron un gran peso en los movimientos por los Derechos Civiles y que ahora se dedican a tejer almazuelas en su comunidad. El tranquilo “retiro” de las susodichas no deja tras de sí punto de interés alguno salvo el de estar en su presencia. Porque While I Yet Live es, ante todo, un cariñoso homenaje envuelto en una pretendida delicadeza visual. Haciendo gala de una nula capacidad creativa, la directora se acerca a las mujeres para entrevistarlas entre planos de sus edredones y demás tejidos, intentando crear planos sugerentes y “llenos de magia” sin tener en cuenta su cohesión. Cada imagen que vemos es aniquilada por la siguiente en una especie de maraña aclarativa que se centra en los testimonios de las mujeres. Sus intervenciones constituyen el único punto de interés, pues ni la forma de filmar espacios ni el hecho de intentar proponer una visión interesante de lo que allí sucede parecen sugerir algo más allá de un “rescate” memorístico. Una oda que tiene mucho de histórico-político y poco de cinematográfico. Porque la reivindicación de una forma de vida y un pasado no es suficiente como para guiar una obra cinematográfica que, por más que sea sincera y tierna, no pasa de anecdótica.

Y este también es el principal problema de la siguiente película de She Makes Noise Keyboard Fantasies: The Beverly Glenn-Copeland Story de Posy Dixon, donde el logro personal se antepone al lenguaje. El film de Dixon es un documental sobre música al estilo televisivo. Un tramposo ejercicio edulcorado que nos lleva por los territorios de la positividad y la alegría más tediosas para contarnos la vida y obra de Beverly Glenn-Copeland, una mujer negra que comenzó a componer música en los setenta y, poco a poco fue descubriéndose a sí misma. Un documental más sobre un músico olvidado/reencontrado, basado en entrevistas, recopilación de temas y planos inútiles que se suceden hasta llegar el “gran concierto final” que es de obligado rigor.
Viendo la construcción narrativa tan simple y predecible del film de Dixon es imposible no pensar en Searching for Sugar Man, un film que sí supuso un cambio en el documental sobre música por su orientación procedimental que contaba con la novedad de no contar con el músico (el gran Rodríguez) que era «El gran misterio». A diferencia de ella, la cinta de Posy Dixon se retrotrae a la imagen ilustrativa de una historia narrada, subrayada y tremendamente corriente en términos dramáticos. Porque los planos, movimientos de cámara y el montaje del film responden únicamente al acompañamiento de la figura de la protagonista, obviando la sorpresa, la magia y el motivo de un corte. De nuevo, el lenguaje convertido en una sucesión de planos que se siente lógica pero banal; coherente pero incapaz de generar nada partiendo únicamente de la imagen. Las continuas intervenciones de Glenn, sentada en una silla frente a la cámara, funcionan como el típico inciso entre imágenes de salas llenas, instrumentos o viajes en caravana. Incisos introducidos para que la narrativa no decaiga y no se descubra que las imágenes no tienen ninguna función aparte de materializar las palabras… Para más insipidez formal, Dixon intenta dotar a su imaginario de un tono “experimental”, introduciendo algunas imágenes tratadas digitalmente o superpuestas (tal y como la tradición vanguardista americana ha hecho desde los sesenta) en la primera mitad del film. El resultado de intentar llevar su imagen a un estadio más atractivo forzando la coloración o incidiendo en pequeños detalles del camino es nefasto. Ni siquiera la música de Glenn es capaz de salvar el film debido a que, sorprendentemente, es un tema secundario. Ningún tema suena por completo independientemente de que la película así lo pida. Dixon se preocupa mucho más por hacer otra reivindicación de carácter sexual (Glenn se revela transgénero) al margen de lo cansino y facilón que resulte mostrar una vida como si fuese un modelo a seguir, reverenciar o adorar. Sin ahondar en la excesiva positividad que raya en la inconsciencia y presupone un conflicto sin problemática, cabe decir que los films que abordan casos particulares como el de Glenn tienden a la sensiblería y al patetismo propio de asociaciones como Alcohólicos Anónimos o ciertos grupos catequistas.
Del ambient pasamos a la experimentación con ruidos. Hacer una diagonal con la música de Aura Satz nos da una charla sobre modulación de sonido de la mano de Beatriz Ferreyra, una artista argentina que se caracteriza por “cazar ruidos”, según ella. Mediante vagas explicaciones que, seguramente supongan un desinterés abisal para gente que sabe de sonido y también para los que no tienen ni idea, se va construyendo un esquemático y confuso juego de palabras y gestos. La entrevista, de nuevo, supone un acercamiento directo y simple a una figura femenina que muestra y explica cómo hace música. Lo interesante del film es también su punto débil: existe, en la banda sonora, una continua persistencia de las composiciones improvisadas de Ferreyra que se agolpan en torno a las palabras de la misma. Parece como si la cineasta no se atreviese a dejar toda la atmósfera en manos de la modulación que tímidamente se abre paso entre las divagaciones sensoriales de la compositora.
La última película de She Makes Noise es Mamá, mamá, mamá de Sol Berruezo Pichon-Riviére. Una película entre La Ciénaga de Lucrecia Martel y Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides) de Sofia Coppola que se apropia de la mirada infantil para mostrar la hermandad ante la pérdida de un ser querido y la evolución generacional que se da en las niñas de una familia. Sin ser una genialidad, la película de Berruezo dista mucho de las anteriores ya que es la que más se acerca a la cohesión entre imágenes y a la adopción de un lenguaje más allá de la ilustración o la explicación insulsa. Y esto no se debe a que sea una obra de ficción, sino a que las construcciones visuales y sonoras tienen mucha más profundidad y matiz. Y aun con todo, Mamá, mamá, mamá peca de lo que muchas otras películas que utilizan las miradas infantiles: el uso vehicular de estas para extrapolar un pensamiento adulto al mundo de los niños.
Los diálogos de Mamá, mamá, mamá son forzados en un sentido, ya no realista, sino de aspecto generacional. Está claro que los eventos de la película pueden darse perfectamente en un ambiente infantil o preadolescente pero la forma en que devienen las situaciones denota una mano adulta demasiado clara. Al contrario de lo que hacían Valérie Massadian en Nana (2011) o Lynne Ramsay en Ratcatcher (1999) Berruezo contradice la imagen modesta con las aspiraciones grandilocuentes mientras enfoca la infancia desde un punto de vista adulto que intenta camuflarse. Pues detrás de cada gesto inocente o acción pura de las niñas se esconde un trasfondo de carácter reivindicativo feminista o simplemente de doble sentido —la explicación que se da sobre el periodo o el tema de la sexualidad en la mayor de las hermanas, por ejemplo—. Lo peculiar de esta película es que se preocupa por dejar claras algunas cosas que, aparte de ser obvias se vuelven ridículas al intentar explicarse al detalle mientras tergiversa otras que habrían sido mucho más sencillas si no se hubiesen malentendido. Aparentar libertad cuando hay un control total de los diálogos y también de las miradas no es nada nuevo. Y precisamente en los momentos en que Mamá, mamá, mamá explora territorios más mágicos es donde más se nota la carencia de soltura de las pequeñas actrices.
