SEMINCI 2021: PUNTO DE ENCUENTRO
15 largometrajes y 9 cortometrajes conforman una sección muy heterogénea
Hay quienes sostienen con absoluta razón que la energía, frescura y ritmo cardiaco de un festival cinematográfico se mide a través no de su sección oficial, sino de la programación y estructuración de sus secciones paralelas. Un festival que aglutina sus mejores títulos en su sección estrella pero descuida y desafina el resto de secciones dice bastante de la desidia y desconcierto de sus responsables. La dirección de la Semana Internacional de Cine de Valladolid tiene a Punto de encuentro como la segunda sección más importante del festival y la única junto con la oficial dedicada a obras de ficción de cualquier país del globo. Analizando la salud de dicha sección y siguiendo el argumento expuesto más arriba, ¿cuánta vitalidad tiene la SEMINCI? Desgranemos la respuesta.
Por una parte, hay que alabar que Javier Angulo y su equipo no pequen del gigantismo que Carlos F. Heredero hace referencia en su acertado artículo ‘Festivales en la encrucijada’ publicado en Caimán. Cuadernos de cine. La acumulación de títulos y secciones no está, desde luego, entre los errores de la SEMINCI, a pesar de programar este año 23 largometrajes en Sección Oficial (20 de ellos a concurso). Una cifra superior a la de ediciones pasadas. Pero, por otra parte, la dinámica seguida en la sección principal (donde la línea de programación es, cuanto menos, difusa) se repite en esta misma sección, creando así un popurrí de títulos que mezcla las obras más convencionales y rutinarias con las propuestas más rompedoras, tanto a nivel estético como narrativo, de todo el certamen.
Es por ello por lo que la selección de largometrajes y cortometrajes de Punto de Encuentro no parece tener una clara coherencia, a no ser que su propia cohesión sea precisamente esa, la de aunar títulos de diferente pelaje con la única semejanza de no poseer grandes presupuestos de financiación y distribución. De esta forma, los contrastes hallados en Punto de Encuentro son flagrantes, en un año donde destacaron los títulos provenientes de Asia y Europa del Este. De Malasia llegó una de las sorpresas del festival, La historia del islote del sur (Nan Wu, 2020), un drama con tintes de terror ambientado en 1987 que cuenta la lucha desesperada de una mujer por ayudar a su marido enfermo, primero con la ayuda de la medicina y posteriormente a través del chamanismo. En la aparición de una serpiente y la discusión con unos vecinos se encuentra la causa de la supuesta maldición que padece el hombre, quien comienza su padecimiento con un simple desmayo para a continuación vomitar clavos e ir volviéndose loco con el paso de los días.
La película la dirige el malayo Keat Aun Chong, quien se inspira en sus propios padres para narrar una lucha entre Oriente (representado por las creencias y rituales añejos de la población local) y Occidente (simbolizado en la desconfianza y el recelo de la protagonista, quien creció con una cultura proveniente de latitudes opuestas). Entre creer y no creer. Con una narración reposada que va incrementando el nervio una vez se suceden los acontecimientos, y un adecuado uso de la música que acompaña las escenas de misterio, La historia del islote del sur es un homenaje a las tradiciones malayas y tailandesas que desafía con su discurso al espectador occidental. Satisface encontrarse con obras que crean suspense a través de la imagen sin necesidad de recurrir a golpes bajos y trucos trillados.
De China es Animal de ciudad (Gaey Wa’r, 2021), ópera prima del cineasta chino Jiazuo Na tras una significativa trayectoria como cortometrajista. El filme presenta a Dongzi, singular joven de una pequeña localidad que dedica su tiempo a cobrar deudas con poca maña (los deudores suelen terminan propinándole una paliza) y a estar con su amiga en el negocio de tatuajes de ella. Mientras, su extravagante y violento padre, gravemente enfermo, no cesa de meterse en líos. Sangre, alcohol y karaokes forman parte del universo creado por Jiazuo Na, capaz de lograr una atmósfera que armoniza el drama costumbrista con el humor más estrambótico. A pesar de que a medida que los minutos avanzan la historia va perdiendo fuelle, el guion se vuelve más caprichoso y aumenta la indefinición en los personajes secundarios, su lírico desenlace nos hace recordar que estamos ante una original propuesta que refleja la idiosincrasia de una comunidad con notable talento en los detalles.
Ya fuera de Asia, tres fueron las películas de Europa del Este que concursaron. En las tres se traslada al espectador la idea de la corrupción moral y ausencia de valores en la sociedad soviética, así como la modificación e inestabilidad que sufre la identidad individual. En Borrando a Frank (Eltörölni Frankot, 2021), el director húngaro Gábor Fabricius nos sitúa en el Budapest de 1983, donde el chico del título intenta respirar bajo un régimen absolutamente totalitario. Canta en una banda de punk perseguida por la policía, pega carteles y lanza proclamas contra el gobierno, aterrado porque sabe que lo persiguen y espían. Hasta que lo atrapan y lo ingresan en un hospital psiquiátrico con la finalidad de callarlo, borrarle sus contestatarias ideas. En blanco y negro y cámara en mano, Fabricius consigue transmitir el abismo y la opresión que padece el protagonista. Un mundo lánguido y nauseabundo, una experiencia cinematográfica no apta para todos los paladares.
En un año posterior, en 1984, transcurre La habitación (Obschaga, 2021), un descenso a los infiernos de cinco jóvenes amigos que habitan una residencia ubicada en un lugar inconcreto de la URSS y regida de forma tiránica por un matrimonio de mediana edad. Los cinco poseen grandes esperanzas para el futuro, pero la desintegración moral y la corrupción en todas las esferas de la sociedad salen a flote cuando una chica de la residencia se suicida. La película, debut en el largometraje de Roman Vasyanov, posee una rigurosa puesta en escena que utiliza el uso de los espacios para potenciar el ambiente de abuso y claustrofobia que soportan los muchachos. Aunque en su tramo final Vasyanov recurra a viejos trucos de guion para la resolución de conflictos, se trata de una alentadora carta de presentación de su director.
Y recién disuelta la URSS, en 1993, en una Belgrado en pleno enfrentamiento bélico cuya población sufre con dureza la crisis económica, ubica la cineasta Milica Tomovic su ópera prima Celtas (Kelti, 2021). La fiesta de cumpleaños de una niña de ocho años será el escenario en donde se dará rienda suelta a las más altas pulsiones, el amor y el sexo libre se manifestarán sin cortapisas, la política y diferencias de clase crearán irresolubles conflictos, y la búsqueda de liberación y diversión será el motor de los personajes. Tortugas ninja, gastronomía local y un perro de tres patas para una película, presentada en la sección Panorama del pasado Festival de Berlín, que tiene como gran acicate narrativo a un chico al que se le mancha accidentalmente la ropa e intenta limpiarla como puede.
Muy flojas fueron las propuestas llegadas desde Reino Unido e Irlanda. A Brixton Tale (Darragh Carey, Bertand Desrochers, 2021) trata la relación entre una joven blanca de clase acomodada con un chico negro que vive en los suburbios de la ciudad. Ella es una afamada youtuber que graba con su cámara un proyecto que tiene como protagonista al chico, aunque este no lo sabe. Más cercano a un videoclip o anuncio televisivo (por algo uno de sus directores es publicista), el filme resulta predecible y soporífero, a pesar de durar 76 minutos. Por su parte, la irlandesa Foscadh (Sean Breathnach, 2021), representante de su país para los Oscar, tampoco aporta nada nuevo y estimulante, más allá de estar rodada en gaélico. Esta adaptación de la novela de Donal Ryan sobre un introvertido personaje que vive en una casa entre montañas y tendrá que hacer frente a especuladores que quieren comprar su casa para la construcción de un parque eólico posee pocos elementos positivos. Una insistente música empleada como subrayador emocional y un guion mil veces visto asfixian cualquier abertura de originalidad y emoción.
De mayor interés fueron los dos títulos nórdicos a competición: Him (Han, Guro Bruusgaard, 2021) y Persona Non Grata (Hvor kragerne vender, Lisa Jespersen, 2021). El primero es un filme noruego sobre la frustración de tres varones de distintas edades en una sociedad feminista que combate el patriarcado. El resentimiento que guardan hacia las mujeres es descrito con mucha pericia por su directora. Lástima que al forzar el cruce de las tres historias el resultado no sea tan satisfactorio. El segundo es un largometraje danés grabado con cámara en mano y constantes zooms que obtuvo el premio otorgado por el jurado joven. Se trata de la lucha interna (y externa) que afronta una escritora que vive en Copenhague y se crio en la Dinamarca rural entre la vida que dejó en el pasado y su presente radicalmente opuesto. Entre las costumbres campestres del pueblo y la vida urbanita y moderna de la ciudad. Demasiados chistes fáciles en una película que nos enseña las consecuencias de padecer angustia medioambiental.
La cinta iraní de esta sección fue El hijo (Pesar, Noushin Meraji, 2021), una especie de sitcom sobre un solitario hombre de cuarenta años acostumbrado a que su madre se lo haga todo. Cuando esta fallezca tendrá que encontrar a mujeres que le cocinen, ayuden con la casa y hagan compañía. Curiosa y, por momentos, divertida comedia que ahonda en los lazos familiares y la soledad en un país donde la ausencia de pareja levanta suspicacias. Sin proposiciones cinematográficas novedosas se presentó también La mujer del enterrador (La femme du fossoyeur, Khadar Ayderus Ahmed, 2021), obra coproducida entre Finlandia, Alemania y Francia y desarrollada en el país africano de Yibuti. El relato de una enamorada pareja y su hijo con dificultades económicas que necesitan con urgencia dinero para hacer frente a una operación para ella se sigue con interés, aunque su narración sea desigual. Cine pausado que se vale del costumbrismo y de los bellos y exóticos paisajes para enganchar al espectador.
Dos producciones latinoamericanas, ambas estrenadas en Locarno, compitieron en la sección. Por una parte, Zahorí (Marí Alessandrini, 2021), coproducción entre Suiza, Argentina, Chile y Francia. La Patagonia es escenario de varias historias, siendo la principal la que tiene como protagonista a Mora, una chica de 13 años que se rebela contra su escuela al mismo tiempo que ayuda a un viejo mapuche de la zona a encontrar su caballo, cuyo nombre da título a la película. Contemplativa y simpática, el debut de Alessandrini se sitúa entre el cine sensorial de Lucrecia Martel y las historias mínimas de Carlos Sorín. Por otra parte, y con menos fortuna, fue la propuesta presentada por la directora chilena Claudia Huaiquimilla. Mis hermanos sueñan despiertos (2021) es su segundo largo tras Mala junta (2016), regresando a los conflictos juveniles para contar las ansias de dos hermanos por escapar del centro de detención juvenil en el que se encuentran. Los pocos hallazgos visuales y algunos giros en la trama harto discutibles lastran este drama carcelario basado en hechos reales que denuncia el sistema penitenciario de Chile para jóvenes.
Junto a los ya citados títulos asiáticos y de Europa del Este, los largometrajes de mayor relevancia fueron Mis hermanos y yo (Mes frères et moi, Yohan Manca, 2021) y Madera y agua (Wood and Water, Jonas Bak, 2021). La cinta francesa, con la que Manca debuta, se sumerge con deslumbrante realismo en el hogar de una familia del sur de Francia. Dicha familia está compuesta por cuatro hermanos varones y su madre en coma, la cual yace instalada en una habitación de la casa. Comienza la temporada de verano y Nour, el menor de todos los hermanos, de tan solo 14 años, y protagonista de la historia, quiere dejar el colegio para ayudar económicamente a sus parientes. Mientras, escucha ópera (especialmente Pavarotti), una pasión que le recuerda a su madre y le libera de las continuas discusiones y problemas de sus hermanos. Un día, pintando su escuela conoce a Sarah (radiante Judith Chemla), una cantante de ópera que da clases a niños, lo que supondrá una oportunidad para conocer nuevas posibilidades de cara al futuro. Con humor, sin caer en sentimentalismos y aun siendo previsible en muchos tramos, se trata de una magnífica muestra de que el cine social y de denuncia puede ser cruda y divertida a partes iguales. Fue galardonada por el jurado con el premio más importante de la sección.
Muy distinta, aunque igualmente plausible, es la película realizada por Bak. Coproducida entre Alemania, Francia y Hong Kong, Madera y agua es una cinta que depura cualquier artificio para alumbrar lo necesario, que integra lo íntimo con lo universal de manera soberbia, creando un mundo tan cercano como distante, tan conocido como chocante. Anke es una mujer viuda (madre del director) que se jubila de su trabajo en la parroquia. Es en ese instante cuando la vida le produce un giro, cuando el sentido sobre esta se transforma. Ella esperaba celebrar su jubilación con todos sus hijos en la antigua casa de verano de la costa báltica, lugar de alegrías y encuentros familiares ya lejanos en el tiempo. La fiesta se produce, pero sin su hijo Max, que trabaja en Hong Kong y no ha podido realizar el viaje. Sin pensarlo demasiado, Anke abandona su soledad en Alemania y se traslada hasta la ciudad asiática para encontrarse con su hijo. Sin embargo, este se encuentra en un viaje de negocios, por lo que ella deberá permanecer unos días en su apartamento sin él. Los inmensos edificios que convierte a los humanos en diminutos conforman el paisaje por el que paseará Anke en un viaje interior hacia el significado de la (su) existencia. Entre la ficción y la no ficción, la obra destaca también por su hermosa fotografía, que muestra el enorme contraste entre la tranquila Selva Negra alemana y la bulliciosa metrópolis de Hong Kong, donde tienen lugar, además, las multitudinarias manifestaciones que se produjeron y siguen produciéndose en los últimos tres años.
En cuanto a la sección de cortometrajes se refiere, destacaron por encima del resto el belga Nuits sans sommeil (Jeremy van der Haegan, 2020) y el lituano Techno mama (Saulius Baradinskas, 2021), ambos con el conflicto familiar como eje central de la narración. El primero sobre los deseos contenidos de un niño al que le encanta ponerse vestidos, y el segundo acerca de un adolescente enamorado de la música tecno que sueña con irse a Berlín, pero el perpetuo conflicto con su madre limita sus aspiraciones. Cabe resaltar, además, las imponentes animaciones del corto rumano Cântec de leagăn (Paul Muresan, 2021) y del ruso Vadim na progulke (Sasha Svirsky, 2021). Sin embargo, el jurado compuesto por los cineastas José Luis Montesinos, Romina Paula y Farnoosh Samadi tuvieron a bien entregar el máximo galardón en la categoría de cortometrajes de Punto de Encuentro a Los criminales (Les criminels, Serhat Karaaslan, 2020), una pieza tan simple en las formas como poco original en el fondo.
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