SEMINARIO ALBERT SERRA
Fomentando la libertad creativa
“Esotérico”. Así definía Albert Serra el sentido de su visita a la Escuela de la Cinematografía y del Audiovisual de la Comunidad de Madrid (ECAM), donde impartiría un seminario de doce horas dos días después de haber recogido el Premio especial del jurado de Cannes de la sección Un Certain Regard gracias a su último largometraje, Liberté. Y es que el director catalán no sólo se ha formado como cineasta sin ningún tipo de educación cinematográfica impartida, sino que se muestra en contra de casi cualquier entidad académica y, sobre todo, institucional. “La actitud es lo más importante para inspirar a una persona, cosa difícil de encontrar en los profesores en general”, disparaba al inicio del primer día, dejando claras sus intenciones y forma de vivir el cine a una ‘Sala Luis Buñuel’ repleta primordialmente de jóvenes estudiantes de cine. A lo largo de los siguientes días se explicarían las labores de dirección en las etapas de escritura de guion, rodaje, montaje y distribución, desde la mente de una figura defensora del vanguardismo. El proceso de realización tradicional de una película bajo la mente de un cineasta nada convencional.
El ‘dispositivo’ del encuentro no discreparía con las formas de trabajo aplicadas por el director durante sus procesos creativos, exponiendo sus metodologías en la elaboración de una película de manera improvisada e hilando reflexiones a tiempo presente. El cineasta daría inicio a la charla preservando ese carácter provocador y agudo sentido del humor que le caracteriza. “Yo vine aquí porque me pagan”, afirma, aunque al mismo tiempo entiende que el encuentro no tendría ningún sentido si no consiguiese inspirar a alguien más con su visión y actitud. Una labor casi proselitista en su búsqueda por defender “el verdadero cine de autor”. Serra se muestra a favor de los jóvenes y del recambio generacional en las instituciones del Estado, confesando sentirse mucho más cerca del carácter rebelde de éstos desde un sentido moral y crítico, pero al mismo tiempo con una posición cultural y de bagaje cinematográfico mucho más cercana al de las generaciones anteriores. Una disyuntiva donde cree se ha desarrollado su carrera profesional, en defensa de los ideales artísticos revolucionarios, al mismo tiempo que defiende los beneficios creativos del cine digital, pero siendo consciente de los peligros que acarrea para la industria cinematográfica del presente y futuro.
Como no podía ser de otra manera, repasaba sus inicios en el mundo del cine, adjudicando su decisión de volverse director al aspecto lúdico. “Pensé que hacer películas sería una cosa divertida”, confiesa Serra, que defiende la necesidad de que todas las películas deban realizarse con ese mismo espíritu de fatalidad con el que rodó su primera obra. Es por ello que intenta evitar a toda costa colaborar con “técnicos profesionales” que han perdido esa pasión por lo único e irrepetible del rodaje. Y es ese aprecio por lo fatal y la necesidad de divertirse lo que ha marcado su metodología de trabajo a lo largo de su carrera. ¿Trabajar con actores profesionales con conocimientos técnicos que obstruyan su búsqueda por lo natural?, “aburrido”; ¿rodar planos de transición?, “aburrido”; ¿trabajar temáticas convencionales en épocas contemporáneas?, “aburrido”. La mera decisión de rodar una película de época puede tener origen en un interés tan característico como el de construir un mundo fantástico, lleno de vestuarios y peinados estrafalarios, con la finalidad de recrear un imaginario que siempre se aleje de lo convencional. A partir de esa premisa construye toda una estética que incluso incide en la elección de los equipos, como su preferencia por trabajar con cámaras ligeras y poca iluminación artificial para ahorrar en tiempo y aprovecharlo para lo que realmente le interesa.
“¿Esperar a que el director de fotografía
haga su historia?, aburrido”.
Serra promulga que todas las pequeñas decisiones en la fabricación de una película tienen repercusión a largo plazo Para ello, requiere de una especie de “suspensión del juicio crítico”, tal como lo hacía Warhol, sin juzgar su trabajo durante el proceso creativo, para que una especie de “aura” logre sobrevolar los mecanismos del rodaje establecidos, permitiendo que el concepto prevalezca en el resultado, pero formulando nuevos caminos. De ahí la gran relevancia del montaje para el director, etapa donde él cree que se compone el verdadero sentido de las imágenes rodadas. En consecuencia, habla de la necesidad de confiar en la intuición para que la idea permanezca impregnada en cada una de las escenas, y así, desechar material a favor únicamente de aquel que contenga un valor para el director, ya sea plástico, emocional o narrativo, aunque la coyuntura entre éstos no tenga una lectura o relación que pase por la lógica pragmática. Se trata de la constancia, “saber soportar la incomprensión” sin dejarse afectar por juicios ajenos y “conservar la integridad para las cosas verdaderamente importantes”.
Para el autor de La muerte de Luis XIV (2016) la llegada del digital es el ejemplo más gráfico de esta reflexión. La rigidez del analógico imposibilitaba las capacidades de exploración del cineasta, convirtiéndolo en esclavo del sistema debido a sus altos costes y la necesidad de tener una planificación mucho más calculada. Métodos que le habrían privado de ese proceso de búsqueda de organicidad que tiene lugar en las extensas tomas por escena que caracterizan toda su filmografía. En palabras de Serra, ahora “todo es posible” gracias al digital, obligando al director a confrontar una realidad donde es el único responsable. La maleabilidad del cine digital como proceso de acierto y error, donde predomina la búsqueda de la idea y no la estética de la imagen. Serra defiende el mundo de posibilidades que se abre para los nuevos directores, donde en su “esencia y falta de saber, combinado a su imaginario personal” puedan hacer cosas mucho más interesantes que las fabricadas dentro de la industria convencional. Y es que el cineasta atribuye la falta de propuestas interesantes de las películas comerciales a la poca autoridad que ejercen los nuevos directores, ya que, a su juicio, y como es lógico de imaginar, se hace imposible que los nuevos cineastas logren hacer mejores propuestas si son otros los que tienen el control.
Una de sus más grandes obsesiones siempre ha sido escapar del cliché. Su necesidad “de crear imágenes inéditas, donde la atmósfera que hay en su interior no se haya realizado nunca en la historia del cine” marcan la toma de decisiones de sus proyectos, hasta el punto de sublevarse a sí mismo y a sus ideas iniciales, creando problemáticas que se traduzcan en imágenes con un espíritu rebelde. Y es a través de estas decisiones conceptuales que Serra realizó Honor de cavallería (2006), una adaptación del Quijote de Cervantes donde filma aquello que no está en el libro. Su idea pasaba por adaptar las elipsis entre capítulos, donde los protagonistas “no hacen nada” y sólo queda rastro de sus aventuras en los pequeños detalles. Gracias a ello el director reflexiona sobre la capacidad del cine de ficción de llevar a cabo historias que estimulen el imaginario cultural a niveles que cree imposibles de conseguir a través del género documental. Se basa en las sensaciones que irradia una película cuando, a través de una búsqueda por lo real, el cine corre el peligro de caer en la representación. Para Serra no hay mayor realidad que la que no busca ser filmada, o, dicho de otro modo, la que la cámara percibe más allá de las intenciones de los que la representan.
Imágenes que exudan inspiración y que son el resultado de metodologías externas que apelan a la “sensualidad” de sus encuadres y, sobre todo, a us personajes. En este caso, Serra pone en ejemplo las fotografías que son tomadas en una corrida de toros, las cuales siempre logran capturar toda la intensidad del momento en los rostros de los toreros cuando se enfrentan al animal. “Aunque quisieras hacer un documental de ello, nunca lograrías hacer algo parecido”. Al mismo tiempo entiende que conseguir la sensación de increpación por parte de un personaje puede ser logrado desde la incomodidad que surge de un actor que es filmado durante un largo periodo de tiempo, o aquella que nace de la confrontación de un actor no-profesional, que tiene que improvisar durante una larga escena frente a un imponente Jean-Piere Léaud disfrazado de ‘el Rey sol’, como muestra en un fragmento de La muerte de Luis XIV, para ilustrar a los asistentes del seminario. A base de este ideal de lo “irrepresentable”, Serra cree que la escritura de una película se basa en detectar una idea conceptualmente inspiradora, pero de la cual también se tenga conocimiento de causa. Ya puede ser un concepto muy abstracto o una “película de parejas”, pero Serra defiende que, si hay una intención clara y un concepto fuerte, “la película no puede ser mala”. Ilustrativamente pone de ejemplo a un cineasta tan distinto como es Hong Sang-Soo, al que cree capaz de formular sensaciones inefables sobre el estado mental de sus personajes como ningún otro director en este tipo de temáticas. Un proceso que cree no pasa por el guion (aunque claramente deba estar presente en su escritura), sino por la búsqueda conceptual llevada a cabo bajo ciertos “métodos especiales” de rodaje. Para él, el guion es sólo una escaleta para sus intenciones, donde la idea debe ser lo único que prevalezca durante la filmación.
En sus proyectos, el guion no es más que una herramienta de promoción y financiación, con la cual sienta las bases de trabajo para los primeros días de rodaje. Uno en el cual, a través de un proceso observacional de prueba y ensayo, donde busca incesantemente las virtudes y defectos de los actores, se abren nuevos caminos para transitar, de modo que el material filmado inicialmente no suele ser utilizado en el montaje final de la película. Debido a esa metodología, Serra vuelve a defender el digital y la maleabilidad que le brinda para fabricar una película donde sabe que no requiere de cerrar todos los entresijos de la historia, ya que ésta puede cambiar por cualquier descubrimiento que surja, llegando a afectar a todos los elementos que conforman la película, desde el formato, hasta un cambio de protagonistas. Un descubrimiento que le ha llevado a trabajar como un escritor de novelas, donde todo se forma a tiempo presente. “¿Por qué un escritor no escribe un guion antes de hacer una novela?”. Serra entiende que la cámara es el lápiz, y la lógica interna de la obra irá apareciendo frente a él durante el rodaje.
Hablando del proceso de rodaje, Serra afirma que sólo puede comentar acerca de su enfoque de trabajo personal, ya que nunca había asistido a una filmación antes de realizar su primera película. Confiesa que no fue hasta hace unos cuatro años, durante el rodaje del último largometraje de Sokúrov, que tuvo la oportunidad de estar en el proceso de realización de una película ajena. Un rodaje que categorizó como “aburrido”, por su carácter convencional y previsible. El director catalán no concibe que se filme en digital bajo la misma metodología de trabajo arrastrada por el analógico, donde la búsqueda pasa por preparar planos. Serra afirma que la unidad esencial debe ser la escena, ya que ésta consigue capturar diferentes puntos de vista en tiempo real, hilvanar gran variedad de ideas y crear una atmósfera mucho más compleja, lo que la convierte en “una unidad totalmente superior”. Sin embargo, entiende que la figura del director debe hacer valer sus armas para crear un método de trabajo que se retroalimente con un estilo visual y narrativo propio. Incluso bajo esta premisa, el cineasta busca que la practicidad del rodaje sea lo más sencilla posible. Para ello, evita trabajar con cámaras grandes o pesadas que ralenticen los tiempos de trabajo. Lo mismo para con la fotografía, aconsejando a los jóvenes directores a que se enfoquen en lo realmente interesante y a “no perder el tiempo iluminando interiores”.
“¿Para qué perder el tiempo con algo
que no te va a aportar nada en un campo
donde los profesionales son mejores?”
Las necesidades de Serra durante el rodaje pasan por tener todo previsto. Por ende, sostiene su posición contra el estilizado trabajo con la iluminación artificial, que le resta tiempo con los actores, a quienes prefiere tener en total disposición todos los días de rodaje, aunque en principio no vayan a ser utilizados. La improvisación en la escritura y reescritura del guion durante el rodaje le lleva a necesitar la máxima disponibilidad posible. Para el cineasta, lo más importante es lo que está frente a la cámara, y por ello la elección del casting se convierte en una de las etapas más importantes del desarrollo de la película. Siempre se basa en la búsqueda de lo original, de nuevo huyendo del cliché y persiguiendo lo inadecuado, alejándose de lo previsible, pero siempre cauteloso de no sobrepasar el umbral de lo inadmisible. Serra evita trabajar con actores profesionales, mostrándose partidario de que la corporalidad del actor cuenta más que sus técnicas, y cree que es trabajo del director que éste se vea bien frente a la cámara, de forma orgánica y verosímil.
El trabajo del director se traduce en cómo se filma el cuerpo delante de la pantalla, y así Serra teoriza acerca de las dimensiones que éste tiene, determinando que se divide en un 33% persona, 33% actor y 33% personaje, siendo la cámara la encargada de revelar las reverberaciones que producen los choques entre sus partes. Dentro de su hipótesis, el personaje nace de la pulsión de la fantasía y la ficción, que puede crearse simplemente desde el vestuario y la puesta en escena, labor que él define como “fácil” de hacer, y que asegura el éxito básico de la película. De ese modo el mayor interés de Serra pasa por la confrontación del cuerpo como persona (con un carácter propio) y el actor (el sujeto frente a la cámara), y la búsqueda por agredir las sensibilidades de éste, provocando gestos imposibles de ser conscientemente representados (como los del torero de su ejemplo anterior).
Por la necesidad de no perder rastro de ello, Serra explica que prefiere trabajar con tres cámaras que se mantengan registrando todo durante la escena, y bajo un “dispositivo de incomunicación” con los técnicos, que le lleve a alejarse de la cámara, rechazando componer los planos o contar con un monitor para chequear el encuadre, siempre interesándose en lo que está en frente de la cámara y no detrás. Para llevar a cabo este proceso, se respalda en dar total autonomía a los operadores, los cuales no deben tener asistente, introduciendo al cámara en ese instinto de fatalidad que Serra espera se mantenga durante el proceso de filmación. Su idea pasa por “educar a los operadores”, obligando a los directores de fotografía a “observar mucho más de lo que suelen hacerlo”, yendo en contra de los egos y “comportamientos egoístas” en favor del beneficio propio, que no aporten nada a la película. Todo un macro sistema de incertidumbre e incoherencia que se retroalimenta con el espíritu de fatalidad impuesto por el director que, en su opinión, seguramente sólo sea válido para él mismo. “Pensar que esto le puede ser útil a alguien, se me escapa”. Por ello vuelve a defender que lo más importante es la actitud, y que cada director debe encontrar un sistema propio.
Para Serra todo el sistema tan complejo que ha desarrollado a través de los años consigue su lógica en el montaje, proceso del que se considera “un maestro total y absoluto”. El director confiesa que no se siente el mejor director del mundo (aunque afirma que varios de sus largometrajes son verdaderas obras maestras), como tampoco se considera el más amable, ni especial en ningún sentido, “excepto en el montaje”, afirmando que no cree que haya alguien mejor en el mundo que él, incluso colocándose en una posición superior a la de otros cineastas como Walter Murch. “El libro que escribió él (Murch) podría escribirlo en… ¿el tiempo que tardó él? Pues la mitad”. Su reflexión tiene lugar debido al pensamiento crítico que sostiene en contra del tipo de películas con las que trabaja el montador norteamericano, de un estilo más clásico, afirmando que éste no se ha tropezado con las particularidades que Serra ha encontrado, viéndose obligado a “analizar lo inanalizable”.
Su primera reflexión es que cualquier cosa que se haga tendrá una clave de lectura coherente en la mente del espectador. Una evidencia de la cual hablaba el mismo Murch en su libro, pero que Serra recuerda, adjudicando el fracaso de las películas comerciales y su inclinación por lo convencional al miedo de los realizadores de que todo se entienda. “Que todo se entienda es una decisión estética”, pero esto no aporta nada a la capacidad de comprensión del espectador… Si está muy mal hecho, puede crear cierta confusión, y si está hecho de una manera muy abstracta, puede generar cierto misterio, que incluso puede ser beneficioso para la película”. Serra entiende que la comprensión de una obra está ligada más a la sensibilidad y el conocimiento individual del espectador que al ensamblaje de las imágenes. “Aún así, el espectador convencional, con todas sus limitaciones, puede entender lo básico. No los valores estéticos, pero sí los valores narrativos mínimos”.
Su segunda reflexión trata por entender el montaje como un proceso científico, de destrucción y reconstrucción, donde sólo deben quedar “los rastros opacos” del proceso de fabricación inicial, y que sólo hay una mejor película posible (otra hipótesis que apuntaba Murch en su libro). La premisa diferente de Serra es que las imágenes tienen su verdad propia, y él sólo se propone obedecer la dirección que ellas exigen. Un análisis hipercrítico donde el director decide que el valor de las imágenes redirecciona el montaje. Un ideal que se basa en que el director debe ser quien monte la película, ya que nadie va a tener el mismo nivel de conocimiento y compromiso sobre las imágenes que él mismo, huyendo del mito de que el montador debe estar lo menos contaminado posible por el proceso de rodaje. Serra busca que sus películas tengan coherencia, pero sobre todo emoción, creyendo que el único que puede aportar esa unidad es el autor.
La elección del programa de montaje también influencia el corte, y por ese motivo Serra se muestra totalmente en contra de trabajar con programas como Avid, el cual cree que limita la capacidad creativa del proceso, debido a su inclinación por facilitar el ordenamiento de las imágenes. El cineasta se muestra a favor de destruir la linealidad narrativa a toda costa, por lo que considera que el programa debe exigir cierta actitud crítica al montador. Mucho antes viene la primera etapa de su proceso de montaje particular: el casting de las imágenes. Serra revisiona absolutamente todos los rushes obtenidos, que puede llegar a tomarle hasta cuatro meses, trabajando entre seis y siete horas diarias. Proceso denso, pero que considera elemental para la valoración individual de cada una de las imágenes. Los argumentos de elección, en principio, pueden ser tan ambiguos como seleccionar una escena por el gesto determinado que hace un actor en una toma, como el color de los zapatos que lleva en otra. A medida que avanza el proceso, se van descartando escenas por una valoración superior, pero que siempre responda al gusto del cineasta, aunque parezca una mera superficialidad.
Y como tercera reflexión, Serra entiende que la mayor responsabilidad del montador es “darle la sensualidad máxima a la imagen”, creando la mayor sensación de fantasía posible, que responda al sistema de rodaje donde se buscaba generar una sensación de ficción potente, intrínseca en la arbitrariedad con la que han sido seleccionados los elementos. Esto, junto a una mínima coherencia narrativa, dramática, espacial y rítmica, el director consigue un montaje con la organicidad tan preciada durante la fabricación de la obra. Aun así, ante el riesgo de que el montaje pueda convertirse en algo “fantasmático” o dudoso, Serra pretende buscar un concepto mucho más barroco para concretizar, y evitar que lo misterioso acabe convirtiéndose una “abstracción excesiva”, algo que ha venido haciendo desde Historia de mi muerte (Història de la meva mort, 2013), donde cree que los últimos veinte minutos del metraje rozaron el límite de la abstracción.
Durante las últimas horas del seminario, Serra también quiso hablar ligeramente sobre otros temas como la música, la cual dice no componer hasta que el montaje de imagen esté acabado, ya que ésta puede cambiar totalmente su significado. Su intención pasa por añadir una nueva fase de destrucción y sublimación a lo que era considerado interesante en un principio, sirviendo de contrapunto entre lo visual y lo auditivo. El proceso de montaje sonoro también sigue ese ideal revolucionario, donde es capaz de distorsionar levemente las voces en la mezcla de sonido para romper con la normalidad de la experiencia inmersiva del espectador durante su proyección. Una cantidad de variantes tan sutiles que el cineasta trata en su obsesión por romper con la lógica de las percepciones comunes del imaginario colectivo. “En el cine vale todo, o casi todo”, sosteniendo la hipótesis hasta el punto de cambiar los subtítulos del diálogo de una escena, perdiendo toda lógica entre lo que dice el actor y lo que se traduce en pantalla.
“Todo lo que forma parte de la percepción de la
película es susceptible de ser modificado”.
Entre preguntas y debates de otra índole, sobre la financiación de las películas en el Estado español, el ICAA, y otros temas tan polémicos como sensibles, Serra daba fin al seminario tras cuatro intensos días, dejando quizás, como los buenos cineastas, más preguntas que respuestas. Los asistentes se retiraron con diferentes sensaciones entre la incomprensión y la fascinación, pero sobre todo absortos por las reflexiones de un director con un ideal extremadamente particular. Sus metodologías de trabajo utilizadas durante el proceso creativo probablemente sirvan poco a nivel práctico, como él bien dice, pero se muestran sin duda necesarias a nivel reflexivo. Serra ha compartido una forma diferente de acercarse a las películas, esperando que las nuevas generaciones se contaminen de inspiración de ese carácter anárquico, y exigiendo una actitud crítica y diferente ante las imágenes.