SAN SEBASTIÁN 2018: SORPRESAS Y DECEPCIONES
La pasada sexagésimo sexta edición del Festival de San Sebastián ha sido, tal vez, una de las más estimulantes en los últimos años. Pero todo festival tiene sus sorpresas y sus decepciones. Películas inesperadas que acaban resultando joyas para el recuerdo y películas esperadas que no siempre están a la altura de las expectativas. No son las mejores ni las peores películas del festival, pero a veces -para bien y para mal- son las que van más directas al corazón.
Roma, de Alfonso Cuarón
Venía galardonada con el León de Oro a la mejor película de Venecia, pero pocas películas del festival pretendían ser una sorpresa tanto como Roma. Al fin y al cabo, quién nos iba a decir que el próximo paso de Alfonso Cuarón tras Gravity (2013) le iba a dirigir a Roma, es decir, a los recuerdos de su infancia, al pasado de México y al barrió en que creció. A priori, no podían ser propuestas más diferentes: de una espectacular epopeya espacial a una película íntima y casi neorrealista dedicada a las mujeres, en especial a la asistenta de su infancia, que le criaron en los conflictivos años 70.
Claro, que ni Gravity era una epopeya corriente ni Roma es una película pequeña, íntima y delicada de esas que transpiran verdad. Gravity tenía como personaje único (casi) a Sandra Bullock enfrentada a un entorno tan hostil como el espacio, pero pocas películas sobre el espacio exterior han sufrido tanto ‘miedo al vacío’ como esta, que también incluía toneladas de música dramática, lacrimógenas pérdidas familiares y algunas escenas de duelo y “superación” sonrojantes. Representaba, en definitiva, un nuevo modelo de cine espectáculo en el que se minimizan unos elementos para cargar las tintas dramáticas de siempre en otros, encontrando un equilibrio diferente y calculado: una nueva fórmula de academicismo con que conquistar al espectador que quiere “más” y al que quiere “menos”, y de paso el espacio. Por distinta que parezca, en Roma, donde los recuerdos personales del director se transforman en un ambicioso retrato de todo un barrio, e incluso todo México, encontramos una operación semejante.
Cincelada en digital con un precioso y nítido blanco y negro, en tomas largas y cuadros amplios, bajo paneos circulares y travellings laterales, sin apenas música y a un ritmo tranquilo, la ambición de Roma va más lejos que ninguna otra película de Cuarón. Esta vez, en vez de reconstruir el espacio exterior, desea reconstruir la realidad. Y convertir el rigor y la distancia de dicha reconstrucción en espectáculo. A través de la historia de Cleo, una criada doméstica, y mediante técnicas neorrealistas, Cuarón pretende introducir el barrio de Roma en cada plano, o hacerlo sentir fuera de campo. Cuando Cleo va al cine con su novio, la cámara los muestra de lejos, mostrando todas las demás parejas -bien iluminadas para que no pasen desapercibidas-, con sus propias historias, que allí se encuentran. En sus idas y venidas por las calles de Roma, Cuarón sigue a Cleo en planos amplios y llenos de detalles; en el hogar de su alterego, Cuaron muestra desde la distancia las contradicciones de clase; en las conversaciones de Cleo con su compañera, acoge el uso del idioma mixteco… etcétera. Más que un recuerdo, Roma se pretende la reconstrucción minuciosa de un tiempo y un lugar concreto a través del diseño de producción más impresionante que uno ha visto en mucho tiempo. En cada plano hay al menos un detalle depositado con todo cuidado para producir la sensación de realidad: un balón deshinchado, las cacas del perro, carteles políticos, el póster de un astronauta… Y cada plano está compuesto con una belleza y un cuidado que no te permite pasarlo por alto.
Este año la sexagésimo sexta edición de San Sebastián también proyectó una copia recién restaurada de El ladrón de bicicletas (1948), la película de Vittorio de Sica que ayudó a definir el neorrealismo, que por esas casualidades y diálogos entre películas que ofrecen los festivales parecía apadrinar títulos como la maravillosa Ash Is Purest White, de Jia Zhang Ke, o Roma. Pero el resultado en ambas no podía ser más diferente. Como Roma está hecha para gustar y le sobra talento para ello, gusta. Dicho alto y claro, Roma es espectacular. Es lo que pretende. Pero a uno le decepciona que en lugar de reconstruir la realidad para todos los gustos, catarsis final incluida, no se preocupe más por ella.
Alberto Hernando
Leto, de Kirill Serebrennikov
No es un secreto que la carrera del soviético Andrei Tarkovski se vio directamente perjudicada por su manera de concebir el séptimo arte. Alejada del realismo social impulsado por la ideología oficial, el cine del director no cuadraba en los planes de la Unión Soviética, por lo que fue víctima de complots y persecuciones hasta llegar al punto de tener que huir de su patria. Estos acontecimientos se vieron reflejados en la que probablemente ha sido su película más personal e íntima, filmada en Italia: Nostalgia (Nostalghia, 1983).
Pues bien, tras haber dividido la opinión de la crítica en el Festival de Cannes, Leto, de Kirill Serebrennikov -director ruso también perseguido por los mandatarios- ha pasado desapercibida por la sección Perlak, donde optaba al premio Donostia Hiria Publikoaren Saria. Al igual que con Tarkovski, tirando de excusas y pretextos el gobierno ha querido frenar la producción de Serebrennikov, manteniéndolo bajo arresto domiciliario tras tomar conciencia de que su film denunciaba la escasa libertad artística de aquellos últimos años en los que el bloque soviético entraba ya en fase de desintegración.
Ambientada en Leningrado durante los años 80, Leto retrata la historia de un triángulo amoroso formado por amantes del rock’n’roll occidental que sueñan con poder cantar y expresarse con total libertad. Y esa libertad reclamada por los músicos la hará visible el propio director a la hora de construir la película con su energía juvenil y desfase formal. Filmada principalmente en un blanco y negro nostálgico –el color llegó a Rusia años más tarde-, la animación gráfica en forma de brochazos sugerentes a pincel, el propio color y los pasajes puramente videocliperos rompen radicalmente la narración revitalizando la historia y las ganas de rebelión artística una y otra vez. Estas fugas estéticas, sin embargo, no muestran más que el deseo de la población, cansada del estancamiento y control soviético recordado explícitamente al espectador -mediante un personaje anónimo que irrumpe en cada salida de tono que acompaña la narración-, de que aquello que está viendo “no sucedió”.
Ander Macazaga
Beautiful Boy, de Felix Van Groeningen
La nueva película del director belga Felix Van Groeningen, Beautiful Boy (2018), se presentó en San Sebastián dentro de la Sección Oficial y las críticas han sido bastante duras ante una historia que se basa en las memorias reales de los propios protagonistas. Cuenta la difícil situación que vive un padre y su hijo cuando este último, ya en la edad adolescente, se ve sumergido en una espiral de alcohol, drogas y adicciones. La película presenta los hechos como son. No es la primera película que trata estos temas dentro de la historia reciente del cine, a veces incluso de forma más sensacionalista si cabe, desde Yo, Christina F (Uli Edel, 1981) hasta Réquiem por un sueño (Darren Aronofski 2001), pasando por el cine quinqui español con filmes como El Pico (Eloy de la Iglesia, 1983). Pero Beautiful Boy ofrece un debate interesante que puede ser considerado original: plantearte el dilema de si en un caso así ayudas o no a tu hijo a salir de ese bucle de destrucción, y ese es uno de los aspectos más interesantes del filme de Van Groeningen, aparte de que no cae en ningún tipo de pornografía de las drogas -como sí ocurre en los filmes mencionados anteriormente-. Es, por tanto, una historia -tristemente real- que cuenta con unas interpretaciones dignas de valorar. Sobre todo del joven Thimotée Chalamet, que demuestra que tiene dotes para interpretar más de un registro, y del veterano Steve Carrel. Juntos forman una unión padre-hijo en la que demuestran conexión, emoción y empatía, es sin duda el mejor acierto del filme: la elección de actores. Por lo demás, no es una película redonda, los continuos flashbacks pueden generar desconcierto y pérdida de calidad, pero sí que es una película notable, de denuncia de un problema actual como es el consumo y la adicción a sustancias ilegales.
First Man, de Damien Chazelle
Lo nuevo de Damien Chazelle, First Man (2018), se presentaba en San Sebastián dentro de la sección de Perlas. Ya incluso antes del inicio de la proyección se respiraba en el ambiente de la sala una sensación de que la película no iba a funcionar y los presagios no iban desencaminados: la película no funciona y no lo consigue por varios motivos. El primer motivo por el que el filme desconcierta y no logra que el espectador muestre interés es que la interpretación del protagonista no es creíble, y lleva todo el peso del largometraje. Ryan Gosling -de moda últimamente- quizás no es el actor idóneo para este personaje. Cierto que encarna a una persona real que era introvertida -parece ser- pero el problema es que Gosling tiene el mismo rostro durante toda la película y así no se consiguen ni momentos dramáticos creíbles, ni alivio, ni alegría por el triunfo -la película versa sobre la llegada del primer hombre a la Luna- ni absolutamente nada. A ello hay que sumar la duración del filme: para lo que se quiere contar no hacían falta casi 2 horas y media de película; es redundar en lo ya contado y eso genera aburrimiento. Chazelle suspende con este filme que ni impresiona ni entretiene salvo que se detenga el espectador únicamente en apreciar los buenos efectos especiales y las escenas de acción. Salvo ese aspecto, la película no presenta nada nuevo ni nada que se vaya a recordar.
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