SAN SEBASTIÁN 2017: LA MATERNIDAD
Si algo ha dejado claro la sexagésimo-quinta edición del Festival de Cine de San Sebastián, tanto por su programación como por su palmarés, es la innegable concienciación feminista y la atención otorgada definitivamente a un género al que, por fin, se ha dado la oportunidad de demostrar que puede cargar sin problemas con el protagonismo de casi la mitad de películas proyectadas en el festival. En este contexto, conceptos como fuerza, valentía y reivindicación han gozado de una presencia y un vigor inusitados. Hay uno, sin embargo, que convierte a la mujer en mujer y a nosotros en seres vivos: la maternidad, a la que ya dedicamos un dossier anteriormente.
El origen del mundo (Alanis, de Anahí Berneri)
No es ningún secreto que la programación del festival destila, año tras año, drama social por los cuatro costados. Así pues, diversos retratos sobre la prostitución nunca faltan a este evento, pero existen infinitas maneras de abordar un tema tan controvertido y delicado. Unir la prostitución a la maternidad para enfocar la problemática desde el punto de vista más humano ha dado como resultado Alanis, un trabajo de realismo tan tierno como desgarradoramente carnal. Si para hablar de maternidad no es solo necesaria la figura de la madre, sino también la de la criatura que es sangre de su sangre, entonces este film es, desde ya, paradigma del cine maternal por la conexión tan mágica y única que plasma entre el niño y su madre, Alanis (una Sofía Gala tan imperial que acabó alzándose con la Concha de Plata a la mejor actriz). Si bien es cierto que madre e hijo en la pantalla lo son igualmente en la vida real, también lo es que no es la primera vez que se recurre a dicha fórmula, y no siempre ha dado resultados tan satisfactorios. Y es que Anahí Berneri no ha sido la primera mujer de la historia en ganar la Concha de Plata a la mejor dirección por nada: la directora encierra a la pareja protagonista en una especie de burbuja etérea que los hace inmunes a la crudeza de la realidad, mientras urde un hilo invisible entre las miradas de ambos, para regalarnos la experiencia materno-filial más cándida y espontánea de esta sección oficial a concurso.
Sin pretensión alguna más allá de dejar a las imperfecciones de la vida desfilar frente a la cámara, Berneri nos retrata a una Alanis tan fragmentada como impertérritamente entera. Una mujer que hace malabares con las piezas del puzle que es su vida para no perder a su otra mitad: su hijo. El vehículo para hacernos llegar este alegato sobre los pretextos básicos de la vida resulta del todo eficaz gracias a la primitiva naturaleza de la propuesta: el empleo de planos tan abiertos como para que los pechos de la protagonista no queden relegados al fuera de campo, incluso ocasiones en las que se posiciona la cámara a la altura de los mismos para dotarlos del máximo protagonismo y trasmitir, además, la grandeza típica que irradia un rostro visto desde un plano contrapicado. Y es que parece que la realizadora argentina tiene clara la vigencia del mensaje que trató de hacernos llegar Gustave Courbet a través de su controvertido óleo El origen del mundo (1866), el mismo que alberga nuestro instinto animal y que nos llevó a esculpir la Venus de Willendorf hace más de 25.000 años: la mujer es el origen de todo y, más concretamente, sus órganos reproductores, que son fertilidad y vida. En definitiva, un contundente alarido en pro del amor maternal como fuerza capaz de salvar los escollos más abruptos, pero tan tierno y real como una fugaz mirada a cámara de un niño de pecho.
Cuando jugamos a ser Dios (Una especie de familia, de Diego Lerman)
También desde Argentina nos llega Una especie de familia para hablarnos de una problemática más tapada que, sin embargo, está viviendo un protagonismo sin precedentes estos últimos años: la maternidad subrogada. Hablamos de “problemática” no solo por el debate que genera y que aún está lejos de cerrarse, sino también porque convierte la maternidad en un arma de doble filo, en liberación y esclavitud al mismo tiempo, en altruismo o egoísmo según el prisma a través del que se mire. Todo esto está abordado en una película cuya mayor virtud reside en articular diversos discursos con una cercanía tan orgánica que introduce al espectador en un thriller enmascarado sin que se note la goma de la careta. Industrias médicas que se lucran a costa de las ilusiones de unos y las necesidades de otros, las consecuencias de ese jugar a ser Dios que tanto le gusta al hombre blanco pudiente, la evidencia de un debate que, como muchos otros, no sería tan problemático si se renovaran las leyes concernientes al mismo… Muchos temas tienen su representación y correspondiente controversia en el que fue considerado por el jurado como el mejor guion a competición, pero hay algo más en el fondo, detrás de todo ese ruido y sensacionalismo. Algo que a pesar de estar detrás, es tan enorme que eclipsa todo lo demás: el drama de dos mujeres… mejor dicho, de dos madres. Una biológica que no quiere ni coger a su hijo porque sabe que se lo arrancarán de entre los brazos poco después, y otra política que para poder tener una criatura a la que dar todo su amor tiene que arrebatársela a otra mujer y huir con ella como si de una delincuente se tratara, aun albergando la certeza de que jamás podrán vivir con la tranquilidad de una familia “normal”. La relación de estos dos personajes llena de sentido humano la cinta gracias a su complejidad, y es que tan pronto nos parece estar presenciando un duelo como siendo testigos de una alianza; unas veces incomprensiones, otras, miradas de complicidad. Una es blanca, la otra mulata; una usa su dinero para tener un hijo, la otra tiene un hijo para conseguir dinero, pero, a fin de cuentas, las dos son madres del mismo niño, ¡y que desaparezca el cine si puede existir una conexión mayor entre dos desconocidas!
La controversia del tema está perfectamente lograda al dibujar una protagonista de dudosa moralidad y una complejidad ética que en muchos momentos nos hace replantearnos nuestro apoyo a su causa y, en general, la realidad que atraviesa el embarazo subrogado en la mayoría de países. Así pues, el abrumador carisma que consigue imprimir Bárbara Lennie a la protagonista no oculta –ni pretende hacerlo– el egoísmo que duerme dentro de ella ni el que está muy despierto dentro del resto de personajes, que no dejan de ser un retrato de la sociedad. Solo la madre biológica del niño, de claros rasgos amerindios, se salva de esta hoguera en la que Diego Lerman hace arder a todo el imperialismo blanco y su capitalismo, pero claro, al final, como muchas veces pasa tanto en ficción como en la vida real, ellos acaban cargando con nuestros errores (literalmente hablando en este caso), y nosotros yéndonos de rositas…
La culpa como espiral autodestructiva (Pororoca, de Constantin Popescu)
Como contrapunto a estos relatos de maternidad, donde la figura paternal era anecdótica o directamente inexistente, en Pororoca el padre lo es todo: el mejor amigo de sus hijos, el detonante de la tragedia, villano, víctima, mártir y verdugo. La construcción de este personaje por parte de Bogdan Dumitrache supone el ejercicio interpretativo más exigente y completo de todo el festival, y así se le reconoció al otorgarle la Concha de Plata al mejor actor. Un padre de familia que se enfrenta a un error que (des)encarrilará su vida a la perdición, a un despiste humano pero definitivo que hará que su hija desaparezca, y con ella, paulatinamente, su vida y su cordura. Es un proceso lento, no en vano el espectador se enfrenta a 152 minutos de metraje, pero cada uno de ellos rezuma tensión, gracias a la procesión interna de un padre que ejecuta movimientos pequeños y parece no querer hacer ruido por ser consciente de su culpa, pero que sin duda no puede callar los desgarradores gritos de su interior. Una prodigiosa interpretación que, además, va unida a un compromiso excelso que se materializa en un deterioro físico paulatino y escalofriantemente patente del personaje protagonista.
Pero si un film alcanza el poderío de Pororoca no es solo por la capacidad interpretativa de su protagonista, sino –especialmente– por la puesta en escena y la dirección actoral, funciones capitales que recaen sobre la figura del director. En este caso, Constantin Popescu hace gala de un estilo sobrio, invisible, pero no menos coherente, que influye en las sensaciones del espectador antes que en su mirada. Las innegables dotes narrativas del realizador rumano se manifiestan en un plano-secuencia que, sin ninguna duda, podría considerarse EL plano del largometraje: una clase magistral sobre cómo construir tensión a través de la progresión dramática hasta alcanzar extremos realmente lacerantes. Hoy en día, viendo lo “cotizados” que están los planos-secuencia, que se llevan los más prestigiosos reconocimientos debido a su complejidad técnica (Birdman (Alejandro González Iñárritu, 2014)… ¡en fin!), lo difícil es encontrar en ellos una justificación formal que nos haga ver que esa secuencia (en ocasiones toda la película) hubiera perdido contenido de fondo, y no solo prestigio para su director, si se hubiera rodado en diferentes planos separados por corte. Este es uno de esos esperanzadores casos –como ya lo fue Victoria (Sebastian Schipper, 2015)– en los que cualquier propuesta de rodaje diferente al plano-secuencia escogido habría dado como resultado una escena infinitamente más débil y convencional en lo que a tensión dramática se refiere: gracias al detallismo con el que se crea la atmósfera del parque, el uso de desconcertantes y turbadoras conversaciones de fondo constantes que avasallan el silencio del protagonista, anticipaciones de acontecimientos que juegan con la mente del espectador haciéndole pensar que van a pasar cosas que parecen no suceder nunca, una cámara que va entrando en el mundo del padre paulatinamente acercándose muy lentamente a él… un solo corte rompería esta progresión dramática y echaría por tierra toda esta tensión que no permite ni parpadear al que se sienta frente a la pantalla.
Blancos más negros que blancos (Beyond Words, de Urszula Antoniak)
También la cineasta Urszula Antoniak utiliza la paternidad como piedra angular en su Beyond Words, un drama que se desarrolla en una Alemania donde Michael trata de ser “el más berlinés de Berlín”, a pesar de ser un inmigrante huido de Polonia cuatro años atrás. En este contexto, el pasado llama a su puerta… El padre del protagonista funciona como elemento catalizador que recuerda a su hijo quién es y, sobre todo, de dónde viene. Su simple aparición remueve aguas que parecían evaporadas en el interior de Michael. Un breve fin de semana de convivencia entre ambos es suficiente para hacer recordar al joven que, aunque él trate de olvidar sus raíces, ellas no le olvidan a él. Así, se da cuenta de que el inmigrante africano de tez negra que se sienta al otro lado de la mesa tiene más en común con él que aquellos que comparten su mismo color de pelo y de piel y que le llevan a clubes de moda, pero que le recuerdan constantemente que su acento alemán no es perfecto. La aparición del padre sirve también como metáfora de todo aquello que deja de hacernos daño porque habita en nuestro olvido, pero que siempre puede volver a la carga mientras que no deje de existir.
Si bien es cierto que en Beyond Words se desarrollan de manera muy clara y accesible dos de los temas más recurrentes del festival (paternidad e inmigración), este es, sin duda, un estandarte excesivamente pesado para un film que no puede sustentar ni su discurso formal. Rodado en un blanco y negro muy contrastado, parece evidente que la estética y el manierismo imperan frente al discurso al limitar a dos colores un supuesto mundo lleno de inmigración y tonalidades de piel. Otra decisión formal igualmente contraproducente es la de tratar de conectar con temas como los recuerdos, la nostalgia y el amor paterno-filial desde el hieratismo y la fría elegancia que no es difícil conseguir al trabajar con fotografía en blanco y negro.
Hemos visto, pues, que en la sección oficial a concurso del 65 Festival Internacional de Cine de San Sebastián, se ha presentado la progenitura como la mayor fuerza capaz de hacer frente a la puta realidad, como un demoledor discurso contra algunas injusticias de la sociedad, también haciendo las veces de moneda que, además de una maravillosa cara, tiene también una pesada cruz que puede hacernos enloquecer y, por último, como una ineludible ancla a nuestros orígenes, a todas las ventanas de nuestro pasado, queramos o no asomarnos a ellas. Estas son cuatro miradas desde las que abordar el tema, pero hay muchas, muchísimas más; tantas como seres humanos sobre la Tierra.
Martín Escolar-Sanz
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