ROTTERDAM 2020 (I). EL AÑO DEL DESCUBRIMIENTO
Laberintos y descubrimientos
Uno de los típicos comentarios en torno a un festival de cine consiste en alabarlo o denigrarlo según los títulos y nombres que aparecen en el line-up: la programación principal. Es una visión tan natural como, en el fondo, corta de miras. Como sagazmente apuntaba Mark Peranson en un texto ya canónico, Primero se obtiene el poder, luego se obtiene el dinero (2010), “quizás se deba prestar atención tanto a lo que un festival muestra como a lo que no muestra”. Muy someramente, esto supondría entender que no todos los certámenes pueden aspirar a lo mismo –a las “50 grandes películas de la temporada que todo festival desea tener”, también según la definición de Peranson?, y que muchos dependen de una serie de condicionantes, primero locales, y muy por encima, internacionales. Todos los festivales de cine forman parte de una red jerarquizada en la que el poder de los patrocinadores, la industria audiovisual, los agentes de ventas y los presupuestos y capacidad de persuasión con que cuenta cada cita cinéfila son vitales para categorizar: para saber quién consigue los diamantes en bruto del año y quiénes (¡tantos!) se quedan con las migajas. En última instancia, es absurdo comparar ciertos festivales teniendo siempre en mente a los Big Four: Cannes, Venecia, Berlín, Toronto. Por supuesto que estos cuatro mastodontes siempre van a tener las de ganar. No sirve de mucho, pongamos por caso, lamentarse de la sempiterna pobreza de la red festivalera patria: es obvio que, debido al sistema de premieres y por intereses industriales, aquí no van a hacer su primera parada los deslumbrantes estrenos de Cannes o las joyas del art-house más inexpugnable de Berlín. Lo que sí se puede, se debe buscar y hasta reivindicar es un sentido de la programación –recordemos, un trabajo como cualquier otro, con sus lógicas, sus muchas miserias y escasas grandezas, sus chascos e iluminaciones, y sobre todo sus buenas dosis de pragmatismo– que, teniendo bien en mente las limitaciones con que cuente de partida, desafíe los lugares comunes, lo ya establecido como hype en el circuito de cine de arte, que demuestre que el cine continúa (vivo y coleando) mucho más allá no ya de las alfombras rojas, sino de las competiciones oficiales, de las retrospectivas en torno a la última joven promesa, a la gran figura recientemente fallecida o al enésimo país “descubierto” para la causa del arte mayor.

Es por eso que Rotterdam, aun cuando depare más decepciones que alegrías, es un festival que merece la pena reivindicar. Su ubicación temporal a finales de enero, con Berlín echándole el aliento, no augura esa programación gourmet que muchos cinéfilos y críticos ansían. Y sin embargo, siempre se las arregla para batallar por un concepto diferente –más abierto, más heterodoxo, menos glamuroso– de la imagen en movimiento, y para triunfar en su particular apuesta. Ello porque, en primer lugar, se ha negado desde su misma fundación a entrar en la envenenada clasificación de la FIAPF: ¡al diablo con la clase A y sus servidumbres! Su compromiso con una idea del séptimo arte experimental, plural y reivindicativa puede que haya mermado con el tiempo, y que haya generado otros vicios –un world cinema patrocinado y hasta monitorizado por el Hubert Bals, un excesivo apego a la escena y el público locales–, pero el IFFR aún se las compone para traer resplandores de pasión cinéfila –de esa que, vaya por Dios, Berlín, con sus esperados aciertos, no se ha dignado a considerar. Antes que hacer un repaso por todo el festival, cosa que solo aburriría (más) a la audiencia lectora, quisiera centrarme en esos estallidos de cine que convierten a un recorrido más bien mediocre por el cine actual en una experiencia arrebatadora. Los he dividido en dos: Descubrimientos, en esta entrada; y Laberintos, en la siguiente, a la que sumo una coda.
Descubrimientos
Quiero referirme en primer lugar a un descubrimiento que no es tal: casi todo el mundo –todo aquel que pasa por aquí, por supuesto– sabe quién es Luis López Carrasco. Su nueva película, El año del descubrimiento (2020) puede que sea, no obstante, su gran puesta de largo en la escena internacional. Tras la buena acogida de sus anteriores obras en festivales como Locarno o Valdivia, con su nueva película ha logrado generar conversación entre la crítica y el jurado internacional que, eso sí, no tuvieron a bien premiar una de las obras clave en la Tiger Competition. Lo que proponen el director, su guionista Raúl Liarte y un entregado equipo técnico y artístico es la natural extensión de las inquietudes que animan la filmografía del murciano. Sin embargo, la indagación en las escaras del pasado democrático español no se conjuga ahora mediante la alusión o el hermetismo de El futuro (2013) o de Aliens (2016), sino mediante una claridad retórica que tampoco renuncia al gusto por la experimentación y a la búsqueda de formas desafiantes –en plena consonancia con la naturaleza del discurso ideológico propuesto por los autores–.

Claridad que marcan los protagonistas de El año del decubrimiento: profesoras, amas de casa, sindicalistas, obreros y viandantes que coinciden en un bar de Cartagena (Murcia), en donde conversan y reflexionan sobre su presente y el pasado que lo condicionó. La quema del Parlamento Regional cartaginés en un supuesto annus mirabilis para España como 1992 marca el centro del discurso de una película que reivindica la memoria obrera de un periodo que parecía diseñado para una clase media con ínfulas cosmopolitas (europeístas). El asedio y la destrucción de la clase trabajadora para afianzar un sistema neoliberal que ha desembocado en este presente de precariedad, estulticia y auge de la extrema derecha se rememora a través de múltiples entrevistas, primero con personas anónimas que revelan, con desparpajo y acidez, las contradicciones de una ciudadanía azotada por un entorno social empobrecido en todos los sentidos; y después, con los líderes sindicales cabezas de la revuelta que frenó el desmantelamiento industrial que los poderes políticos planteaban para Cartagena. Poco tengo que comentar sobre el dispositivo ideado por López Carrasco y su equipo, que da, más que simplemente voz, una agencia inusitada a las personas retratadas: ya lo han hecho mejores críticos y analistas que yo. Solo espero que la apuesta tenga una acogida atenta y polémica por el público español, la que se merece un filme que se ha planteado, como pocos, hacer cine político y políticamente en España. Con contundencia y sin una sola concesión en sus 200 minutos, que pesan porque la situación que retrata duele, y da mucho que pensar.
Antes de pasar a otros menesteres, unas palabras sobre la acogida de El año del descubrimiento en Rotterdam. La primera proyección de esta obra mayor, no ya de su director, sino del cine español contemporáneo –es verdad lo que se ha señalado: ahí está la vinculación con el mejor ejercicio político de Joaquim Jordà o Pere Portabella: El sopar (1974), Númax presenta (1979); pero también late el impulso guerrero de referentes internacionales como La commune, 1871 (Peter Watkins, 2000)– tuvo lugar en una de las gigantescas salas de los multicines Pathé, de los mejores de la ciudad. Allí, al menos así me pareció, la concentración del elemento español se notaba en el ambiente: las risas, los gruñidos, los abundantes comentarios cómplices ante diversos pasajes de la película, pero también el silencio de otra parte de la platea que paulatinamente desertaba agotada. ¿Pudo ser que esta película se encontrase con la incomprensión de un público, y finalmente de un jurado, europeo septentrional que no comulgase con lo que percibió como los quejidos de un puñado de mediterráneos? Quizá solo fuese mi impresión, pero la ausencia de El año del descubrimiento en el palmarés final –el galardón fue a parar a la meritoria pero menos estimulante crónica cotidiana china The Cloud in Her Room (Zheng Lu Xingyuan, 2020)– se deba al tipo de hiatos culturales que suelen darse en grandes festivales, donde la audiencia está dispuesta a tolerar solo ciertas representaciones del Otro –aquí, el otro europeo, la otra cara de la prosperidad dentro de la UE. Por ello, me reitero. Espero que El año del descubrimiento tenga la repercusión en el debate público español que se merece: aquí es donde reside su principal impacto, el mismo que sentí yo y muchos otros críticos y programadores compatriotas que tuvimos la suerte de asistir a esta muestra modélica de Cine agitador.
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