FESTIVAL DE ROTTERDAM (II) – ‘EL PROGRAMA’ DE ANGELOPOULOS

Pasado y presente

Caminhos Magneticos, de Edgar Pêra
Caminhos Magneticos, de Edgar Pêra

Decía en un post anterior que el gran valor de algunas de las retrospectivas que aloja el festival de Rotterdam reside en su capacidad para alumbrar el pasado de las imágenes en movimiento desde múltiples y, en ocasiones, contradictorias perspectivas. Propuestas como el Laboratory of Unseen Beauty no fueron las únicas que tentaron nuevas aproximaciones al legado cinematográfico. Las retrospectivas a cineastas reconocibles con la etiqueta de “cine de autor o experimental” pero cuya heterogeneidad y radicalidad no los han hecho asiduos de los circuitos más “glamurosos”, como Edgar Pêra o Charlotte Pryce, mostraron el interés del festival en promocionar algunas de las formas de autoría más sofisticadas y sugerentes de la actualidad, en las que la experimentación con las nuevas tecnologías de tratamiento de la imagen (el caso sobre todo del portugués Edgar Pêra) o el diálogo con las formas pioneras de imagen en movimiento, como la linterna mágica o las ilustraciones animadas (el caso de Pryce) daban lugar a sugestivos desafíos que no se acostumbran a ver en otros grandes certámenes.

La revisitación de imaginarios fílmicos ya establecidos, tanto en su vertiente más popular como en la eminentemente “autoral”, confluyeron en sendas interesantes sesiones, cada una ubicada en diferentes secciones del festival.

Romantic Comedy
Romantic Comedy

La primera de ellas fue Romantic Comedy (Elizabeth Sankey, 2019), situada en el programa Rotterdämerung, el más inclinado al llamado “cine de género” (en futuras incursiones nos extenderemos sobre él y otras películas que lo conforman). El caso de Romantic Comedy es particular en tanto que no se presenta como una actualización desde presupuestos de ficción sobre los estereotipos de un género (como fue el caso de sus compañeras de sección), en concreto la rom-com hollywoodense, sino como una larga reflexión analítica que toma clips de más de un centenar de filmes, desde La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1939) a Sin compromiso (Ivan Reitman, 2011), pasando por la trilogía de Bridget Jones para denunciar, siempre sin perder la chispa, las representaciones sociales y supuestos ideológicos que han ido sedimentándose bajo la almibarada superficie de estas películas. Lo que puede asemejar en parte a un vídeo ensayo de larga duración (casi hora y veinte) queda matizado por el rechazo al enfoque neutral y didáctico que suele caracterizar al formato; la voz en off analítica es aquí la de diferentes espectadoras y espectadores que se enfrentan a las películas desde su propia experiencia, confrontando sus vivencias sentimentales y sexuales con las imágenes embellecidas y solipsistas de los argumentos de ficción, y aportando un tono fresco y espontáneo a la vez que muy ácido al conjunto. La deconstrucción de un género popular no se hace, entonces, desde presupuestos de alta hermenéutica académica, sino a través de sencillos acercamientos que reivindican una sensibilidad mainstream, pero atención, también crítica, a la hora de recibir y percibir ciertos productos de vocación mayoritaria o comercial.

Lettre a Theo
Lettre a Theo

La siguiente cita a la que quiero referirme supuso una demostración de la importancia de una buena programación para rescatar películas que por sí solas no alcanzarían mayor valor o atractivo. Fue el caso de Lettre à Theo (Élodie Lelu, 2018), un sentido homenaje al más prestigioso realizador griego, el espléndido Theo Angelopoulos. A partir del rodaje de su frustrada última película (a su abrupta cancelación concurrieron las circunstancias que todos sabemos), Lelu monta un homenaje al orfebre del plano secuencia anti-cronológico y, lo mejor de la propuesta, relaciona certeramente las preocupaciones del cineasta fallecido con el actual contexto social ateniense. Las desventuras de un continente europeo cada vez más a la deriva, sumada a la deriva real de miles de migrantes que esperan hallar su lugar en el cada vez más lejano paraíso del estado del bienestar, riman y se acoplan a la perfección con las vicisitudes que marcaron el que podría haber sido colofón a la “Trilogía del siglo XX” y con el mundo personal del cineasta heleno. Lástima que este mediometraje, a pesar del buen poso que le anima y de la nada impostada carga emocional que lo permea, se vea lastrado por la convencionalidad de sus planteamientos enunciativos: entrevistas recopiladas, voces en off más o menos evocadoras, clips de películas de Angelopoulos que subrayan unívocamente lo ya mostrado, registros documentales del aquí el ahora… nada que no hayamos visto ya. Como digo, no quita para que estemos ante una propuesta hecha a partir de la añoranza y el dolor reales, ante las pérdidas pasadas y el incierto presente. Sin embargo, el regalo para el cinéfilo venía con la pieza que ejercía de complemento al programa. Nada más y, sobre todo, nada menos que El programa (Ekpombi, 1968), la primera y gloriosa incursión de Theo Angelopoulos en el cine.

El programa (Ekpombi)
El programa (Ekpombi)

Este tesoro es peaje obligatorio para cualquier forofo de Angelopoulos por, justamente, las diferencias que establece con el resto de su filmografía. El tono agriamente satírico del que hace gala (y en el que, al parecer, algo tuvo que ver el guionista español Rafael Azcona) se une a la agitada planificación cámara en mano repleta de zooms y saltos de eje. Los modos de la estética pop (¡actuación de Los Bravos incluida!) y del reportaje televisivo son objeto de una parodia en la que la amargura vence a la farsa, y que entronca los comienzos de Angelopoulos con los coletazos del neorrealismo y la comedia social, popular en países mediterráneos como Italia, España o la misma Grecia. Lo fascinante del programa ofrecido en el cine Lantaren Venster de Rotterdam no residía solo en el cortometraje en sí, sino en el diálogo que establecía con el filme de Lelu. La contraposición entre el homenaje postrero al cineasta y sus primeros tanteos con el medio fílmico daba lugar a varios destellos: el impacto de una estética ya devenida canónica en un filme ni siquiera firmado por Angelopoulos contrastaba con la emergencia de un estilo que solo podemos adivinar en breves fogonazos. El más pregnante de ellos conseguía, al menos en lo que a mí concierne, disparar un paralelismo, irónico por lo hiriente, entre esta primera película y la terrible circunstancia que rodeó la muerte de Theo Angelopoulos, mientras localizaba exteriores para el que iba a ser su siguiente filme. En torno a la mitad de Ekpombi, un hombre, el protagonista del cortometraje, pasea solitario por una avenida ateniense, caminando en medio de la carretera, mientras algunos coches se mueven en dirección contraria. La inesperada analogía (que, como digo, seguramente esté solo en mi cabeza) termina por articular una bella conmemoración de uno de los grandes y más exigentes genios del cine europeo. Todo ello, sirviéndose de la más sugestiva y poderosa de las armas que posee un buen festival de cine: el esfuerzo de programación, que a veces, puede semejarse a una forma de creación con materiales ya dados.

Lettre a Theo
Lettre a Theo

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