FESTIVAL DE ROTTERDAM – BRIGHT FUTURE (II)
En busca de lo inclasificable
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Seguimos con Bright Future. Como comprobará el avezado lector, Rotterdam no se acaba ni mucho menos en sus secciones competitivas. Las auténticas delicias cinematográficas están en lo que para otros festivales son meros acompañantes y aperitivos. Bright Future contempla, además de sus (desiguales) selecciones premiables, tres programas principales de largos, medios y cortometrajes.
En el tramo dedicado a los largometrajes volvió la tónica de irregularidad ya mencionada anteriormente, más pronunciada si cabe. La conjunción de piezas inapelables, buenas películas, medianías y, directamente, productos olvidables hacen de esta sub-sección un auténtico batiburrillo del que es difícil apuntar líneas maestras que lo conformen. Quedémonos por tanto con algunos títulos que dan muestra de la heterogeneidad, en sentido lato, que caracteriza a este gigantesco programa.

Si alguna esperanza blanca del cine de festivales, como Ico Costa, cuya Nyo Vweta Nafta (2017) dejó muy bien sabor de boca en citas como Cinéma du Réel, no colmaba (mis) expectativas con su largometraje Alva (2019), producción en exceso solemne al contar una historia rural, de marginación, pobreza y crimen, también hubo oportunidad de ver una (sino LA) película fundamental en este curso cinéfilo. Long Day’s Journey Into the Night (Bi Gan, 2018) es la magistral entrada de su director por la puerta grande del cine concebido como Arte mayúsculo. La película, un juego (muy serio) con la memoria, los sueños y el propio cine, es a la vez un elíptico y misterioso relato de cine negro y amor romántico, una proeza formal durante todo su metraje (no solo en su cacareado, y brillantísimo, plano secuencia de una hora de duración) y una emocionante reflexión sobre la capacidad de nuestra fantasía, de nuestros sentimientos, para moldear y hacer girar el mundo que nos rodea.
No fue la única maravilla que disfrutamos entre la selección de largometrajes. El IFFR tuvo a bien traer Black Mother (2018) y a su director, Khalik Allah, para dar una clase magistral. Poco que comentar sobre la película y su casi total responsable, uno de los diamantes en bruto del cine contemporáneo. Solo queda desear que la inigualable potencia de este intuitivo creador continúe intacta por muchas películas. Amén.

Sin embargo, este derroche de calidad comparte hueco, como siempre remarcamos, con otras películas que, si bien son apreciables, no alcanzan los mismos niveles de excelencia. Es lo que ocurría con títulos como la alemana Dreissig (Simona Kostova, 2019), las brasileñas Enquanto estamos aqui (Clarissa Campolina, Luis Pretti, 2019) y Fabiana (Bruna Laboissière, 2018), la estadounidense No Data Plan (Miko Revereza, 2019) o la turca Dead Horse Nebula (Tarik Aktas, 2018) (esta última quizás la más interesante del elenco). Todas ellas son de cineastas (cuasi) noveles, y aunque en ellas se aprecia un intento por construir una mirada singular, no terminan de configurarse más allá de ciertos patrones (narrativos o formales) de un cine creado para los circuitos festivaleros. Me surge la misma impresión con otros títulos ya muy alabados en su previo recorrido por grandes certámenes, como Manta Ray (Phuttiphong Aroonpheng, 2018), cuya ambivalencia narrativa y sus excursos oníricos y/o poéticos parecen más un rasgo calculado que una premisa exigida por el propio filme. No obstante, sí que encontramos otros títulos “festivaleros” con una impronta más que notable; con una fama bien merecida, vamos. Es la impresión que nos dejó la tremenda The Load (Ognjen Glavónic, 2018), despiadado relato a medio camino entre la tragedia y la picaresca que vuelve sobre el gran trauma balcánico, el conflicto bélico de los años noventa. Muy apreciable es el homenaje que el argentino Gastón Solnicki brinda al difunto programador Hans Hurch en Introduzione all’oscuro (2018), así como la vuelta a las pantallas de la chilena Dominga Sotomayor con su Tarde para morir joven (2018). Otro nombre habitual de los festivales internacionales que, de momento, no ha logrado un entusiasmo mayoritario (aunque su filmografía, compuesta por tres largometrajes, avanza un brillante porvenir) es el surcoreano Jang Woojin, que presentó Winter Night (2018), un delicado y aparentemente sencillo análisis de los secretos de un matrimonio, confrontado con su presente y su pasado durante una helada noche invernal. La película, de una belleza fotográfica remarcable, ofrece, sin grandes aspavientos, un control absoluto de sus elementos sonoros y de puesta en escena, lo que contribuye a otorgar una especial fuerza a la intimista narración.

Y entre los talentos que aún no entraban en nuestro radar, destacaremos en primer lugar a Michael Kerry Matthews y Thomas Matthews, que con su alocada comedia Lost Holiday (2019) firman un artefacto que recupera con sabiduría el mejor espíritu indie y, por qué no, el de cierta screwball clásica. El segundo lugar es para Yashaswini Raghunandan y su bellísima That Cloud Never Left (2019). Esta maravilla hindú combina el documental realista con la más poética experimentación (virajes repentinos hacia imágenes abstractas de paredes gastadas, de celuloide, de fotografías espaciales) para contar la vida en un pequeño poblado donde se fabrican juguetes y herramientas a partir de trozos descartados de materiales fílmicos en 35 mm. En tercer lugar queda un filme quizá algo fallido por, nuevamente, plegarse a los patrones “festivaleros” en su querencia por la bulimia narrativa y el esencialismo formal, pero que deja ver un fondo de tristeza y desesperación muy tocante, nada impostado: You Have The Night (2018) del montenegrino Ivan Salatic. Por último, quisiera mencionar una interesantísima película china, Winter After Winter (Xing Jian, 2019), de factura más clásica pero de atmósfera logradísima en su retrato de las penurias que la provincia de Manchuria vivió bajo la ocupación japonesa. Se trata de una reflectora del cine bélico, con planteamientos quizá más transitados pero imbuida de una potencia sin igual (la trama, que en muchas ocasiones incide en las zonas grises de la colaboración entre ocupantes y ocupados, está narrada a base de intrincados planos secuencia, fijos o en coreografiado movimiento). Ojalá podamos seguir oyendo hablar de todos estos nombres en un futuro inmediato.

Llegamos así al tramo de los mediometrajes, menos poblado que sus otros compañeros de parrilla, y con presencias discretas, como la francesa Braquer Poitiers (Claude Schmitz, 2018) o la coproducción entre Cuba, Haití y Brasil Animal indireto (Daniel Lentini, 2019), pero también con gratos descubrimientos como la explosiva Bring Me the Head of Carmen M. (Felipe Bragança, Catarina Wallenstein, 2018), a la vez un ensayo sobre la mítica Carmen Miranda, una ficción sobre la juventud brasileña actual y un documental sobre la preocupante situación política actual que vive el país. Sin ser un descubrimiento, pues su trayectoria le afirma ya como un habitual del experimental más inexpugnable, Takashi Makino vuelve a gratificar con su Memento Stella (2018), que ofrece otro viaje alucinante por las texturas de la imagen mezclada, superpuesta e hibridada.

Y arribamos a la vastísima sub-sección de cortometrajes, Bright Future Short, organizada en nueve sesiones, con un títulos tan sugestivos como “After Images”, “The Fire Inside” o “History Is What’s Happening”. De aquí solo destacaremos algunos de los muchos grandes destellos que fuimos afortunados de contemplar. Como los que conformaban la entera sesión “The Skin Is the Film”, en la que películas de, entre otros, Nazli Dinçel, Pablo Mazzolo o Hasabie Kidanu proponían un trayecto a través de las diferentes formas en que el concepto de tacto puede declinarse en una película, enfatizando la propia materialidad, ductilidad y vulnerabilidad del soporte fílmico, en 16 o 35 mm. No faltaron exploraciones del sonido y sus implicaciones políticas, tanto represivas como liberadoras, gracias al cortometraje Walled Unwalled (2018) de Lawrence Abu Hamdan, creador de la gran Rubber Coated Steel (2017) así como participante en las sesiones en vivo de “sound // vision”. La urgencia política y la denuncia del actual estado de las cosas, presentes en Hamdan, se percibió igualmente en Suspended Island (Jane y Louise Wilson, 2019), donde la deconstrucción del nacionalismo inglés y los atolladeros a los que ha llegado con, por ejemplo, el Brexit, se conjugan con un sabio tratamiento de las ilusiones ópticas, los espacios vacíos y la pantalla partida.
Sin respetar el mandato riguroso de actualidad, algunas de las secciones de cortos incluían piezas contemporáneas con otras realizadas en décadas pasadas. Solo destacaremos el regalo de ver algunos de los episodios de Stories of the Dumpster Kid que Ula Stöckl y Edgar Reitz filmaron en la efervescencia de la vanguardia alemana durante los años setenta: pura locura cinematográfica, lúdico juego narrativo y estético que se colaba entre otras piezas actuales como jugando al escondite con los espectadores.
Y, para cerrar esta larga enumeración, solo me queda escribir con admiración de una pieza por completo inclasificable, y por ello genial: Gulyabani (2018), la nueva andanada de Gürcan Keltek, desde ya uno de los grandes demiurgos de la forma cinematográfica actual. Decir que es un cortometraje sobre las experiencias de una adivina durante la violenta historia turca de las últimas décadas es quedarse con una sinopsis esquelética que no hace justicia a sus torrenciales 34 minutos de duración. Inmersión en los poderes hipnóticos de la imagen, en las rugosidades de la memoria y en las zonas grises donde historia, recuerdos y fantasía se desperdigan y mezclan con libertad, Gulyabani es un gozoso y misterioso himno a la potencia irreductible del cine como comunicador de vivencias que exceden lo palpable, lo terrenal o lo inteligible. Cualquier altibajo de un programa, cualquier irregularidad, queda de sobra superada con la inclusión de esta cima ante la cual, como bien se puede observar este intento de cronista queda rendido sin condiciones.

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