Paul Thomas Anderson

PURO VICIO: DE CHANDLER A PT ANDERSON

La buena voluntad del detective

La primera vez que Philip Marlowe entra en la mansión Sternwood durante El sueño eterno, lo primero en llamar la atención del detective es una vidriera de caballerías: «mostraba a un caballero de oscura armadura rescatando a una dama atada a un árbol y sin otra ropa que una cabellera muy larga y conveniente». Sucede al comienzo de la primera novela de Raymond Chandler. Primero, Marlowe se describe a sí mismo como detective privado, e inmediatamente después dedica todo el segundo párrafo a describir esta vidriera. «El adalid había levantado la visera del casco para mostrarse sociable, y estaba tratando de deshacer los nudos que aprisionaban a la dama, pero sin conseguir ningún resultado práctico. Me quedé allí parado y pensé que, si viviera en la casa, antes o después tendría que trepar allí arriba para ayudarle. No daba la impresión de esforzarse mucho».

El sueño eterno

No es la única referencia a las caballerías en las novelas de Marlowe, especialmente al ciclo artúrico. Reaparecerán explícitamente en el título La dama del lago, donde Chandler actualizó en clave noir el mito de aquella primera femme fatale, que sedujo al viejo Merlín, aprendió sus poderes y le traicionó y encerró para siempre en una prisión de cristal. En realidad Chandler siempre quiso escribir aventuras. ¿No se refleja el nombre de su detective en el espejo de otro Marlow, sin “e”, la maravillosa creación narrativa y aventurera de Joseph Conrad (Lord Jim y El corazón de las tinieblas)?

Aquella tradición del policíaco americano que llamamos noir tal vez sea una prolongación contemporánea del género aventurero. En el momento en que los aviones recorrían el cielo, no quedaba isla desierta por descubrir, territorio por conquistar, salvaje que civilizar ni confianza en que lo nuestro fuese “civilización”, los bajos fondos se convirtieron en el nuevo territorio de la aventura. La barbarie estaba en casa y el Otro éramos nosotros. Un par de veces por novela, Marlowe sale de su despacho hacia misiones sórdidas y desconocidas con la misma moral inquebrantable que un caballero de la Mancha en un mundo urbano y corrompido.

el gran lebowski western

Quince años antes de Puro vicio, la extraordinaria revisión el género de Paul Thomas Anderson, los hermanos Coen ya eran conscientes de todo esto. El gran Lebowski (1998) no comenzaba con las sucias calles de Los Ángeles sino con un desierto arenoso, música del oeste y la voz en off de un vaquero que confesaba el propósito del film: presentar al héroe de su época, la Guerra del Golfo: The Dude, “El Nota”. En un sencillo movimiento de cámara, la California del western y la del capitalismo de consumo quedaban indisociablemente unidas. Ya se sabe que el western es para los americanos su propia versión de la épica caballeresca. Así en el Oeste como en el noir, como en El gran Lebowski y en Puro vicio después, se trata de explorar las posibilidades de ser un héroe, de hacer las cosas bien en un tiempo y un espacio determinado. Y aunque durante la Guerra del Golfo las calles de Los Ángeles ya no estaban tan sucias como las de Marlowe y brillaban con los destellos engañosos de una pista de bolos, el héroe posible era un loser fumado al que todos utilizaban: para un fraude financiero, para sonsacarle información, para tener un hijo… pero El Nota siempre persiste. Era capaz de persistir a todo y, sin quererlo, desenmascarar los engaños. En un mundo sin sentido, nadie como El Nota para moverse en él. Un héroe que se toma las cosas con calma, el último tipo legal de una época nihilista.

Además de aventura en el noir también hay una investigación, claro, pues en él la aventura se hibrida con el género policiaco, pero ya no hay más genios colaborando desinteresadamente con la policía para mantener la vida burguesa desde el sofá. Ahora el investigador se mancha las manos, la experiencia es el único criterio de verdad y las tramas se abren a la realidad de las calles. En el noir como lo entendía Chandler siempre hay un crimen y una resolución, pero la lógica lineal entre lo uno y lo otro ya no es lo importante. A donde verdaderamente apuntan las tramas es a las instituciones y a las decisiones personales que sustentan el crimen. Lo decía Ricardo Piglia: «el único enigma que proponen -y nunca resuelven- las novelas de la serie negra es el de las relaciones capitalistas».

Al contrario de décadas posteriores, los tiempos de Raymond Chandler y Howard Hawks -quien dirigiría El sueño eterno (1946)- eran tiempos de tipos duros. Si en lugar de intereses económicos, crímenes pasionales y malas calles estuviéramos en las llanuras de Monument Valley habrían contratado a John Wayne, pero se trataba de ver cómo podía subsistir el mismo tipo de héroe masculino en un mundo atravesado por la corrupción y la economía (y en el que los roles de género ya no estaban tan claros), de cómo podría seguir haciendo bien las cosas y rescatando a las no tan desvalidas damas en el mundo contemporáneo: así que acudieron a Humphrey Bogart. Por un lado, y aunque la trama del crimen no quedara del todo clara, la investigación del detective destapaba la corrupción de las instituciones, una corrupción estructural; por otro, el detective trataba de vivir y actuar inmerso en ese mundo sin corromperse. El genial resultado del encuentro tuvo la fuerza icónica de Humphrey Bogart como el cínico detective de ojos brillantes, lengua afilada y un corazón de oro y muchos callos. Pero cuando el mundo cambia los héroes cambian con ellos.

El sueño eterno

El gran Lebowski se estrenó en 1998 cuando los hermanos Coen estaban en un punto álgido de su carrera tras Fargo (1996), en la misma época en que P. T. Anderson alcanzaba la celebridad con su segunda película, Boogie Nights (1997), aquella que tiende más puentes con la posterior Puro vicio (2014), tal vez porque retratan décadas contiguas desde una mirada al mismo tiempo crítica y cercana. En una y otra encontramos la sombra de Robert Altman, quien veinticinco años antes de los Coen había realizado la más importante renovación del noir en el cine y de su héroe por excelencia: Un largo adiós, adaptación de la última gran novela de Philip Marlowe. La elección no era casual. Se trata de la más melancólica historia del detective, donde Marlowe ya no acude desde su despacho a resolver un caso ajeno sino que forma parte activa (y sobre todo pasiva) de la trama a descifrar, y algunos de los momentos clave suceden en su hogar. Tiempo después, Thomas “Maestro de la Paranoia” Pynchon partirá de esta misma novela para elaborar el noir posmoderno por excelencia: Vicio propio (Inherence Vice, 2009). ¿Les suena?

Un largo adiós (Robert Altman, 1973), con Elliott Gould, fue el más triste de los noirs hasta el estreno de Puro vicio. Como le sucederá a “El Nota” después y a todo noir que evite la nostalgia y el anacronismo, el Marlowe de Gould es arrastrado por la trama en una sucesión de encuentros y despedidas. Todo comienza cuando la trama llama a su casa en la forma de Terry Lennox. En su paso por comisarias, mansiones en Malibú Beach, sanatorios y clínicas de desintoxicación, la frontera con México y por su propio apartamento frente a unas vecinas desnudas y colocadas que practican yoga ante la ventana, el Marlowe de Gould radiografiaba el mundo excéntrico y violento de los 70 de Altman, e insinuaba alguna de sus relaciones de poder. Pero por primera vez -y esto no lo encontrarán en los Coen-, las relaciones de causa-efecto eran menos importantes que el tono y la atmósfera. En Un largo adiós los espacios y los personajes permanecen siempre impenetrables, incluso ese Marlowe melancólico, siempre con el cigarrillo caído en los labios y en busca de su gato; y uno debe explorar en sus rostros, en los cuerpos y en el tono el rastro de las motivaciones de sus actos. En ese momento, más que nunca, el problema para Marlowe era cómo habitar ese mundo cuando la verdad y la justica solo a él le importaban. Y el desafío se traslada todavía hoy al espectador que trata de habitar esas imágenes.

El largo adiós

Y después, más cerca de Altman que de los Coen, llegó Puro vicio, de Paul Thomas Anderson.

 

Puro vicio: Orfeo y Eurídice

Esta es la vieja historia de chico perdió a chica y bajó a los infiernos a recuperarla… Pero en Puro vicio la empresa se sabe imposible.

La segunda vez que Doc Sportello ve a Shasta tras haberla perdido, ella aparece desnuda y seductora: «¿Qué clase de chica necesitas, Doc?», le implora con voz melosa, «¿Quizás te atrae una de esas chicas de Manson? Sumisas, adoctrinadas y excitadas jóvenes que hacen lo que tú quieres… incluso antes de que tú sepas qué es. ¿Es tu tipo de chica, Doc?». Doc ha estado buscando a Shasta en cada chica mona con la que llenó su ausencia, incluida una ayudante del fiscal peinada a lo Vértigo (Hitchcock, 1958), y solo necesitaría que Shasta fuera Shasta, la hippie a la que amó entre drogas, marihuana y utopías de los 60 antes de que todo se fuese a la mierda, la utopía fuese absorbida e instrumentalizada por el poder y su novia le abandonara por un magnate «técnicamente judío que quiere ser nazi», pero ya es demasiado tarde. Doc está deprimido, no puede hacer nada contra ese infierno de conspiraciones y lucro y ni si quiera puede recuperar a su amada… pero lo que le molesta en mitad de la noche es pensar en Coy, un antiguo hippie que ha tenido que fingir su muerte, abandonar a su mujer y a su hija y trabajar de informante para los poderosos. Doc no puede recuperar a Shasta pero en su última aventura puede tratar de devolver a Coy con su mujer, Hope (Esperanza).

Puro Vicio - Vertigo

Son malos tiempos para la contracultura, no solo para Coy. Los crímenes de Charles Manson han sido como un violento despertar de las fantasías de colores para descubrir que, como Coy, ahora sirven a intereses oscuros. En las calles, por todas partes, entre prostitutas, policías, nazis y colgados resuena el vampírico nombre de Golden Fang: un sistema cerrado que desafía a la mismísima entropía a través de la circulación de la droga. Ellos la suministran, reconstruyen narices y dientes, dirigen los centros de rehabilitación y se aseguran de que lo que fue la contracultura dé beneficios y ningún peligro.

Por este mundo, la mayor parte del tiempo fumado, deambula nuestro Doc desentrañando como quien no quiere la cosa los vínculos entre la droga, los centros de rehabilitación, los dentistas, el FBI, magnates inmobiliarios, policías, centros de masajes y grupos neonazis. Sin embargo, antes que ningún tipo de reflexión y denuncia en una trama enmarañada de la que se sienten inmediatamente sus efectos pero que no se empieza a deslumbrar hasta el segundo visionado, uno siente que en Puro vicio lo realmente importante son la melancolía, la paranoia y la atmósfera alucinada que guían los pasos de Doc. Un tono brumoso formado por texturas, humor sin ironía, susurros de secretismo y paranoia, escenas de transición y el sonido de la prosa melancólica en largas frases alucinadas de Pynchon en voz en off.

Así, el sentido último de Puro vicio no está en la trama sino en su estado de ánimo, en aquello que anima la película y los pasos de Doc; que le convierte en un héroe contemporáneo dentro de esa selva y corazón de las tinieblas formada por nombres e instituciones y ambiguas relaciones de causa y efecto. Doc no es Marlowe. No se opone al mundo corrupto como un hombre recto, no dice “no» a ningún caso ni a ningún ofrecimiento, se deja llevar por su deseo, por las drogas y por los encuentros fortuitos, por los azares y las casualidades que toman la forma de la conspiración o la paranoia. No parece que entienda la trama en que está inmerso mejor que nosotros y se sigue sorprendiendo a cada descubrimiento, pero no está perdido, como si entendiera que la conspiración más pérfida pudiese ser la lógica habitual.

puro vicio ultima cena

Hay algo del Nota en él, pero de forma más sensorial que intelectual. Solo el fumado sabe navegar por un mundo que ha pasado de los blancos, negros y grises a los límites difusos del absurdo y la paranoia y seguir estando limpio, con kilos de drogas entre la nariz y los pulmones. Pero Doc no solo persiste: devuelve a Coy del mundo de los muertos.

Como dijo Paul Thomas Anderson, Doc resuelve el caso por buena voluntad. La buena voluntad del detective, que es suficiente para reconciliar en un mundo como este a Coy con la esperanza. Por eso su aventura es la nuestra y Doc el héroe contemporáneo.

A veces imagino que Doc entra en la mansión de los Sternwood y se queda mirando el mismo cuadro que tanto impresionó a Marlowe. Se acerca a él con su lento andar de marino que navega entre la niebla de la marihuana y su memoria. Descubre que las líneas claras de la pintura comienzan a difuminarse y transformarse como en una pantalla de televisión. Levanta el marco con desenvoltura para ver lo que hay debajo. Alza con curiosidad una de sus piernas para atravesarlo y descubre sorprendido que ha pasado al otro lado. El adalid viste gafas de sol por visera y el albornoz del Nota. La dama se aparta la melena con mirada ingenua y una sonrisa de picardía. Doc no sabe si es real o está alucinando. No tiene la inteligencia burlona y el humor seco de Marlowe, ni su resistencia recta, pero después de una mirada indiscreta y de compartir un canuto con el Nota le convence a él de hacer algo, desata a la dama para que decida si quiere atravesar de vuelta el marco o quedarse y no se marcha hasta encontrar al gato de Gould. Porque incluso si la vida es sueño o una alucinación, aun en el mundo de la conspiración o la paranoia, persiste la buena voluntad del detective.

Puro vicio

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