POPPY FIELD
Lo que no se llevará el viento
Resulta difícil imaginar que alguno de los países que conforman la moderna Europa actual tengan legislaciones y apoyos sociales declaradamente en contra de la libertad sexual. Pero sí, así es. Los movimientos políticos homófobos dedicados a predicar el amor como si fuera un pecado no son, como demuestran Rusia, Polonia o en concreto Rumania, vulneraciones escasas o fugaces de los derechos humanos, sino un signo de que la afianzada represión pervive hoy en día. Poppy Field, de Eugen Jebeleanu, la reciente ganadora del premio Talents en el D’A Film Festival, expone, ahonda y cuestiona parte de esta hipocresía moral bajo el contexto ultratensionado de un gendarme rumano que patalea desde dentro del armario.
Lo que sobre la sinopsis podría prejuzgarse como una apuesta conservadora cuya principal razón de ser es remarcar los lugares comunes de la denuncia social y el drama identitario, sobre escena se revela como una mirada sagaz que busca las grietas del dilema que supone sobrevivir al portar dos máscaras, una personal y otra ajena. Siguiendo así, un principio de concreción, la película plantea un díptico de dos espacios y dos tiempos enfrentados, un hogar feliz y un cine clausurado. Mientras el primero es habitado por un personaje abierto, tranquilo y curioso, el segundo es la jaula de las fieras, de los insultos grotescos y la rabia incontenible. Uno azul y otro rojo, uno con compañía y el otro, irremediablemente, solo.
Sin embargo, la mirada de Poppy Field, construida a base de perfiles, hombros, nucas y espaldas, deja, con independencia del momento, lo visible, lo filmable y por tanto, lo aprehensible, lo palpable, en la frontera del campo. Las palabras que provienen de fuera, quizás, se las lleva el viento, el rostro desencajado del protagonista no. Por ello, el film tiene una actitud incisiva sobre su personaje, con largos planos donde la interacción es unidireccional, del actor al cineasta y de este al espectador. No hay contracampo, ni correcciones, el montaje persigue la dimensión moral del relato respetando los ritmos internos y el cuadro es tan opresivo que para abrirse necesita un patio de butacas vacío. Y he aquí uno de los aciertos más excitantes, que abre las interpretaciones y aumenta el debate: la sala de cine se presenta como la antítesis al diálogo, pues cuando no es foco de ruido se encuentra desierta. La pantalla es ahora una prisión de la que no se puede salir y con la que no se puede interactuar, que no cuenta pues nadie escucha. El cine ya no conecta con la sociedad.
O eso pretendía hacernos creer Jebeleanu, hasta que vuelve el exterior y con él, la luz del día. Como el final, el inicio llama poderosamente la atención. Ambos son paisajes urbanos, inactivos y de matices anónimos, la rugosidad del 16 mm imprime los edificios de hormigón de la era comunista y los motores ahogados construyen la rutina ciudadana. Poppy Field no se conforma con aislarse en un espacio, o en una lectura, prefiere expandirse y lanzar la pelota al campo de todos, trasladar el debate al conjunto social. De modo que, aunque dentro de la sala los machos son todos alfas, una vez fuera las fachadas se resquebrajan con el eco de los “besos” y revelan, por fin, que el cambio no es visible pero si audible. Que la sociedad, falsa por cobardía, sí que ha avanzado hacia la modernidad. Un cambio que sólo será cuestión de no volver a pasar hambre.
Poppy Field (Rumanía, 2020)
Dirección: Eugen Jebeleanu / Guion: Ioana Moraru / Producción: (para S.C. Icon Production, Motion Picture Management, Cutare Film) / Fotografía: Marius Panduru / Reparto: Conrad Mericoffer, Alexandru Potocean, Radouan Leflahi, Cendana Trifan, Ionuț Niculae, Alex Călin, Rolando Matsangos, George Piștereanu.