DOSSIER PESADILLA EN ELM STREET (1/4)

El slasher como una de las bellas artes

Un sombrero de fedora raído. Un guante con garras afiladas, casi una extensión del mal del cuerpo que lo acompaña. Un jersey de rayas rojas y verdes. Un rostro desfigurado por el fuego. Una mirada demoníaca. Freddy Krueger. El rey del slasher de los años 80. Una figura icónica, último en la tradición de un género que inició su andadura con Leatherface en La Matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974), y que fue continuado por John Carpenter con Michael Myers y su seminal Halloween (1978) y después, con menos estilo, por Sean S. Cunningham con Jason Voorhees y su Viernes 13 (1980). Pero la llegada del asesino de Springwood lo cambió todo, introduciendo el género en el terreno de lo inconsciente, el mundo de los sueños, o más concretamente, el de las pesadillas.

Su creador, Wes Craven, ya había entregado al terror dos trabajos que, aunque en la actualidad no están considerados entre las obras cumbres del género, si que transformaron el  rostro del horror en los años 70: La última casa a la izquierda (1972) y Las colinas tienen ojos (1977). Tras descubrir a través de los medios de comunicación que un joven asiático había muerto durante el sueño y que sus últimos días habían sido una lucha infructuosa por no caer presa de Morfeo, recibió la inspiración para escribir el guión del que quizá sea uno de los títulos emblema de la historia del terror: Pesadilla en Elm Street (1984).

Ofrecido el guion a todos y cada uno de los estudios de Hollywood y rechazado por todos ellos, Craven recayó en New Line Cinema una pequeña distribuidora de Nueva York y productora de un par de títulos menores cuyo presidente, Robert Shaye, buscaba hacerse un hueco en la industria del cine. La llegada de Craven y su Elm Street obraron el milagro. Desde entonces, a New Line Cinema se la conocería como La casa que Freddy construyó.

El éxito de la propuesta se debió, además de a la idoneidad de la elección de Robert Englund y su excelente fisicidad para interpretar al asesino de las pesadillas -emparentándole eternamente junto a Bela Lugosi y su Drácula y a Boris Karloff y su monstruo de Frankenstein en el panteón de las criaturas del terror- sumado a la iconicidad del diseño del personaje y el maquillaje de David Miller, a la habilidad de Wes Craven para integrar el mundo de lo real y lo soñado. Ya el arranque de la cinta es un buen ejemplo de ello. Acompañando los títulos de crédito el espectador es conducido a una sucia sala de máquinas. Unas manos quemadas trabajan con unas cuchillas largas y afiladas herencia de las fálicas armas de los asesinos del giallo. El punto de vista del que será el futuro asesino también emparentan a la obra con las constantes formales del género nacido en el cine italiano. Casi en paralelo a la aparición del título de la obra, las garras del asesino rasgan lo que bien podría ser la pantalla de proyección de la sala de cine. La ficción y la realidad se fusionan en un solo plano. El sueño y lo real se funden. El tema de la obra es resumido en ese único plano que introduce al espectador en un sueño febril.

A partir de ahí, la cinta traslada al espectador a un mundo donde las fronteras entre lo real y lo soñado son difíciles de discernir, gracias a una puesta en escena que se sirve de suaves travellings y una cámara al ralentí que dan paso a una supuesta realidad que deja una extraña sensación a lo largo de todo su metraje y que desemboca en la siguiente pregunta: ¿y si toda la película transcurriera en una pesadilla infinita?. Ese nihilismo de fatalidad que impregna la obrase muestran en el mundo adulto -supuestamente aquel que puede proteger a los adolescentes e infantes- es representado como un universo de individuos repletos de mentiras, miedos, debilidades y arrepentimientos. Criaturas falibles que dejan a sus hijos como víctimas indefensas de unos pecados que no quieren aceptar y asumir, convirtiendo a la cinta en metáfora de la inocencia de la niñez y la juventud, imposibilitada para crecer y desarrollarse en un mundo adulto hipócrita, corrupto y débil. El fin de la inocencia de la juventud, al igual que Vietnam y Nixon fueron el fin, tanto de la inocencia de América, como del sueño americano, ya que el sueño de la América de Reagan es una falacia, tan brillante en el exterior como podrido en su interior.

Pero más allá de consideraciones temáticas y contextualizadoras, Pesadilla en Elm Street funciona como perfecta obra de terror y perfeccionamiento del slasher gracias a la conjunción de varios factores. En primer lugar, si el género basaba el éxito de sus propuestas sobre todo por convertir el asesinato en una de las bellas artes, Wes Craven lo lleva al paroxismo. La cinta arranca con el asesinato quizás más brutal, crudo y terrorífico de toda la saga, la muerte de Tina. Si ya Tina es presentada justo al principio de la obra y su cabellera corta y rubia trae al recuerdo el falso protagonismo de Janet Leigh en Psicosis de Alfred Hitchcock, aquí Tina, al igual que Janet Leigh, es el incidente incitador y desencadenante de la saga, en una escena rodada en una habitación giratoria en la producción que da lugar a la muerte más bellamente horrible de la historia del género, con una víctima que se retuerce anti-naturalmente por las paredes y el techo de una habitación iluminada en tonos azulados que dan a la escena el aspecto terroríficamente frío y acerado de una macabra operación quirúrgica realizada por un asesino que se le escamotea  visualmente tanto a las víctimas de dentro y fuera de la pantalla.

Otro de los aspectos que refuerzan la atmósfera de sueño febril, de pesadilla pegajosa y sudorosa lo consigue el score de Charles Bernstein, que entrega un trabajo basado en el uso del sintetizador, otorgando a las imágenes un ambiente malsano y disfuncional, convirtiendo el elemento musical de la obra en una suerte de canción de cuna demoníaca, tan contemporánea en el momento de su estreno, como universal, sirviendo a su vez, con sus tonos metálicos y afilados, en extensión sonora de la voz y garra afilada de un monstruo al que Craven escamotea su rostro, bañado en sombras, quizá por motivos presupuestarios, pero que crea una sensación mucho más aterradora que, gracias a recursos como el punto de vista subjetivo de la víctima en muchos momentos -sobre todo en el prólogo con el personaje de Tina-, introducen al espectador dentro de la pesadilla.

Y aunque la consecución de la obra provocó innumerables conflictos entre Craven y Shaye, sobre todo entre el final planeado por Craven originalmente y la decisión e imposición de Shaye de dar un final abierto para abrir la posibilidad de futuribles secuelas -el final definitivo es una mezcla de Shaye y Craven que contentaba supuestamente a ambas partes- la cinta fue un éxito sorpresa tanto de crítica como de público. La secuela no tardaría en llegar.


Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, EEUU, 1984)

Dirección: Wes Craven Guion: Wes Craven Producción: Robert Shaye  / Música: Charles Bernstein / Fotografía: Jacques Haitkin / Montaje: Pat McMahon, Rick Shaine / Reparto: John Saxon, Ronee Blakley, Heather Langenkamp, Amanda Wyss, Nick Corri, Johnny Depp, Robert Englund

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