EL ECOLOGISMO DE NIKOLAUS GEYRHALTER
Visiones estáticas de un cambio a escala global
Earth (Erde, 2019), la última obra de Nikolaus Geyrhalter, comienza con un plano general de una explotación minera en California. Las enormes máquinas se mueven entre la arena del desierto mientras recogen y depositan grandes cantidades de tierra en distintos emplazamientos. Los que allí trabajan afirman que su trabajo es el de mover montañas, literalmente. El cambio en el paisaje que surge de estas masivas concentraciones de terreno se aborda, sin duda, con una mirada ecologista. Pero lejos de denunciar una situación con la imagen tremendista e impactante a que nos tienen acostumbrados otros documentales de denuncia, Geyrhalter procede a dejar que la cámara registre lo real. Es entonces cuando surge la sensación de que las imágenes nacen solas; de que no hay mano humana detrás ni tampoco si quiera una mirada… ¿No es el cine de Nikolaus Geyrhalter un arte nómada del lenguaje? ¿No sucede como con el de Wang Bing o con el de Frederick Wiseman? Hay cierta incertidumbre y también una serie de problemas al abordar lo real por medio de la no-intervención, de la ausencia de juicio; y aún con todo, el fascinante trabajo del cineasta que nos ocupa esconde ese ánimo valeroso de luchar por una causa sin ira, de presentar batalla sin hostilidad y conseguir así calar mucho más hondo en las ideas.
El cine documental de Nikolaus Geyrhalter se caracteriza por poseer una estabilidad en los planos que incita a pensar en una impasibilidad ante lo que se muestra. Impasibilidad o frialdad que desemboca en un profundo tedio si la propuesta no se mira adecuadamente, pues en su forma se encuentra la clave para comprender su fondo. En Earth, al igual que en su primera película, Pripyat (1999), la cámara se sitúa a la altura de las personas que filma, haciendo una labor de no-intervención formal y aludiendo directamente a un tratamiento “opaco” y “plano” de la situación. No hay movimientos que denoten crítica o posicionamiento ni tampoco acción o progresión en la obra. Todo es estático —incluidos los pocos travellings que sólo se usan para seguir al sujeto del punto A al punto B— y el resultado no puede llevar a una reacción más dinámica. En Pipryat, se visualiza la ciudad muerta del mismo nombre. Un lugar cercano a la central nuclear de Chernobyl, en el que nadie entra ni sale si no es para trabajar en la desinfección y el mantenimiento de una investigación sobre la radiación que todavía persiste. Donde el frío congela hasta lo que las imágenes muestran y existe una “zona” en la que el tiempo parece haberse detenido… Podríamos preguntar a Andrei Tarkovski, Sandro Aguilar o Yuri Ilyenko acerca de sus “Zonas”, pero no a Geyrhalter; él no respondería, sino que preguntaría a su vez, como lo hace a las personas que allí viven. Él, primero como investigador y después como cineasta, se “limita” a registrar sus testimonios, sus largos monólogos llenos tanto de información como de pesar y a rescatar un pedazo de realidad de entre las ruinas y el olvido. Omitiendo sus preguntas en el montaje final y fijándose únicamente en las respuestas de aquellos que saben a ciencia cierta lo que allí sucede.
El cine de Geyrhalter tiene también un tema recurrente que es el trabajo —a excepción de Homo Sapiens (2016), de la que hablaremos al final—, pero siempre existe una separación consciente entre el dispositivo y lo real. Es decir, su forma no interpela al fondo de manera activa, elaborada o simbólica, pudiendo convertir el visionado de largas entrevistas en algo soporífero. Más bien, consigue, con su distanciamiento del objeto a registrar, que la misma forma sea extremadamente descriptiva y terroríficamente seria. Y es que no estamos hablando de un cine muerto, en el que “no pasa nada” ni tampoco de un panfleto intelectualoide en el que una voz muteada se cerciora de “concienciarnos” con unos u otros fines… Lo que sucede con el cine de Geyrhalter es una llamada a la reflexión que rara vez se aborda en el documental moderno; la misma llamada a la que Flaherty o Franju recurrieron, pero con la peripecia de lo “inerte” como motivo principal. En otra de sus películas, Nuestro pan de cada día (Unser täglich Brot, 2005), el director austriaco filma el futuro, ahora presente, de la agricultura y la ganadería del mundo capitalista haciendo gala de una pasmosa horizontalidad en el cuadro al mismo tiempo que destaca la monstruosa y sofisticada maquinaria del consumismo global. En esta película se aborda el preocupante devenir de las arcaicas labores que han supuesto el sustento de aldeas e imperios. Unas actividades de recolección, plantación, cría y mantenimiento tanto de vegetales como de animales que ahora se han convertido en intensivas e imparables cadenas de producción. Dotadas de la última tecnología para cosechar cantidades ingentes de alimento, excediendo cualquier límite humano posible, las máquinas que conforman las fábricas han pasado de deslumbrantes avances a siniestros e incansables amasijos de metal que amenazan con acabar, en cuestión de pocos segundos, con la última brizna de hierba de un campo que antes se segaba en horas.
Geyrhalter parece apelar, además de a lo terrible del deshumanizado proceso de producción alimentaria, a una lectura negativa del Progreso. ¿Cuánto hemos perdido el contacto con lo que nos comemos para que en una misma escena algo vivo se convierta en una masa de carne? ¿Hace cuánto que se ha perdido esa relación tan ancestral e importante para con lo que crece? La ausencia de unión con lo que nos alimenta y nos hace fuertes, con los sacrificios, si se prefiere; con los alimentos que nos nutren y el trabajo que cuesta (o debería costar) conseguir que germinen, que vivan y que sean buenos hace que los veamos como un mero producto, una cosa que sale de alguna parte y aparece en un supermercado envuelto en plástico bajo una luz fluorescente… El olvido por la mayor parte de las personas del vínculo establecido entre la tierra, el agua los animales, las plantas y ellas mismas desemboca en lo que vemos en Nuestro pan de cada día —aquel que se nos da sin saber qué significa—. Ahora se fumiga en aviones, muy lejos del suelo; se cosecha con máquinas de metal, tan grandes y eficaces como alienantes y brutales; se mata con otras máquinas que funcionan solas, que parecen atracciones del horror donde los chillidos de los animales hacinados y privados de una dignidad que antes sí tenían retumban en cuartos horripilantes donde no hay cabida para el respeto por la presa, por el ganado o por la planta. ¿Se pueden siquiera seguir utilizando estos términos? Parece que Geyrhalter se acerca demasiado a una concepción tradicional de la ganadería al filmar esos cerdos en fila en espacios de metal impoluto, como alejados totalmente del ser humano. En la imagen se puede contemplar la caída, lenta y progresiva, del espíritu del hombre en detrimento de la facilidad y la abundancia de una carne que pretende alimentarnos a todos.
El cine de Nikolaus Geyrhalter propone una visión muy precisa de un mundo en aras de desaparecer, en el que se reduce al mínimo el punto de vista “humano” y se sustituye por la inerte quietud de la cámara —la máquina— incidiendo para que el espectador se cree su propia mirada. Logrando así un abordaje de la cuestión ecológica de manera cruda sin ser paternalista así como rompedora en su intrincada sencillez. Lejos de otros documentales que tratan el tema de la industrialización de la ganadería, aquellos que los veganos adorarán por hacer una “labor social de concienciación”, esos como Dominion (Chris Delforce, 2018) o Earthlings (Shaun Monson, 2005), Nuestro pan de cada día supera con creces ese ánimo inútil de cambiar el mundo usando algo tan secundario en nuestra sociedad (políticamente hablando) como el cine y se centra en ofrecer una mirada crudísima sin ser paternalista, crítica sin ser propagandística. De las que de verdad pueden generar cambios en el pensamiento individual.
La tecnología, eje central de este film y de otros como CERN (2013), se observa como culminación de la ciencia moderna mediante un sinfín de máquinas gigantescas, complejos sistemas subterráneos y artefactos explosivos. Las personas que los manejan, que a menudo aparecen en primer plano, son entrevistados de una forma que parecen meros “extras” en torno al entramado logístico que han creado. Colocados frente a la cámara, sin ningún tapujo y con el paisaje escogido por el cineasta de fondo, explican sus labores sin perjuicio de dar su punto de vista personal —que es lo que a Geyrhalter verdaderamente interesa—. El director actúa, al parecer, como mero espectador llegando incluso a parecer que directamente no tiene voz ni tampoco mirada. Pero lo cierto es que en su forma, tan directa y por ello tan difícil, aparecen ciertas pautas que llegan a conformar un estilo. Porque Geyrhalter camufla las preguntas, pero no las respuestas. Su voz no es importante, la de las imágenes sí. Y así, entre corte y corte siempre aparece un momento de transición muy marcado. Esa pantalla negra que hace del corte algo identificable y deliberadamente destacado es su manera de expresar que allí se ha producido una pausa real en la entrevista. A modo de punto y seguido o de punto y aparte, el corte se transforma en síntoma de la realidad más absoluta, dando la certeza de que allí hay una cámara y, por tanto, alguien detrás que la maneja. Por ello entre la cámara de Geyrhalter y lo filmado no hay punto de vista, sino una incesante propensión a que el espectador mismo decida lo que ve teniendo en cuenta que ve “algo” debido a que “alguien” así lo quiere. En algunos planos de CERN, detrás de cada entrevistado se halla una lona de plástico que difumina el espacio y aumenta la definición física de cada individuo, como si se quisiera resaltar algún tipo de alienación. Siendo una de las películas más desconcertantes del austriaco ya que es la que más se acerca al concepto de futuro cercano mediante la palabra, no es casualidad que se haga un trabajo de guionización con los testimonios, escogiendo peliagudamente lo que se quiere mostrar para conformar ese lenguaje del que hablábamos al principio. CERN nos sitúa en el centro de investigación suizo del mismo nombre, en el que los científicos más prometedores del momento se dedican a intentar “recrear” el “Big Bang” mediante el mantenimiento y la experimentación en el Gran colisionador de hadrones, la máquina más sofisticada jamás creada que sirve para intentar descubrir el Bosón de Higgs. El hecho de que se compare la instalación con una catedral, la cantidad de divorcios que ha habido por la adicción al trabajo —entusiasmo que también compartían los creadores de la bomba H—, la condición de hacinamiento perpetua y la alegría de los que allí residen que se asemeja a la de ratones en un laberinto, añadida a la aspiración prometeica de “crear agujeros negros en miniatura” son algunas de las pequeñas piezas que Geyrhalter coloca junto a las grandes. Es decir, esos detalles que pueden parecer imperceptibles por la manera en que se abordan, pero que se convierten en grandes reflexiones, permitidas por el carácter contemplativo de la obra.
Nikolaus Geyrhalter se caracteriza también por trabajar con personas de todo el mundo para conseguir una visión global de las situaciones que documenta. Como sucede en 10 años de amistad (Über die Jahre, 2015) y en Earth, cada entrevista se convierte en un testimonio sincero y demostrativo de cada situación. Los trabajadores que “mueven montañas” alrededor de todo el planeta dan su punto de vista sobre el hecho de estar transformándolo a pasos agigantados y sin límite alguno. Sus respuestas a las preguntas planteadas por Geyrhalter —en ocasiones a través de sus colegas de equipo debido a la multitud de nacionalidades de los entrevistados— revelan, además de una serie de pensamientos y creencias personales, pequeñas piezas de un gran puzle. En 10 años de amistad ya casi no existe la crudeza del realismo visual antes mencionado, sino que cabe lugar para lo humano. Los personajes que trabajaron en una fábrica textil que quebró son filmados a lo largo de los años mientras hacen frente al paro y explican, de la forma más simple que pueden, su situación y su modo de vivir. Todo concluye de manera cíclica, pero con un alto nivel observacional; dotando a la imagen de un aire esperanzador a la vez que melancólico. Algo que también sucede en Abendland (2011) donde se filma la Europa nocturna fríamente iluminada por farolas en la frontera, luces fluorescentes en espacios de trabajo y neones en macro-fiestas. Geyrhalter retrata la cara oculta de la Unión Europea de una forma en la que lo estático revela certezas terroríficas. Desde los crematorios automatizados hasta las entrevistas a inmigrantes rechazados, pasando por los hospitales, los suburbios e incluso el Parlamento Europeo… La película es un vistazo a los nuevos estilos de vida y de trabajo, a la telecomunicación y a lo digital, al no-estar y a la automatización del propio ser humano. 10 años de amistad y Abendland serían, pues, polos opuestos pero que conviven en la totalidad de la realidad sociolaboral, cada vez más tendente a recrudecerse en un futuro ¿imaginado? en el que no hay presencia de trabajo, de sociedad… ni si quiera de personas.
Nótese que Geyrhalter, en la que quizá sea su mejor y más ambiciosa obra, se refiere a la raza del hombre no como “hombre” ni como “ser humano”, sino por su nombre científico: “Homo sapiens”. Y lo hace porque en la película del mismo nombre, la huella que el hombre ha dejado en los lugares filmados es el resultado de la ciencia o la tecnología. Un rastro de basura o reliquias que interceden con el espacio natural y dibujan un nuevo cuadro entre vacío y apocalíptico. Los restos del avance social, industrial, mecánico, estructural y ambiental (el Progreso) son los protagonistas de este film-desierto que, junto con el ser humano tan solo visible por su obra, generan imágenes de paisajes envenenados con las ruinas de un mundo bipartito. Por un lado, el mundo presente del que se toman directamente las imágenes y por otro el mundo futuro que crea Geyrhalter al seleccionarlas. Lo artificial (lo feo) que se pudre o permanece intacto en lo natural (lo bello) es el puente entre el principio y el fin. La calamidad a la que degenerará poco a poco el planeta y que originará una nueva forma de ver el paisaje.
Homo Sapiens (2016) es el único film de Geyrhalter que no trata sobre el trabajo ni directa ni indirectamente, sino que se retrotrae a una cuestión entre actual y ancestral. El ecologismo que hoy en día se sobrepone a una visión más tradicional y de unicidad entre el ser humano moderno y el cosmos hará que el film se aborde de una forma determinada. Pero, en cierto modo, la lectura que resulta ahora secundaria por estar poco de moda puede prevalecer gracias al carácter no-militante de la película. El rumbo que tomó el ser humano desde la Revolución Industrial ha ido cogiendo velocidad a medida que los siglos han pasado y el hecho de mirar al planeta como una fuente de recursos que puede ser administrada e incluso aprovechada dista mucho de ser una solución válida. Antes de ponernos a reciclar sin talento deberíamos pensar qué estamos reciclando y antes de comprar un coche eléctrico deberíamos reflexionar acerca de la cantidad de asfalto con la que se ha cubierto el suelo… La propuesta de Geyrhalter, lejos de esclarecer ni sentenciar nada, se limita a mostrar las consecuencias reales del estilo de vida dominante desde hace doscientos años haciendo uso exclusivo de la imagen y del sonido ambiente. A diferencia de films documentales como Baraka (1992) o Samsara (2011) de Ron Fricke, Homo Sapiens huye del buenismo y la fascinación exótica multicultural para mostrar la cara más desesperanzadora del globo, así como deshecha el imaginario de brillante cáscara y la música estridente y tremendista mientras se adentra en el paulatino submundo de la imagen reveladora por catastrófica para hacer un retrato real y brutal del mundo moderno. Homo Sapiens dice todo lo que se puede del hombre occidental —y, ahora, también oriental— mediante el “desperdicio” que ha ido dejando atrás: la mugre, las ruinas, el polvo, las estructuras… pero también el arte y la huella de su existencia, haciendo difícil y extremadamente satisfactorio el apreciar y el hablar de su cine.
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