NICOLAS WINDING REFN
Buscando la autoría desesperadamente
En Pusher (1996), la ópera prima de Nicolas Winding Refn, podemos vislumbrar en la habitación de uno de sus protagonistas los carteles de cuatro películas emblemáticas para la cinefilia posmoderna: Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), El precio del poder (Brian de Palma, 1983), Mad Max (George Miller, 1979) y La furia del dragón (Bruce Lee, 1972). Cuatro títulos (sobre todo tres de ellos) que abordan la contemporaneidad de una manera absolutamente nihilista y donde la violencia y la plasticidad de sus imágenes son parte fundamental para desarrollar su discurso, ejes y temáticas sobre las que se sustenta la obra de Nicolas Winding Refn. Pero también evidencian un componente imprescindible no solo para entender los largometrajes del realizador danés, sino también los pros y los contras de lo que ha venido a conocerse como el pos-posmodernismo, un movimiento no solo perteneciente a la esfera cinematográfica, sino al conjunto de las artes contemporáneas y donde la fagocitación de referentes, maneras y estilos, se convierten en una manera (con sus más y sus menos) de entender la creación artística.
Porque aunque NWR se diera a conocer de manera rotunda para la cinefilia y el ámbito de la crítica con Drive en el año 2011, también es cierto que el cineasta ya tenía una extensa obra a sus espaldas. Un corpus tan irregular como ecléctico si se mira en su conjunto y que demuestra la búsqueda de un cinéfilo por encontrar su sitio entre el maremagnum de formas, estilos y referencias a los que reverencia. Solo hay que analizar su primera etapa como cineasta, englobada entre el año 1996 y el año 2005 y que incluye la trilogía Pusher (1996-2005) y dos experimentos tan interesantes como fallidos, titulados Bleeder (1998) y Fear X (2003). Dos trabajos, especialmente el segundo de ellos, que permiten vislumbrar lo que sería la obra posterior y fundamental del autor.
La trilogía Pusher, conformada por Pusher (1996), Con las manos ensangrentadas (2004) y Soy el ángel de la muerte (2005), contiene en su interior todas las temáticas que inundarán la obra posterior de NWR, tales como la masculinidad tóxica; los ambientes marginales y criminales; el componente homoerótico inconsciente y despreciado en las relaciones masculinas, donde el sudor, la sangre y el dolor son la única manera de interactuar entre unos hombres/niños necesitados de atención y afecto; o la figura de la mujer como víctima de dichas pulsiones inconscientes. Pero a su vez son, en cuestión de forma, el extremo opuesto del manierismo visual que fue descubriendo y puliendo NWR a medida que fue desarrollando su obra. La trilogía Pusher bebe sin tapujos de los movimientos extremos surgidos del cine digital propugnado por el Dogma en el año 1995. Un cine crudo, estilizadamente feista, basado en la cámara en mano y la escasa profundidad de campo que magnifica y deforma la figura humana, provocando una desazón en la experiencia del visionado que redunda en las temáticas y narrativas tratadas. En dicha trilogía, NWR mira de frente al primer Lars Von Trier, a la emblemática El odio (Mathieu Kassovitz, 1995), o a la inquietante y efectista manera de desarrollar la experiencia cinematográfica de Gaspar Noé. Todo ello sumándole unos personajes y unos diálogos que retrotraen a la banalidad de los primeros trabajos de Quentin Tarantino o Danny Boyle. El gran problema de este NWR, que no consigue ir más allá de sus referentes.
De idéntica manera le ocurre en Bleeder y Fear X. En la primera, continuista con los aspectos formales de Pusher, inyectándole una cinefilia cercana a otro pope de la independencia de los 90 como Kevin Smith y su seminal Clerks (1994) y en la segunda, introduciendo nuevos ingredientes a la mezcla. Cierto es que Fear X es la primera intentona por alcanzar la perfección formal, que bebe sin tapujos tanto del Stanley Kubrick de 2001: una odisea en el espacio (1968) o El resplandor (1980), como del David Lynch de Carretera Perdida (1996), las formas narrativas del Memento (2000) de Christopher Nolan, junto con los ambientes rurales del Fargo (1995) de los hermanos Coen. Un primer intento de NWR de encontrar un estilo personal -donde aparece también el primer héroe hierático e impasible de su filmografía, representado en la figura de John Turturro- y de crear un cine más atmosférico y basado en las sensaciones por encima de lo narrativo. Pero más allá de algún acierto puntual en sus formas vacías, no consigue, al igual que la trilogía Pusher, ir más allá de sus referentes.
Algunos de los experimentos formales y estéticos de Fear X son introducidos en la segunda y tercera parte de Pusher. Mantienen el feísmo formal basado en la inmediatez y la improvisación forzada de la cámara en mano, pero algunas de las temáticas y recursos formales vislumbrados en Fear X comienzan a hacer acto de presencia en estas secuelas. La más interesante de ellas, es la introducción del dreamy pop a partir de la figura del músico Johnny Jewel, que servirá de precursor de las atmósferas sonoras perpetradas por el compositor Cliff Martínez (a partir de Drive y que se convertirá en el Angelo Badalamenti del cineasta danés, aportando textura sonora a sus estilizadas imágenes) y que serán absorbidas por uno de los referentes principales del cineasta, David Lynch, en su Twin Peaks The Return (2017). También NWR introduce temas que serán recurrentes en relatos posteriores, tales como su propensión a dejar fuera de campo la violencia ejercida contra las mujeres -parte fundamental de su obra y que será desarrollado y convertido en parte central de su discurso en Too Old to Die Young (2019)- o su crítica a la estilización y normalización de lo audiovisual -con todo lo que conlleva para lo real- representado en la figura de Mads Mikelsen, protagonista de la segunda entrega de Pusher. Un delincuente común incapaz de reproducir en el día a día sus fantasías sexuales fruto del consumo habitual de pornografía. En manos de NWR, el macho prototípico del género noir es un hombre castrado e impotente debido a su mal entendida relación con su masculinidad y sexualidad.
Entre la trilogía Pusher y su eclosión manierista a partir de Drive existe un pequeño espacio de tiempo en la obra de NWR -entre 2008 y 2011- donde el realizador danés estrena dos largometrajes, de desigual resultado, pero donde descubrimos una evolución forzada y auto-consciente de intentar convertirse en verdadero auteur: Bronson (2008) y Valhalla Rising (2009). El primero de estos trabajos -basado en la historia real de un criminal extremadamente brutal y primitivo- vuelve a incidir en la figura masculina como lugar para el éxtasis de la carne, basada en pulsiones sexuales reprimidas y que eclosionan en bruscas y brutales expresiones de ultra-violencia. Una ultra-violencia que remite directamente y sin tapujos a La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick, tanto en sus simétricas, artificiosas y opresivas formas como en su pretendida fusión entre discurso crítico y sátira extrema y punzante. El problema es que este intento revisionista, granguiñolesco y exagerado en sus satíricas formas ya se realizó con mayor acierto y haciendo uso de las formas contemporáneas en Asesinos natos (1994) de Oliver Stone. Cierto es que Tom Hardy está inconmensurable y que Bronson es un paso más hacia el estilo NWR, desde los ligeros paneos horizontales conformados por individuos transformados en naturalezas muertas al estilo de las figuras humanas salidas de El año pasado en Marienbad (1961) de Alain Resnais o la reinterpretación de los códigos y las formas tanto del género como del exploitation que se desatará a partir de, una vez más, Drive. Pero aunque ya se comienza a vislumbrar a un posible autor de mirada única, la losa de sus referentes y la indecisión de un discurso que todavía no consigue cuajar con sus formas acaba desembocando en una película que no consigue evitar la sensación de deja vú.
Caso contrario nos encontraríamos con su siguiente proyecto, Valhalla Rising. Un trabajo también deudor de una infinidad de precursores que irían desde la espada y brujería de Conan el bárbaro (1982) de John Milius -en su religiosa y sacralizada ceremonialidad, y su intento de narrar el relato a través de la ausencia de diálogo y jugándoselo todo a sus poderosas imágenes- a las crudas y a la vez bellas composiciones de plano de los primeros trabajos de Ingmar Bergman, pasando por el manga Lone Wolf and Cub de Kazuo Koike, ya vislumbrado por el espejo retrovisor en su trilogía Pusher. Pero aunque el conjunto de referentes y referencias son rastreables, no son tan evidentes como en sus trabajos previos. Una obra además que sabe aunar todos y cada uno de los elementos estéticos y formales de su etapa precendente (desde la cámara en mano, pero con intención expresiva más allá de la irreverencia, hasta las eclosiones de colores primarios, en especial el color rojo, como representación de la pasión y la violencia). Todo ello para entregar un relato que se mueve entre la poética del fantastique y el documento histórico para entregar como resultado una odisea homeriana de sensaciones primarias que puede encontrarse como referente en trabajos posteriores como Qué difícil es ser un dios (2013) de Aleksei German o Mad Max Fury Road (2015) de George Miller.
Pero fue realmente en 2011, el año del estreno de Drive, cuando el cine de NWR eclosionó. Un ejercicio de estilo que dio pie a la que sería una trilogía basada en los géneros, conformada también por Solo Dios perdona (2013) y The Neon Demon (2016). Drive es la quintaesencia del cine pos-posmodernista, porque recoge no solo la esencia del cine de la modernidad, sino también la herencia pos-modernista. En su interior aúna múltiples influencias ya vislumbradas en sus trabajos previos (las atmósferas lynchianas, los ambientes y crudeza del escritor James Ellroy o el laconismo hierático de El silencio de un hombre –1967- de Jean Pierre Melville) pero ahora ya si, con un discurso y unas formas absolutamente personales e intransferibles. Una cinta que parte en apariencia de los códigos del neo-noir y de la memorabilia de la Americana (un Los Ángeles de neón entre la pesadilla y el sueño americano, la iconografía de Norman Rockwell y Edward Hopper pervertida, el coche americano como símbolo de libertad e independencia), a partir de los ambientes y los arquetipos de su trilogía Pusher.
Todo ello aderezado por un sinfín de influencias y autores, que aportan al trabajo de una condición multigenérica -fundamental para entender el pos-posmodernismo- que es a su vez un neo-noir, una heist movie, una love story entre dos almas solitarias y abandonadas en una megaurbe que les aprisiona y también una mirada a la periferia del sueño de Hollywood. Una fusión de elementos apoyados tanto por la puesta en escena de NWR -que aquí es optimizada para equilibrar el manierismo y lo discursivo- y donde el uso de la paleta cromática va más allá de lo efectista, aportándole un valor expresivo para representar la ebullición interna del protagonista sin necesidad de diálogo alguno. Un protagonista sin pasado ni futuro, un vigilante contemporáneo emparentado de nuevo con el Travis Bickle de Taxi Driver que a través de su mirada objetiva y analítica, integra la pluraridad de acontecimientos y tonos de este cuento de hadas contemporáneo y perverso. Una historia de samurais y reinvención del cine de género de acción.
Los samurais, sus códigos de honor y el elemento sacrificial de dichos héroes trágicos son el eje de su siguiente y menos reivindicado proyecto, Solo Dios perdona. Si Driver miraba a la mitomanía y la memorabilia americana para redefinirla desde la mirada crítica pero a su vez embriagada del europeo obnubilado por los artificiales neones del supuesto sueño americano, Solo Dios perdona hace lo mismo con el cine asiático a través de la mirada del cine del viejo continente. El efectismo de Gaspar Noé se da la mano con el lirismo poético de Wong Kar Wai, partiendo de materiales en principio tan innobles como la saga Kickboxer de Jean Claude Van Damme dirigida por el inefable Albert Pyun, pulida por el cine de acción y mafia del director Johnnie To. Una fusión de las mal llamadas alta y baja cultura que definirá el trabajo de NWR de aquí en adelante y que seguirá desarrollando en profundidad en The Neon Demon. Evolución del componente antinarrativo que será seña de identidad del director danés y que eclosionará en Too Old to Die Young, su obra total. Porque Solo Dios perdona es una cinta de sensaciones fugaces, de emociones y pasiones irracionales. Un juego entre lo real y lo onírico, donde los tempos y la cronología se rompen, se resquebrajan, se distancian y se funden al mismo tiempo, al estilo de las lógicas del sueño. Todo ello de nuevo partiendo de la infinidad de referentes previos (Melville, Kubrick) junto a nuevos integrantes de su creciente panteón personal (los reencuadres dentro del encuadre marca de la casa Ozu en las secuencias del hogar del policía). Todo ello para tratar los recurrentes temas del cine de NWR como el honor y la tragedia, el componente incestuoso en las relaciones paterno o materno filiales (la relación entre el personaje de Gosling y su madre en la ficción, Kristin Scott Thomas -una decadente femme fatale que remite iconográficamente a Veronica Lake- precursora de la incestuosa relación entre William Baldwin y su hija en la ficción, dentro de la obra coral que es Too Old to Die Young y del que este Solo Dios perdona es su más directo precursor.
Si las mujeres y los actos cometidos hacia ellas son el centro del drama existencial de Solo Dios perdona y que culmina con el macabro plano del cadaver del personaje de Kristin Scott Thomas como bello retablo de muerte, el siguiente trabajo del director comienza enlazando formalmente ambas obras, con la representación de una Elle Fanning yaciendo en un sofá de diseño en lo que es casi una representación contemporánea del tormento y el éxtasis. Porque el sexo y la muerte y la preponderancia de la figura femenina no pueden estar más integradas que en The Neon Demon. Un nuevo ejercicio de género refniano que aúna dos subgéneros del terror, el cine de brujería y el giallo, a partir de un trampantojo argumental que trae al recuerdo otro subgénero del cine de Hollywood: el auge y caída de una estrella en ciernes en la ciudad de las estrellas. Un relato que podemos encontrar desde El crepúsculo de los dioses (1950) de Billy Wilder o las múltiples iteraciones de Ha nacido una estrella (1937, 1954, 1976, 2018), pasando por propuestas contemporáneas más ácidas y satíricas como Mulholland Drive (2001) de David Lynch o Showgirls (1995) de Paul Verhoeven.
Un ejercicio que utiliza los códigos de los géneros mencionados anteriormente para ofrecer una mirada lúcida acerca de los enfermizos modelos instaurados e impuestos de belleza y juventud eterna. Un relato nihilista bañado en los brillos fatuos y las luces de neón que ciegan y ocultan el vaciado emocional y espiritual de unas bellas carcasas vacías de amplia podredumbre interior. Todo ello representado a través de un ejercicio estilístico que potencia la superficialidad y acoge las formas artificiosas del mundo de la moda para criticar con sus propias herramientas dicha banalidad. Un universo que se transforma en su acto final en un descenso a las tinieblas que aúna el esteticismo vacuo de trabajos como El ansia (1983) de Tony Scott con el juego cromático de la Suspiria (1977) de Dario Argento, imbuida del espíritu de la figura de Elizabeth Bathory.
Así, Drive, Solo Dios perdona y The Neon Demon conforman la trilogía fundamental refniana. El director danés ya no necesita mirar a sus amados referentes. Ya los ha integrado en su ideario y los ha convertido en suyos. A partir de ahí ha sido capaz de reformular un estilo personal que proviene de las múltiples fuentes expuestas anteriormente, pero convirtiéndose en único e intransferible. Más allá de un esteticismo vacuo, las formas del cine de NWR definen la obra. El estilo en NWR lo es todo. Y no hay mejor ejemplo que su más reciente trabajo, Too Old to Die Young, serial o película en diez partes estrenado en la plataforma Amazon Prime hace escasamente un mes. Cómputo global de sus filias y fobias, nuevo ejercicio de deconstrucción narrativa -en este caso concreto la narrativa serial- que aúna en su interior todos y cada uno de los elementos formales y discursivos de su trabajo precedente, en la que quizá sea la obra total de NWR, al igual que Twin Peaks The Return lo es para David Lynch. Al igual que la última obra del que es uno de sus maestros e influencias más reconocibles, NWR entrega un trabajo fuera de modas y convenciones provenientes de la nueva televisión, para dinamitar las maneras en las que estos productos son concebidos, estructurados y consumidos. Un ejercicio de dilatación temporal que subvierte completamente las expectativas de la audiencia, dejando en fuera de campo aquello que se sitúa en primera línea en las ficciones televisivas y poniendo en el centro del plano y la narrativa, aquello que en la ficción convencional se pierde entre los márgenes del montaje.
NWR demuestra en su trabajo definitivo que los aciertos de su trilogía de género han conseguido dejado atrás los titubeos de sus obras iniciales, siendo capaz de convertir su gusto por el esteticismo en elemento integrante y aglutinador de su discurso. Un discurso que se sustenta en tres pilares básicos: la integración de la alta y baja cultura sin distinciones ni jerarquías de ningún tipo, la disección de los perfiles masculinos tóxicos y la evolución de la mujer en el cine de género, partiendo de los códigos sexistas del mismo, para encumbrar la figura femenina como elemento fundamental para dejar atrás un pasado reaccionario que los géneros han potenciado.
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