MIRAI, MI HERMANA PEQUEÑA
Crecer más allá del tiempo
Sin contar con sus inicios en la franquicia Digimon (1999 – 2001), Mamoru Hosoda lleva ya más de trece años dirigiendo películas originales. Durante este tiempo ha firmado títulos como La chica que saltaba a través del tiempo (2006), Summer Wars (2009), Wolf Children (2012) o El niño y la bestia (2015), raros fenómenos por su éxito consensuado entre público y crítica. El que en su día fuera despedido del mayor estudio de animación japonés hoy puede considerarse un autor con una repercusión parecida a la de su maestro, Hayao Miyazaki. Y es que las comparativas sobre el estilo de ambos directores han ido proliferando muy a pesar del propio Hosoda. Lo quiera o no, Miyazaki y él comparten rasgos evidentes, aunque la mayor virtud del director japonés es partir de ellos para construir algo eminentemente bueno, nuevo. El último gran ejemplo de este toque hosodiano es Mirai, mi hermana pequeña, un retrato familiar que esconde más capas que lo que su aparente dulzura podría sugerir.
La historia de Mirai es muy sencilla. Kun es un niño mimado de cuatro años al que sus padres dejan de prestar atención cuando nace la pequeña Mirai. Del amor incondicional hacia ese bebé empiezan a surgir incomprensión, celos y hasta rencor. Kun dice que odia a su hermana, aunque no sabe bien por qué. A pesar de lo cotidiano de todo esto, la vida de nuestro joven protagonista está plagada de elementos fantásticos, posiblemente nacidos de su propia imaginación. Es tanto así que, cuando Kun declara la guerra a Mirai, la versión adolescente de su hermana viaja en el tiempo desde el futuro para reconciliarse, viviendo junto a él un montón de aventuras extraordinarias y absolutamente imposibles en el mundo de los adultos. Aviso a todos los cinéfilos de lágrima floja.
Si esta es la historia de un comienzo (el de Kun y su relación con el mundo en general), como película, funciona perfectamente como tour de force de un Hosoda maduro, completamente consciente de sus lugares comunes y más expresivo que nunca. El director ya había sido reconocido por su destreza al construir relatos visualmente atractivos, pero puede que la presente sea su propuesta más cinematográfica hasta el momento. La trama se explica sola a través de un montaje inteligente y rítmico, que nos da la distancia justa para contemplar el alto voltaje emocional de las primeras secuencias. También destacan los travellings laterales (tan habituales en su cine), y los encuadres punteados por el constante movimiento de personajes y objetos dentro del plano, al estilo de la comedia visual de Edgar Wright. Además de un sorprendente uso de la profundidad de campo, ese recurso tan mal utilizado por la animación japonesa más popular. Todo esto, tamizado por una banda sonora mínima pero elocuente, que ayuda a sobrellevar un diseño de sonido un tanto discreto.
Se trata de una historia construida a partir de un trabajo de empatía constante con Kun y sus padres, cuya relación va evolucionando al ritmo de las viñetas que conforman la película. Así, cotidianidad y fantasía se alternan en un guion que se afana tanto por conseguir nuestro cariño que se olvida por momentos de la historia que quiere contar, especialmente en su segundo acto. Es cierto que esta divagación podría leerse como un rasgo característico de una mente infantil, cuya imaginación se articula mejor por pequeñas set pieces que a través de una sensación de continuidad real. Pero también es verdad que esta justificación es más viable en teoría que a la práctica, pues llegamos al tercer acto con la sensación de estar viviendo un relato deshilvanado y, al fin y al cabo, realmente poco significativo. De alguna forma, echamos de menos el desaparecido manejo de dos escalas narrativas que Hosoda llevó a cabo en Wolf Children (con el retrato familiar enfrentado al duro conflicto existencial de los niños).
Lo cual no quita belleza o sabiduría emocional a las escenas que componen la película. Hosoda sigue la senda de Yasujiro Ozu y contempla la vida con paciencia en una historia que rezuma amor y mucha verdad. Sin dejar de lado todo el aspecto cerebral del relato, algo nunca descuidado por el director japonés, con clásicos ejes temáticos como el linaje y el tiempo en forma de red, los dilemas identitarios alrededor de lo que significa ser familia, la falsa construcción de la experiencia infantil, contaminada por historias ajenas y recuerdos impostados… En el cine de Hosoda, siempre hay más lecturas de las que aparecen a primera vista.
Mirai, mi hermana pequeña (Mirai no Mirai (Mirai of the Future), Japón, 2018)
Dirección: Mamoru Hosoda / Guion: Mamoru Hosoda / Producción: Nozomu Takahashi (para Studio Chizu) / Música: Takagi Masakatsu / Supervisor de animación: Hiroyuki Aoyama y Ayako Hata / Montaje: Shigeru Nishiyama / Diseño de producción: Anri Jôjô, Yoshitaka Kameda, Reio Ono, Makoto Tanijiri y Tupera Tupera
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