MICHAEL HANEKE Y EL CINE DE LA CRUELDAD
Rebobine, por favor
En este diálogo abierto sobre el “cine de la crueldad” es difícil no añadir una reflexión acerca de la representación de la violencia en algunas de las películas realizadas por el controvertido cineasta Michael Haneke. El director austriaco elabora de forma estructural un elocuente discurso acerca de los problemas de la visibilización de la violencia en televisión. Opuesto al cine de “caras”, Haneke juega con nuestro imaginario y nos tuerce el rostro.
Al final de Funny Games (1997) uno de los protagonistas que tortura y maltrata a una familia burguesa se cuestiona lo siguiente: «La ficción es real, ¿no?”. Michael Haneke a lo largo de su filmografía se ha preguntado mucho acerca de los límites entre la realidad y la ficción. Así, en su trilogía sobre la glaciación de los sentimientos (El séptimo continente, 1989; El vídeo de Benny, 1992; y 71 fragmentos de una cronología del azar, 1994) filma diferentes acontecimientos de la crónica negra para transformar hechos reales en sucesos representados. Plenamente consciente del impacto social que generan las formas de transmisión de la violencia, tanto física como psíquica, el director austriaco propone un dispositivo cinematográfico crudo y punzante con el que hacer reflexionar al espectador en cada plano. El lenguaje de su cine tiene mucho que ver con las palabras de uno de los personajes de Videodrome (David Cronenberg, 1983), quien siendo entrevistado en televisión, retransmisión mediante de otro televisor, cuenta lo siguiente: “La pantalla de televisión se ha convertido en la retina del ojo de la mente. Por eso me niego a aparecer en televisión, salvo en un televisor”. Haneke suele emplear sus imágenes de manera fractal, como si de un juego de espejos se tratara. A menudo presenta la historia que nos cuenta a través de grabaciones reproducidas en un televisor, como ocurre en El video de Benny, en 71 fragmentos de una cronología del azar y en Caché (2005), o también como hace en Funny Games mediante intrusión y manipulación televisiva de la imagen con la que pone de manifiesto la narración de la película como una construcción.
Sin banalizar ni hacer espectáculo de la violencia, Haneke hace de su cámara un escalpelo con el que filtrar quirúrgicamente la maldad y el siniestro reguero de la condición humana. Si imaginamos la emisión televisiva como un caudaloso río, lo único que vemos pasar es agua, y da igual si está contaminada. El mal está en la superficie, lo tenemos delante pero no lo vemos. Lo que ocurre en las noticias, por ejemplo, suele parecer ficción hasta que nos toca de cerca y matan al vecino o hasta que es nuestro propio hijo quien prende fuego al bosque. En la película El video de Benny, vemos cómo el padre le dice a su hijo: “cambia de canal”, hasta que se da cuenta de que está viendo en diferido cómo su hijo ha cometido un asesinato. El padre observa exactamente las mismas imágenes que vio el espectador porque, aunque en tiempo directo, fuimos testigos del mismo modo de la muerte de una joven chica: a través de una grabación. No obstante, Haneke no muestra el homicidio en imágenes, todo ocurre en fuera de campo; solo escuchamos el ruido y las muestras de dolor hasta que se hace el silencio. El director no está interesado en enseñarnos cómo se mata, ya lo hemos visto muchas veces en televisión, su representación y estilización (la muerte, el asesinato) ha dejado de ser cruel. Su interés está en el impacto que causa la muerte. Frente al cine de caras con que Rafael S. Casademont relacionaba el cine humanista en el texto anterior, Haneke lo que propone es torcer la cara del espectador, su imaginario.
Algo similar sucede en Funny Games cuando uno de los protagonistas rebobina la muerte de su compañero con el mando a distancia del televisor, como si no hubiera pasado nada y así condicionar la lógica de la narración convencional. El director apunta a la manipulación de la imagen para dar de lleno en la diana de la violencia gratuita con la que el cine comercial frivoliza sus tramas. Utiliza el mismo recurso en Caché, donde una familia es acosada y vigilada. Un antiguo conocido de la infancia invade el presente diegético enviando cintas con grabaciones, en las que, como en Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966) a través de fotografías, se encuentran las claves para resolver los acontecimientos. El protagonista de Caché, George Laurent (Daniel Auteuil), un presentador de un programa de televisión sobre literatura, comienza a recordar momentos de su infancia a medida que avanza la trama, y precisamente tiene que rebobinar las cintas que le envía su acosador para reencontrarse con su pasado.
El cine del director austriaco se revela contra el narcótico social de la pantalla. Sus historias están modeladas para despertar la mirada (el ojo de la mente), para retorcerla, para crear aversión y extrañeza hacia lo terrible de la violencia, para pensar en ella y desde ella, pero nunca para complacer ni procurar la comodidad al espectador. Por eso manipula la imagen, incluso podemos decir que es un tramposo porque utiliza la mentira de la representación del mismo modo que sus personajes. El único remedio contra la pantalla es su contra-pantalla. 2+2 nunca es igual a 4 en una obra suya. Desde la fragmentación de los cuerpos y los planos detalle hasta sus largos planos secuencia, Haneke va creando su particular mundo, o más bien, obliga al espectador a que vaya generando la historia como en un puzzle, eso sí, un puzzle que no lleva todas las piezas, hay lagunas que el sentimiento del espectador debe generar, y muchas veces desde el estómago. El director se encarga de poner en su metraje los hechos. Solo eso. No juzga ni moraliza acerca de los temas que aborda. Solo expone. No siente miedo a la iteración, la fractalidad y la expansión de planos subversivos para enfrentar al espectador consigo mismo. Haneke rebobina la diégesis de sus obras obligando al espectador a pensar dos veces.
La televisión como referente de la violencia, la incomunicación social a raíz de una sociedad individualizada, el consumo capitalista, la mentira, el recuerdo que viene a buscar a sus personajes, la vejación, la autolesión, la hipocresía, la corrupción o el dolor se presentan en sus obras. Desde El séptimo continente, pasando por La pianista (2001) o La cinta blanca (2009) hasta Amor (2012), Haneke siempre muestra sus historias sin miedos, consciente de que la única forma de combatir la realidad es mirándola de frente, por cruel que sea.
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