MANK
El mito deconstruido
Viendo Mank (David Fincher, 2020) uno tiene la tentación de pensar que se encuentra ante una elegantísima hagiografía -en la estela formal, inimitable en su pulcritud, de Perdida (David Fincher, 2014) o los mejores capítulos de Mindhunter (Joe Penhall, 2017-2019)– del guionista Herman “Mank” Mankiewicz (hermano del más reputado y también célebre director de Eva al desnudo (1950), Joseph L. Mankiewicz), durante los días en los que aparcó forzadamente su alcoholismo para poder redactar una primera versión del guion de Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) en el Rancho North Verde, a extramuros de la industria del cine de Hollywood de principios de la década de los cuarenta que le dio la espalda por sus simpatías para con la causa socialista. Y, efectivamente, el guion escrito por Jack Fincher (padre del otrora enfant terrible de la industria del cine de finales del siglo XX, gracias a películas como Seven (1995) o, sobre todo, la fundamental El club de la lucha (1999)) toma algunos de los fragmentos de la vida de Mankiewicz (un Gary Oldman, en su salsa), centrándose en su encierro para escribir el libreto de Kane por encargo de Welles (Tom Burke) tras sufrir un accidente automovilístico, haciéndose eco de la relación personal que el guionista mantuvo con el magnate periodístico William Randolph Hearst (interpretado por Charles Dance en la película) -que sirvió de base inspiracional al Charles Foster Kane agriamente retratado en Ciudadano Kane– y con su joven esposa Marion (Amanda Seyfried), en un turbulento contexto sociocultural y económico marcado por las consecuencias de la Gran Depresión y, más adelante, la Segunda Guerra Mundial.
Pero pese a su aparente adscripción al cine histórico -y a su variable personalista: el biopic– con no pocos paralelismos con la actualidad tanto por su retrato del mundo, los medios de comunicación o la industria, como también por el lugar que Fincher ocupó en él antes de refugiarse creativamente en la nueva industria audiovisual de las plataformas de contenidos, todo o casi todo en Mank es (también) un juego de espejos históricos a un paso del abismo. Partiendo de una estructura caleidoscópica que busca reflejarse en la de Ciudadano Kane, todos los elementos del filme de Fincher pivotan dramáticamente alrededor de un suceso jamás resuelto, que siguiendo con los buscados paralelismos respecto a los mecanismos narrativos orquestados en la opera prima de Orson Welles, funciona a modo de ejemplar macguffin que, sin embargo, acaba por condicionar todo lo que puede verse y oírse en Mank en un sentido dramático, histórico y narrativo muy determinado que la sitúa al filo de la autodestrucción.
Del mismo modo en el que Zodiac (David Fincher, 2007) cartografiaba los límites y el fracaso del relato (cinematográfico) para demostrar irrefutablemente la esquiva identidad del Asesino del Zodíaco, Mank hace lo propio respecto a la historia del cine entendida como un espacio mítico pero a la postre incapaz de resultar creíble, al menos desde la perspectiva actual, sin atentar contra la verdad u ocultar las pruebas que puedan demostrarla de facto. Y es que, si en aquel filme sobre el sanguinario Zodiaco, que asoló de facto y espiritualmente la costa oeste estadounidense durante la pasada década de los setenta, los asesinatos acababan por ser el detonante de una historia que desbordaba los confines del cine criminal, Mank aborda otro episodio igualmente brumoso, aunque mucho menos escabroso, por inconcluso, como es la autoría del guion de Ciudadano Kane.
Oscarizado libreto que fue considerado durante años el resultado de una equitativa alianza creativa entre Welles y Mankiewicz hasta que, en 1971, la renombrada (y controvertida) crítica Pauline Kael abrió la caja de los truenos con su prólogo a la reedición del guion de la película en el que ponía en tela de juicio el grado de implicación de Welles en su escritura, reivindicando, en cambio, la eclipsada figura de Mankiewicz como verdadero responsable del mismo y cuestionando, de pasada, el mismísimo concepto de autoría cinematográfica. La polémica cinéfila y creativa sembrada por este prólogo -que llevó por título Raising Kane– no tardó en dar sus frutos, enfrentando a los defensores de la tesis de Kael, como John Houseman (denostado amigo y antiguo cómplice creativo de Welles, interpretado en el filme de Fincher por Sam Troughton), o el compositor musical Virgil Thomson (quien escribió la banda sonora de la adaptación teatral de Macbeth dirigida por Welles en 1936), con aquellos que defendían la autoría absoluta de Welles sobre Ciudadano Kane entre los que se encontraban el crítico, historiador y cineasta Peter Bogdanovich, el compositor del filme de Welles Bernard Hermann o el crítico cinematográfico Andrew Sarris que no en vano fue uno de los impulsores de la teoría de los autores cinematográficos en suelo estadounidense.
Pero como demuestra en su, más que anticlimática, desabrida conclusión a este conflicto de fondo, Fincher parece poco (o nada) interesado en resolver quién fue realmente el autor del guion de Kane y sí en cómo alguien de la estatura creativa de Manckiewicz fue incapaz de asentarse como mito equiparable al de los hombres que lo eclipsaron como uno solo tanto dentro de la pantalla (Kane) como fuera de ella (Hearst y, en un último juego de espejos, también Welles), a resultas de una desigual y conscientemente quijotesca batalla contra el poder de medios que, como la prensa y el cine, son capaces de generar un espacio mítico basado en la mentira a veces inocua y otras peligrosa. Un desarrollo que pasa indefectiblemente por evidenciar esta historia sobre Mankiewicz como una narración personalista construida como ficción consciente de lo que tiene de defensa poco fundamentada (por inconclusa) del papel de Mank en la redacción del guion de Ciudadano Kane que habría hecho de él un autor o, lo que viene a ser lo mismo en la historia del cine, una figura mítica.
Un guionista que busca la redención ante el anonimato ofrecido por la industria que lo expulsa a través de la autoría, piedra fundamental del mito cinematográfico de la que Welles y su Ciudadano Kane fueron uno de sus pilares, y acaba siendo tan esforzada y finalmente poco concluyente como pueda serlo una película que no se esconde de su condición de recreación, empeñada en esterilizar emocionalmente y sin concesiones todos los mecanismos de seducción utilizados por el cine clásico estadounidense para asentarse como un relato indiscutible en su suspensión de la incredulidad, y que aquí se halla al filo mismo de la autodestrucción. Desde el momento en el que la falta de pruebas últimas respecto al conflicto que le sirve como motor se bifurca entre la asumida obligación (moral y narrativa) de Fincher de desarrollar su película como ficción -consciente de la peligrosa capacidad de todo biopic para hacerse pasar, al igual que los noticiarios ficcionados con los que el aparato mediático republicano pretende acabar con la carrera política del presidenciable demócrata Upton Sinclair (Bill Nye), por realidad- el filme de Fincher se convierte en el tablero en el que se dirime la vital necesidad de Mank de pelear su espacio en la cambiante (e industrial) mítica del cine… bajo los rasgos de una autoría que aún era territorio virgen y en tránsito de ser contemplada como valor.
En consonancia, Mank se encuentra narrativamente dividida en dos líneas temporales fundamentales, una situada en el presente de la redacción del guion de Ciudadano Kane, en 1940, y la otra, a modo de flashback, en un 1934 en el que el Mankiewicz formaba parte de la cohorte de Hollywood como guionista a sueldo más o menos intercambiable en su autoría por cualquiera de sus compañeros de profesión. Pero en una primera y muy reveladora muestra de la desnudez con la que Fincher muestra sus cartas narrativas, lo ocurrido en 1934 se anuncia como un suceso pasado mediante un encabezamiento de guion que aparece sobreimpreso cada vez que da inicio un nuevo flashback. Una decisión creativa que, más allá de la información que ofrece, y que ayuda a entender una trama con continuos saltos temporales, también denota de forma muy poco sutil la condición de reconstrucción de lo que se narra en estas escenas que, narrativamente, justifican a ojos del espectador la posible autoría de Mank (mediante incontables ecos visuales y hablados entre algunos de los recursos visuales de Fincher y los utilizados por Welles en su opera prima) del libreto de Ciudadano Kane y su valía como creador y narcisista personaje hecho a sí mismo (a voces) desde el idealismo y las ansias de reconocimiento.
Esta perspectiva se prolonga en otros detalles formales, como la decisión de rodar Mank en blanco y negro con una fotografía (reconocible por oscurísima), sonido, recursos formales y títulos de crédito a imagen y semejanza más reconocible del cine estadounidense de la década de los cuarenta, o existencia de topos de cambio de bobina innecesarios por la consabida naturaleza de Mank de película rodada y exhibida en digital, que podrían parecer fruto del capricho o del guiño histórico hacia una época anterior del cine clásico estadounidense, pero que en el filme de Fincher adquieren la categoría de mecanismo narrativo. Tras un primer tramo de flashbacks que ni la ascética elegancia formal del director es capaz de airear la repelencia de unos personajes tan elocuentes y resabiados como los de cualquier screwball comedy al uso (o de algunos de los trabajos de Aaron Sorkin, con quien el director ya trabajó en su magnífica -y con no pocos ecos de Kane– La red social (2010)), o dar alas a una no menos estereotipada y bohemia (¿y falsa?) visión de la industria que la que aporta la jazzística banda sonora firmada por los indispensables Trent Reznor y Atticus Ross, Mank da paso a una mayor y agradecible gravedad y abstracción en su tono al introducirse en los no en vano fantasmales territorios de William Randolph Hearst.
Una serie de encuentros, estos apasionantes por una plasmación formal que sitúa a los paseos de Mank junto a la esposa del mefistotélico Hearst en un estadio próximo al duermevela, destacando la capacidad casi demiúrgica del magnate mediático para confundir los sentidos de sus lectores en su alianza con los sectores más conservadores de la industria del cine, con Louis B. Mayer (Arliss Howard) a la cabeza, que sirven de antesala a un presente en 1941 marcado por la abstracción de sus formas, significativamente próximas a las de Welles en Kane, que advierten de lo inexplorado (contrariamente a los estereotipados rasgos de la mentada vida y mirada profesional e industrial de Mank, en 1934) de los territorios creativos en los que se adentra el protagonista y que serán por consenso histórico, los de Welles. Un hombre que sí alcanzó el mito y frente a quien Mank sale, pese a todo, dignamente perdiendo debido a la negativa de Fincher a dar su brazo a torcer para hacer de Mank la historia de un hombre hecho a sí mismo a costa de la verdad de unos hechos que no son. Ya que, como este Mank atrapado en su propio laberinto narrativo y moral, solo pueden ser contemplados desde la pura, calculada y autoasumida ficción de la hipótesis que lo condena a morar a en la periferia de la Historia… mientras se dibuja una nueva derrota para la tesis de Kael que resulta del hecho incontestable de que, en su grado de coherencia temática, pureza y gélida cerebral plasmación audiovisual, la autoría de la película no pertenece al guionista, si no al Fincher director.
Mank (EE.UU., 2020)
Dirección: David Fincher/ Guion: Jack Fincher/ Producción: Ceán Chaffin, Eric Roth y Douglas Urbanski/ Fotografía: Erik Messerschmidt/ Montaje: Kirk Baxter/ Música: Trent Reznor y Atticus Ross/ Reparto: Gary Oldman, Amanda Seyfried, Arliss Howard, Charles Dance, Tom Burke, Lily Collins, Tuppence Middleton, Tom Pelphrey, Ferdinand Kingsley, Jamie McShane, Joseph Cross, Sam Troughton.
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