LOVE, DEATH AND ROBOTS
Todo lo que necesitas son tetas y cabezas que explotan
A la hora de enfocar un texto sobre Love, Death and Robots, la antología de cortos de animación promovida por Tim Miller para Netflix, se genera una curiosa paradoja. Por un lado, la conexión entre las 18 piezas, ya sea temática o estética, es tan limitada que resulta difícil no pensar que lo riguroso sería escribir un texto sobre cada una de ellas. Al fin y al cabo son creaciones independientes unidas bajo un mismo paraguas por razones que parecen más de marketing que narrativas. Por otro, el nivel es tan uniforme entre casi todas las piezas que resulta perfectamente factible analizarlas en un único texto que las englobe, más o menos como ha hecho Netflix al agruparlas bajo ese título tan cool.
Dice Tim Miller (no lo olvidemos, director de Deadpool, 2016) que la antología es “una carta de amor a los nerds”, y probablemente sea esa intención la mayor unidad temática que se puede encontrar. Porque, efectivamente, aquí podemos encontrar todo lo que un friki puede desear: animación tecnológicamente puntera, desparpajo adolescente, ultraviolencia y sexo desinhibido. O, puntualizando, todo lo que Tim Miller cree que un friki puede desear.
Cojamos el primer episodio, Sonnie’s Edge (Daniel Wilson y Gabriele Pennacchioli), una pieza de animación digital de corte fotorrealista que en 17 minutos nos cuenta la historia de una joven que participa en brutales luchas de bestias. El corto presenta a los personajes brevemente, se lanza a mostrar una de esas peleas clandestinas durante la mitad del metraje, introduce después una escena de sexo lésbico y finalmente un clímax que aúna violencia con una pincelada de argumento para dar el cierre a lo que finalmente resulta ser una historia de rape and revenge. Si somos capaces de librarnos del impacto que supone el impresionante nivel (técnico) de la animación, es fácil ver que ha primado el interés sobre lo sensorial por encima de lo discursivo. Esto no supondría ningún problema si la parte sensorial fuera más allá de ese impacto. Sin embargo, hay poco más aquí. Sonnie’s Edge se admira como quien admira un carísimo ordenador montado pieza a pieza para poder jugar a los juegos más punteros del mercado a 4K y con todos los efectos activados al máximo. Es una máquina perfecta, pero ofrece poco más que un refrito de estéticas de videojuegos (de hecho, de videojuegos cuya estética ya era un refrito de estéticas de películas) y un uso del lenguaje cinematográfico obsesionado con alcanzar lo cool. A nivel humano tiene muy poco que ofrecer, y eso que Sonnie’s Edge no es ni mucho menos de los peores ejemplos de la antología, a pesar de que su feminismo resulte extremadamente postizo.
No, los peores ejemplos son los que directamente se ofrecen como un orgasmo de animación, o por decirlo sin florituras, una paja para nerds. Piezas como Suits (Franck Balson), Sucker of Souls (Owen Sullivan) o Blind Spot (Oliver Thomas) indican lo que Tim Miller y los creadores con los que ha colaborado opinan de los frikis: que solo les interesa el mínimo común denominador de la fantasía de poder. En sus niveles más bajos, Love, Death & Robots no es una antología de cortometrajes sino una recopilación de demo reels, esos vídeos que los animadores preparan para mostrar su trabajo y venderse a estudios de animación. Suits, por ejemplo, bien podría ser el anuncio que alguna multinacional del videojuego usase para presentar su nuevo lanzamiento AAA. Pero, en lugar de promocionar un producto, el cortometraje es aquí el producto, o lo que es lo mismo, Suits solo se promociona a sí mismo. Y a la gente que lo ha fabricado, claro. Para condimentar todo esto, aparecen aquí y allá toques de eso que se llama “madurez narrativa”, que suele resumirse en algún desnudo frontal masculino y en que la gran mayoría de los cortos son adaptaciones de relatos que, se intuye, trabajaban con “grandes conceptos” como la identidad, la perdida o la relación entre lo orgánico y lo sintético. Esos conceptos permanecen en Love, Death & Robots, pero en su mayoría están solo enunciados, como quien tira nombres de genios en una conversación para investirse de autoridad.
Esto no significa, con todo, que no haya alguna pieza interesante dentro del conjunto. The Witness (Alberto Mielgo) no saca demasiado partido a sus ideas, pero su impresionante animación (mezcla de fondos reales con personajes digitales) logra sumergir al espectador en una ciudad en la que uno querría deambular y perderse; Good Hunting (Oliver Thomas) es el único de los cortometrajes capaz de detenerse para que nos empapemos de las emociones de sus personajes, dejando un poso que va más allá de su muy conseguida estética steampunk; The Secret War (István Zorkóczy) logra conjurar la misma sensación de apocalipsis y futilidad en la que viven sumidos sus protagonistas; y algunos de los intentos de combinar ciencia-ficción con humor salen relativamente airosos, como es el caso de Alternate Histories (Víctor Maldonado y Alfredo Torre), Ice Age (Tim Miller) o When the Yogurt Took Over (Víctor Maldonado y Alfredo Torres).
El resto de las piezas hasta llegar a las 18 del conjunto van del exhibicionismo adolescente hasta cierto intento de alcanzar la densidad a la que la ciencia-ficción puede aspirar, loable pero que se salda con resultados bastante pobres. Aparte de la limitada visión que Miller tiene de los nerds (y puede que de la raza humana), el otro gran lastre del proyecto parece haber sido precisamente esa falta de cohesión que antes mencionaba. Los creadores no han planteado ningún objetivo común (lo único que se pedía es que todas las historias tuvieran robots, muerte y amor…), por lo que es normal que las piezas no dialoguen entre sí, sean ejercicios de onanismo visual o directamente anden muy perdidas. Hay algunos cortometrajes con ideas prometedoras y cierta identidad visual que se quedan en muy poca cosa (otro elemento común de casi todas las piezas es que están muy mal rematadas), algo que probablemente no habría ocurrido si hubiera habido una figura central haciendo de editor o coordinador. Ese podría haber sido ese David Fincher que tanto ha aparecido en la promoción de esta antología, un Fincher que sin embargo parece totalmente desaparecido. No hay nada en Love, Death & Robots que haga pensar que el creador de Mindhunter (Da Joe Penhall y David Fincher, 2017) haya hecho otra cosa que poner su nombre y cobrar el cheque. En resumen, toda una pena y una oportunidad perdida para la animación, para la ciencia-ficción y, sobre todo, para el cortometraje, un formato que siempre ha tenido dificultades para encontrar un espacio rentable de exhibición y que en este proyecto podría haber tenido a un gran valedor o incluso un cambio de paradigma.